La batalla de Ecnomo y la invasión de África

Durante ese tiempo, los astilleros de Italia y del norte de África trabajaban sin cesar. Los romanos consiguieron armar una flota de trescientos treinta barcos, casi tantos como los que tenían los aliados griegos en la batalla de Salamina, pero con muchos más remeros y soldados a bordo: viajaban en ellos ciento cuarenta mil hombres en total. Mandaban esta fuerza de invasión los cónsules Lucio Manlio y Marco Atilio Régulo. Este último era cónsul sufecto, lo que significa que lo habían nombrado para sustituir al cónsul elegido, Quinto Cedicio, quien había muerto mientras desempeñaba su cargo.

Al mismo tiempo, de las costas de África partió una armada cartaginesa de trescientas cincuenta naves con una dotación similar a la romana: eran más barcos, pero llevaban menos guerreros a bordo.

Ambas flotas se encontraron junto al cabo Ecnomo, en la costa sur de Sicilia. Los barcos de guerra romanos navegaban en cuatro escuadrones. Los dos primeros, mandados por los cónsules, avanzaban formando una cuña. Tras ésta, dibujando la base del triángulo, viajaba el tercer escuadrón, cuyas galeras remolcaban a los barcos que transportaban a los caballos. Por último, el cuarto escuadrón navegaba en paralelo con el tercero, cerrando el despliegue, que era al mismo tiempo eficaz y muy difícil de romper.

Por el otro bando, la flota cartaginesa se dispuso en línea, con la costa siciliana a babor. Cuando los enemigos se avistaron, los dos escuadrones de vanguardia romanos remaron hacia el enemigo. El almirante púnico Amílcar, que mandaba el centro de la formación, ordenó una retirada fingida. De esta manera, consiguió que, al perseguirlo, los escuadrones de la cuña se apartaran de los demás, que a su vez fueron atacados por las naves situadas en ambos flancos cartagineses.

Al principio la batalla fue favorable para los púnicos, pues los escuadrones que rodeaban a las naves de transporte se vieron en grandes apuros. Pero los quinquerremes mandados por los cónsules consiguieron poner a Amílcar en fuga —ahora real y no simulada—, y viraron para ayudar a sus compatriotas. Así consiguieron atrapar en una maniobra envolvente al adversario. Tras una cruenta lucha, los romanos hundieron treinta barcos enemigos y capturaron otros sesenta y cinco. A cambio, zozobraron veinticuatro de sus naves.

Por el número de personas implicadas, entre doscientas cincuenta y trescientas mil, el combate del cabo Ecnomo está en la lista de candidatas a la mayor batalla naval de la historia. La victoria romana supuso un éxito resonante para un pueblo que hasta pocos años antes apenas había metido los pies en el agua.

Las puertas de África estaban abiertas. Después de reabastecerse, reparar barcos y reponer fuerzas, la flota romana desembarcó cerca de Aspis, al este de Cartago. Tras tomar la ciudad, saquearon la zona y se apoderaron de mucho ganado y también de miles de esclavos. Una buena parte de ellos fueron liberados, ya que eran prisioneros de guerra romanos o italianos.

Por orden del senado, el cónsul Lucio Manlio regresó a Italia con el grueso de la flota, mientras Régulo se quedaba en África con quince mil hombres y cuarenta barcos de apoyo.

Los cartagineses se dieron cuenta de que su propia ciudad se hallaba en peligro e hicieron venir de Sicilia un ejército de apenas seis mil hombres. Éstos se enfrentaron a Régulo en Adis, a unos sesenta kilómetros de Cartago. Aunque disponían de superioridad en caballería y elefantes, los púnicos se vieron rodeados en una colina, donde los paquidermos no servían para nada, y fueron aplastados. Mientras los supervivientes huían, Régulo saqueó su campamento y prosiguió su camino hacia el corazón del territorio enemigo.

Cuando Cartago empezó a llenarse de refugiados, el pánico cundió en la ciudad. Al mismo tiempo, por toda la región estallaron revueltas entre los libios, aprovechando la presencia de los romanos. El consejo cartaginés envió embajadores para pedir la paz. Régulo se la ofreció con estas condiciones: debían abandonar Sicilia, liberar a todos los prisioneros de guerra al mismo tiempo que pagaban rescate por los suyos e indemnizar a Roma por los costes de la guerra.

