El Senado

Senatus deriva de senex, «anciano». Y eso era en su origen: un consejo de cien ancianos que asesoraban a los reyes —no era necesario que estuvieran decrépitos—. Todos ellos pertenecían a familias de fundadores de Roma, por lo que los llamaba patres, y ellos y los suyos constituían la orgullosa clase de los patricios.

Ya en la República, el número de senadores aumentó a trescientos, que ejercían como asesores de los cónsules. Aparte de los patricios, pronto empezaron a entrar plebeyos. La suma de patricios —patres— y plebeyos inscritos posteriormente —conscripti— explica la expresión patres conscripti con que se designaba al senado en su conjunto.

Patricios o plebeyos, los senadores tenían que ser personas adineradas. Además, no podían dedicarse a actividades económicas que se consideraban deshonrosas para ellos, como la banca o el comercio: quien se encargaba de que no entraran «indeseables» era el censor, de quien más tarde hablaremos.

Los exmagistrados entraban habitualmente en el senado, y seguían siendo senadores de por vida a no ser que cometiesen alguna tropelía. Así pues, formaban un grupo reducido, adinerado y vitalicio, lo que equivalía a una oligarquía.

Pertenecer al senado era un honor que se manifestaba a los ojos de todos, ya que para los romanos uno era, en el fondo, aquello que veían los demás. Como muestra visible de su dignidad, los senadores tenían derecho a lucir en la túnica el laticlavius, una franja de púrpura ancha. También calzaban unas botas cerradas de cuero cuyos cordones llevaban un adorno en forma de luna creciente, y anillos que empezaron forjando de hierro y luego fueron de oro.

Que a uno lo echaran del senado suponía una terrible deshonra. En el año 50 a.C., por ejemplo, el censor Apio Claudio expulsó al historiador Salustio por corrupción e inmoralidad. En realidad, el delito de Salustio era ser partidario de Julio César en medio de una encarnizada guerra de poder, pero aquello se le quedó clavado en el alma, aunque más adelante sería rehabilitado (gracias a César).

Dentro del senado también había clases. Una vez que el magistrado que convocaba la reunión exponía el asunto que se iba a debatir, el primero que tomaba la palabra era el princeps senatus o «príncipe del senado», el más prestigioso de todos ellos por su edad, por los cargos desempeñados, por sus condecoraciones, por sus cicatrices de guerra o por todas estas razones juntas. Después del princeps intervenían los que habían sido censores, a continuación los excónsules, los expretores, etc. Una vez que habían hablado todos los que tenían derecho a voz, se votaba, a veces a mano alzada y a veces poniéndose de pie y formando un grupo para el «sí» y otro para el «no».

El resultado de las deliberaciones del senado era un senatus consultum o senadoconsulto. Curiosamente, no tenía rango de ley: el senado era un consejo de notables —de ésos que tanto abundan hoy día—, y los senadoconsultos eran, por tanto, recomendaciones que se daban a los magistrados y que abarcaban todo tipo de materias: política exterior e interior, religión o finanzas.

Sin embargo, la autoridad moral del senado —en latín, simplemente auctoritas— era enorme. Por eso, los magistrados sometían las propuestas de ley a los senadores antes de llevarlas a los comicios. Con el tiempo el poder del senado fue creciendo, hasta llegar a su punto culminante entre los siglos III y II. En las frecuentes guerras de los romanos, veremos a los senadores enviando embajadas, recibiendo las de otras ciudades, decidiendo sobre la paz y sobre la guerra y repartiendo mandos entre los diversos generales.