La batalla de Ilipa

Tras este primer éxito, en 208 Escipión se enfrentó en campo abierto a Asdrúbal Barca en la batalla de Bécula, en Bailén o cerca de ella. El resultado fue de nuevo una victoria romana, aunque no decisiva. Asdrúbal consiguió salvar a bastantes hombres y se retiró al norte para emprender el viaje a Italia. Como ya hemos visto, el hermano de Aníbal murió un año más tarde, vencido en Metauro y cabalgando él solo contra los enemigos para no sobrevivir a la humillación de su derrota.

La batalla más importante de la campaña hispana no se libró hasta dos años después, en Ilipa, cerca del Alcalá del Río (Sevilla). Allí, el joven romano se enfrentó a los otros dos generales cartagineses que seguían en España, Magón Barca y Asdrúbal Giscón. Entre ambos movilizaban a cincuenta y cuatro mil hombres, a los que Escipión opuso cuarenta y tres mil. De ellos, unos dieciocho mil eran romanos e italianos, y el resto aliados hispanos.

Ilipa supuso la cumbre del genio táctico de Escipión. Otros generales de la época se limitaban a desplegar a sus hombres, realizar sacrificios, arengarlos y dejar que todo se decidiera en el fragor del combate. Escipión no. Al igual que Aníbal, planificaba con cuidado las batallas y elegía el terreno.

Aunque ambos eran lo bastante inteligentes para comprender que un general no lo puede controlar todo una vez que se desata el caos del dios Marte, sabían anticipar al menos un par de jugadas. En el caso de Ilipa, Escipión lo demostró en los combates preliminares, cuando ocultó una tropa de caballería y frustró así el ataque de los númidas de Masinisa.

Pocos días después de esta escaramuza, se libró la batalla decisiva. En ella, Escipión sorprendió a Asdrúbal y a Magón con un despliegue distinto. En lugar de colocar en el centro las dos legiones y las dos alae de aliados, como era ya una tradición, las apostó en los flancos, y dejó en medio a las tropas hispanas.

Después de eso, mientras sus aliados iberos avanzaban lentamente, Escipión ordenó a las unidades de ambos flancos que giraran en ángulo recto. Al hacerlo, progresaron no en triple línea, sino en triple columna. Una columna siempre marcha con más orden y rapidez que una fila. Al tener menos frente, resulta más fácil colarse entre los obstáculos y hay que detenerse menos veces para reorganizar líneas.

De ese modo, los flancos adelantaron al centro hispano. Desde las alturas se habría contemplado una imagen inversa de la que había presentado Aníbal en Cannas: una media luna cóncava en vez de convexa.

Al acercarse al enemigo, Escipión ordenó un nuevo giro de noventa grados. Para atreverse a hacer algo así casi en las narices del adversario tenía que estar muy seguro de la disciplina y el adiestramiento de sus tropas.

Él lo estaba.

La batalla empezó por los flancos. Las tropas de más calidad de Escipión cargaron contra los iberos de Asdrúbal y Magón, mientras que sus propios aliados hispanos mantenían ocupadas a las fuerzas de élite cartaginesas, la infantería libia.

El combate fue largo, y, al principio, el ejército cartaginés retrocedió de forma ordenada. Pero llegó el momento inevitable para todo ejército que va perdiendo: las líneas se rompieron y la maniobra de retirada tranquila se convirtió en estampida. Las tropas púnicas huyeron en desbandada a su campamento. Si Escipión no pudo tomarlo fue porque cayó un fortísimo aguacero.

Fue su mayor victoria en la campaña hispana. Escipión había jugado con los generales cartagineses, eligiendo el tiempo y la táctica. En suma, había hecho lo mismo que Aníbal con su padre, con Flaminio, con Paulo o con Varrón.

Hasta ahora, el joven procónsul había demostrado un talento superior a cualquier otro general romano. ¿Qué ocurriría cuando se enfrentara al genio invencible, Aníbal?

Tras la batalla, los contingentes iberos abandonaron a los cartagineses. Éstos trataron de huir, pero los romanos los persiguieron y mataron a unos y apresaron a otros. Los generales, no obstante, lograron escapar: Asdrúbal Giscón y el príncipe Masinisa cruzaron a África, y Magón Barca se refugió en Gades.

Ilipa supuso el final del dominio cartaginés en España. A partir de esa victoria, las tribus iberas se pasaron en masa al bando romano.

En aquel momento, Escipión ya estaba decidido a asestar un golpe definitivo en África. Pero tenía que prepararlo, de modo que navegó hasta Numidia para entrevistarse con Sífax, rey de la tribu de los masesilos, que llevaba un tiempo guerreando contra los masilios de Masinisa. En ese viaje Escipión corrió bastante peligro, pues llevó tan sólo dos quinquerremes consigo. Cuando entraron en el puerto, descubrieron que Asdrúbal Giscón ya estaba allí, y traía con él siete barcos.