A los cartagineses les pareció excesivo, o tal vez aún no se sentían lo bastante desesperados como para aceptar. En ese momento llegaron a la ciudad cien soldados griegos. Eran muy pocos, pero con ellos venía un veterano mercenario llamado Jantipo. Este hombre era de Esparta, y aunque las glorias de su ciudad fuesen cosa del pasado, los espartanos conservaban una gran reputación para la guerra.

Jantipo pasó revista a los efectivos de los que disponía la ciudad. Después dijo a los cartagineses que habían sido derrotados no porque los romanos fuesen superiores, sino porque sus mandos eran unos incompetentes. (En la batalla de Adis había nada menos que tres generales para tan sólo seis mil hombres).

También les explicó que, ya que poseían superioridad clara en caballería y en elefantes, debían combatir contra los romanos en un terreno llano y despejado y no dejarse acorralar de nuevo en una colina. Sus argumentos debieron de convencer a los miembros del adirim y a los sufetes, puesto que le otorgaron el mando.

Jantipo logró reunir doce mil soldados de infantería, una cifra que se acercaba más a los quince mil legionarios de Régulo. Además, tenía cuatro mil jinetes contra los quinientos romanos, y nada menos que cien elefantes. Con ellos salió de la ciudad en la primavera de 255.

No se sabe muy bien dónde se libró la batalla. Los anglosajones la suelen denominar «de Túnez», mientras que en español también se conoce como «batalla de Bagradas» por el río cercano. Jantipo desplegó sobre el terreno una falange formada por ciudadanos: en una emergencia como ésta, incluso los más ricos tenían que tomar las armas. A la derecha plantó a sus mercenarios, y apostó la caballería a ambos lados.

Pero lo principal eran los elefantes, que situó delante, cubriendo toda la línea como torreones en una muralla.

Cuando el cónsul Régulo vio a los paquidermos, para evitar que sembraran el pánico entre sus hombres, hizo los manípulos más profundos: cuantas más filas de profundidad tenía una formación, más difícil resultaba huir a los soldados que estaban dentro de ella. Jantipo ordenó a los mahouts que cargaran con los paquidermos, y los legionarios les salieron al encuentro aporreando los escudos para tratar de espantar a las bestias, cosa que no consiguieron.

En varias ocasiones hemos visto que las batallas antiguas se dividían en varios escenarios, algo normal teniendo en cuenta que el frente podía abarcar un kilómetro y medio o dos, y que con el griterío y el polvo que se levantaba era muy difícil saber lo que ocurría en otros sectores de la refriega. La táctica más habitual de los generales era presionar fuerte allí donde tenían las mejores tropas —normalmente, en el centro o en el ala derecha— para ganar cuanto antes y acudir en auxilio del flanco más débil.

En este caso, los soldados que más éxito obtuvieron fueron los que formaban en el flanco izquierdo del ejército romano. Curiosamente, eran aliados y no legionarios; sin embargo, consiguieron romper las filas de los mercenarios de Jantipo, teóricamente los más experimentados de entre sus hombres.

A cambio, la caballería cartaginesa barrió a la de Régulo, mientras que los elefantes se abrían paso entre los manípulos situados en el centro de la formación romana aplastando a todos a su paso. Pese a ello, los legionarios resistieron con valor, y tal vez habrían conseguido detener la carga de los paquidermos con un poco más de tiempo.

Pero el tiempo era un lujo del que ya no disponían: la caballería de Jantipo, tras desbaratar a la de Régulo, rodeó a los romanos. Tan sólo los dos mil aliados del flanco izquierdo que habían derrotado a los mercenarios lograron escapar, y se retiraron a Aspis, donde se reunieron con la flota. Quinientos hombres, entre ellos Régulo, cayeron prisioneros de los cartagineses. Los demás fueron masacrados.

Las tornas cambiaban. Del mismo modo que los romanos habían roto los pronósticos al vencer en el mar a los púnicos, éstos acababan de infligir una derrota aplastante en tierra a un ejército consular. La moral romana quedó muy dañada. Durante un tiempo los legionarios no se atrevieron a plantar batalla en campo abierto por temor a los elefantes, y también a la caballería enemiga. (Un guerrero a lomos de un cuadrúpedo siempre impone más).