El asunto de Tarento
Hasta entonces, los intereses de Roma en el sur de Italia no habían ido más allá de la fértil Campania. Pero en 285, la ciudad de Turios pidió ayuda contra la tribu de los lucanos. Turios era una colonia ateniense, en cuya fundación participaron Pericles y el padre de la historia, Heródoto. Pero, a diferencia de las colonias romanas, que seguían dependiendo política y militarmente de Roma, las griegas sólo mantenían vínculos culturales y a veces religiosos con sus metrópolis.
Turios estaba ya en la suela de la bota italiana, a quinientos kilómetros de Roma. Una distancia más que respetable; aunque con el tiempo, por supuesto, las legiones viajarían y combatirían mucho más lejos.
La ciudad envió al cónsul Fabricio Luscino, que obligó a los lucanos a retirar el asedio y dejó una guarnición romana en Turios. Recordemos que los lucanos, a su vez, habían pedido ayuda a Roma trece años antes, lo que provocó la Tercera Guerra Samnita: las alianzas eran mudables.
Siguiendo el ejemplo de Turios, otras ciudades de la región, como Locri y Regio, que ya estaban en la puntera de la bota, solicitaron una protección similar. En su caso, contra los brutios, que bajaban de las montañas para hacer incursiones contra las ricas ciudades costeras. Como hemos visto, esta historia de montañeses contra llaneros se repetía constantemente en Italia.
Más al nordeste, en el arranque del tacón de la bota, se hallaba —y se halla— Tarento, que da su nombre a un gran golfo de forma prácticamente cuadrada. Esta ciudad fue la única colonia fundada por los espartanos, a finales del siglo VIII.
El relato de la fundación de Tarento es peculiar: Esparta estaba en guerra contra la región de Mesenia y los varones espartanos llevaban muchos años ausentes. Sus mujeres empezaron a acostarse con otros hombres, no ciudadanos e incluso esclavos, y cuando los espartanos regresaron de la guerra se encontraron con unos hijos imprevistos.
Como no querían parecer víctimas de cuclillos —el pájaro que pone huevos en nidos ajenos para que se los críen—, los espartanos mandaron fuera a estos hijos, ya crecidos, a los que llamaron partheníai o «hijos de las vírgenes», es de suponer que con cierto sarcasmo. Los partheníai embarcaron hacia el oeste y fundaron Tarento.
Seguramente la historia verdadera no fue tan novelesca, pero lo cierto es que Tarento era colonia espartana. Sin embargo, sus descendientes se apartaron pronto de la tradición militar de la metrópolis y se dedicaron al comercio y a la manufactura de tejidos. Ellos mismos, además, los teñían con la púrpura que extraían de un molusco llamado múrice. Sin ser tan apreciada como la púrpura real de Tiro, la de Tarento valía mucho dinero.
Así enriquecidos, a partir del siglo IV los tarentinos prefirieron pagar a otros para que libraran sus guerras. En el año 333 llamaron al rey del Epiro, allende el mar Jónico, para que los ayudara en su lucha contra los pueblos montañeses. Este rey, llamado Alejandro como su cuñado el Grande, fue derrotado y murió poco después. Más adelante reclamaron a Cleónimo, mercenario espartano con quien acabaron mal, y a Agatocles, tirano de Siracusa, que obtuvo algunos éxitos militares, pero que no tardó en volver a Sicilia.
Lo que estaban haciendo los ciudadanos de Turios era lo mismo que Tarento: buscar ayuda externa, en este caso de los romanos. Pero la presencia de éstos tan cerca preocupó a los tarentinos.
Una de las razones era que, a la sazón, en Tarento dominaba la facción democrática, mientras que en Turios gobernaban los oligarcas. Como comentamos a raíz del caso de Neápolis, los romanos solían favorecer a los oligarcas y reprimir a los demócratas, lo que nos dice bastante sobre la verdadera naturaleza de la República.
Las hostilidades empezaron en 282, cuando un almirante llamado Lucio Valerio apareció en las inmediaciones de Tarento con unas cuantas naves. Se supone que esperaba ser recibido en términos amistosos, pero no fue así.
Los tarentinos estaban celebrando las fiestas de Dioniso y homenajeaban al dios con su invento más popular: el vino. Al avistar a los romanos, se hicieron a la mar algo embravuconados por la bebida y les hundieron varios barcos. Después fueron más allá, navegaron hasta Turios y expulsaron a la guarnición que había dejado el cónsul Fabricio.
Por el momento, Roma se lo tomó con cierta calma. En lugar de mandar legiones, prefirió recurrir a la diplomacia y envió a Lucio Postumio a la cabeza de una embajada. La misión no salió bien. Postumio se dirigió a los tarentinos en griego. Con el tiempo, muchos nobles romanos aprenderían este idioma a la perfección, pero por ahora no era así. Postumio hablaba con un acento que a ellos les sonaba bárbaro y cometía muchos errores gramaticales, así que se carcajearon de él.
Para colmo, un individuo más insolente que los demás le manchó la toga; tal vez con algo más asqueroso que con polvo, pero los textos no son muy claros. Eso multiplicó el regocijo de la multitud.
La contestación de Postumio fue muy romana: «¡Reíd mientras podáis! Pues vais a llorar mucho más tiempo cuando lavéis la mancha de mi toga con sangre».
Los tarentinos se tomaron la amenaza lo bastante en serio como para buscar ayuda. Y lo hicieron, de nuevo, al otro lado del mar Jónico. A la misma latitud que el tacón de la bota se hallaba el reino del Epiro, y recurrieron a su monarca, Pirro.