Ambos venían con las mismas intenciones. Sífax, halagado al ver que los generales de las dos mayores potencias del Mediterráneo occidental acudían a él en busca de su alianza, los invitó a cenar. Las normas de hospitalidad eran sagradas, así que la velada transcurrió de modo apacible. Como generales y miembros instruidos de la élite de sus respectivas sociedades, Escipión y Asdrúbal tenían muchas cosas en común de las que hablar.

Curiosamente Sífax, que hasta entonces había colaborado con la familia de Escipión, acabó pasándose al bando cartaginés. Selló ese acuerdo casándose con la bella Sofonisba, hija de Asdrúbal. Sofonisba había estado prometida a Masinisa, quien, por su parte, se pasó al bando de los romanos, aunque por el momento guardó su deserción en secreto. Las alianzas fluían inquietas y líquidas como el mercurio.

Después de esta arriesgada aventura, Escipión regresó a España. Allí sofocó un motín que había estallado entre sus tropas por culpa de unos atrasos y tomó la ciudad de Gades, último bastión cartaginés en la península. Tras dejarlo todo en orden, entregó el mando a sus sustitutos y regresó a Roma, dispuesto a presentarse a las elecciones. Pretendía terminar la guerra en persona y hacerlo en África. Para ello no le bastaba un mandado proconsular: quería ser cónsul.

Aunque no llegó a celebrar un triunfo en Roma, el botín que llevaba consigo, casi cinco toneladas de plata más incontables monedas, le ayudó a aumentar su popularidad como candidato. Los comicios centuriados lo eligieron prácticamente por aclamación. Escipión tenía tan sólo treinta y un años, una edad inusitada para desempeñar la más alta magistratura de la República.

Su colega en el consulado era Publio Licinio Craso, que también desempeñaba el cargo de pontífice máximo. Eso le impedía, por tabúes religiosos, salir de Italia, lo cual convenía a Escipión. El senado había decidido que las provincias consulares de aquel año fueran Brutio, donde seguía Aníbal, y Sicilia. Puesto que Craso debía quedarse en la península, Sicilia le correspondía a Escipión por eliminación. ¿Qué mejor sitio para lanzar la invasión de África?

Sin embargo, al presentar su proyecto al senado se topó con más oposición de la esperada. El principal cabecilla era Fabio Máximo Cunctator. El exdictador, que ya tenía más de setenta y cinco años, seguía siendo tan precavido como siempre; aunque tal vez sus objeciones se debían en parte a los celos por aquel jovenzuelo que había conseguido el consulado a una edad en que otros ni siquiera habían llegado a ediles.

Hay que reconocer que los partidarios de la prudencia tenían sus razones. Aníbal podía estar cada vez más acorralado, pero seguía en Italia y nadie había logrado derrotarlo: era como un león agazapado al fondo de una jaula al que nadie se atreve a acercarse. Por otra parte, quedaban muchos miembros en el senado que, como Fabio, eran lo bastante viejos para recordar la desastrosa campaña de Régulo en el norte de África.

Finalmente, Escipión consiguió que el senado le encomendara Sicilia como provincia con un anexo: si de verdad creía que eso iba a acarrear el bien de la República, tenía autorización para cruzar el mar hasta África.

Todavía le pusieron más trabas para reclutar un ejército, diciéndole que debía conformarse con las dos legiones que había en Sicilia. Aun así, la popularidad de Escipión era tal que miles de voluntarios viajaron a la isla para alistarse por su cuenta.

Una vez en Sicilia, Escipión tomó bajo su mando esas dos legiones. Eran las mismas que habían sobrevivido a Cannas, ahora llamadas la V y la VI. Once años después del desastre, seguían sirviendo sin haber gozado de un solo permiso.

Escipión licenció a los más viejos y a los enfermos, y rellenó esas legiones con voluntarios para conseguir unas unidades más numerosas de lo habitual, con seis mil doscientos infantes y trescientos jinetes. Con las consabidas alae de aliados también sobredimensionadas, el ejército consular de que disponía constaba de entre veinticinco y treinta mil hombres.

Pese a su juventud, Escipión era un hombre prudente y no tenía ninguna prisa por acelerar las cosas. Durante su año de consulado permaneció en Sicilia, adiestrando a sus tropas: los veteranos de las legiones Cannenses llevaban años asediando fortalezas y llevando a cabo saqueos, pero no habían participado en grandes batallas. Además, había que coordinarlos con los reclutas más jóvenes, que eran tan numerosos como ellos.

Por otra parte, Escipión necesitaba conseguir los barcos y las tripulaciones necesarias, y planificar con mucho cuidado la logística para no quedarse desabastecido en territorio enemigo. Mientras tanto, su amigo Lelio viajó al norte de África para entrevistarse con Masinisa, que seguía luchando contra Sífax por la hegemonía entre los númidas y estaba impaciente por saber cuándo llegarían los romanos.