El final de la guerra

Tras cuidar a sus heridos y recoger el botín, Escipión envió a Lelio a Roma para que anunciase la victoria. Después, llevó su flota ante el puerto de Cartago con el fin de aumentar la presión psicológica sobre el enemigo. No tenía intención de tomarla al asalto, pues sus murallas eran formidables. Pero sabía que, tras la derrota de Zama, a los cartagineses no les quedaba más remedio que aceptar sus condiciones, y quería recordárselo.

Aníbal regresó por fin a su ciudad, que todavía no había pisado desde su regreso a África. Allí, cuando un miembro del adirim, un tal Giscón, habló con vehemencia en la tribuna para oponerse a las condiciones que planteaba Escipión, el propio Aníbal lo tiró fuera de un empujón. Después se disculpó con cierta ironía. «Después de treinta y seis años de ausencia se me han olvidado los modales», dijo. Pero luego les recordó a todos que habían perdido la guerra y que las exigencias romanas podían ser mucho peores. Así demostró que era un hombre realista y pragmático incluso en la derrota, dispuesto a adaptarse a las nuevas circunstancias.

Éstas fueron las condiciones que propuso Escipión, que aceptó Cartago y que el senado y el pueblo romanos, SPQR, ratificaron:

Para empezar, Cartago se comprometía a entregar a Roma una indemnización de diez mil talentos durante cincuenta años. Eso suponía doscientos anuales, una cifra pagadera; pero el plazo tan largo les recordaría, incluso cuando nacieran nuevas generaciones, que habían perdido la guerra y que más les valía no embarcarse en nuevas aventuras. Además, la ciudad debía entregar víveres al ejército de Escipión para compensar lo que se había perdido en las naves de transporte que provocaron la ruptura de la tregua.

Cartago renunciaba a toda posesión de ultramar. Incluso su territorio en África se veía reducido, pues debía reconocer el reino de Masinisa, que había ampliado sus fronteras.

También tenía que desmantelar su marina de guerra. Tan sólo podía quedarse con diez naves para protegerse de los ataques piratas. Si por cualquier motivo quería construir una flota, le pediría permiso a Roma. Para los cartagineses debió de resultar especialmente doloroso contemplar cómo cientos de barcos salían de su magnífico puerto y ardían en alta mar, levantando negras columnas de humo en el horizonte.

Cartago renunciaba igualmente a adiestrar más elefantes de guerra. Visto el resultado que habían dado en Zama, algún autor moderno subraya con ironía que eso en realidad era un favor para los cartagineses.

Por supuesto, Cartago devolvía todos los prisioneros sin cobrar rescate. También los desertores que habían abandonado las filas romanas; éstos acabaron en la cruz o decapitados, según fueran romanos o latinos. (En tales circunstancias, resultaba más rápido e indoloro ser latino).

Por último, Cartago se convertía en «amiga y aliada» de Roma. Aunque esto pudiera sonar muy bien, se trataba de la misma fórmula que se aplicaba a los supuestos aliados de Roma en Italia, que en realidad eran sus vasallos. Es cierto que Cartago mantenía sus leyes, sus costumbres y sus órganos de gobierno; pero antes de embarcarse en cualquier guerra tendría que solicitar autorización a los romanos.

En la primavera del año 201, el senado y los comicios confirmaron la propuesta de paz. Cumplida su misión, Publio Cornelio Escipión regresó a Roma. Allí recibió el homenaje que se merecía, un triunfo espectacular. Algunos propusieron incluso nombrarlo cónsul y dictador de por vida y levantarle estatuas en la Rostra, en la Curia y en el Capitolio.

Mientras desfilaba en el carro triunfal con el rostro pintado de rojo, Escipión debía de sentirse muy cerca de los dioses que, según él, inspiraban sus actos. Pero incluso en la embriaguez de la victoria conservó suficiente sentido común para declinar todos esos galardones tan exagerados. Aceptarlos habría sido convertirse en algo parecido a un rey y, pasado el momento de inmensa gratitud, la envidia le habría pasado factura. De modo que se conformó con recibir el sobrenombre de Africano, que desde entonces se transmitió a sus descendientes.

Durante los años siguientes se le rindieron honores diversos. En 199 fue nombrado censor, la máxima distinción que podía recibir un romano, pues ese cargo sólo se nombraba cada cinco años y entre excónsules. Tenía treinta y seis años cuando desempeñó el censorado, y todavía sería cónsul una vez más, aparte de recibir la consideración de princeps senatus o primer hombre del senado, que normalmente se concedía a senadores bastante ancianos.

No todo fueron honores ni parabienes, sin embargo. En 187, él y su hermano Lucio, vencedores de Antíoco III en la batalla de Magnesia, fueron acusados de apropiación indebida. Cuando Lucio iba a mostrar los libros de contabilidad, Publio Escipión, furioso, los rompió en pedazos y preguntó a los senadores por qué en vez de molestarse por los tres mil talentos que faltaban no pensaban en los quince mil que habían ingresado gracias al tributo de Antíoco.

Aquel caso trajo cola durante varios años. En 185, acusado de nuevo, Escipión habló en el Foro y recordó al pueblo que aquel día era el aniversario de la batalla de Zama. La gente lo rodeó y lo acompañó en comitiva al Capitolio, donde todos dieron gracias a los dioses y les pidieron que Roma engendrara más ciudadanos como Escipión Africano.

Tras aquello, Escipión se retiró de la vida pública y dejó Roma. Murió poco después en Literno, en la costa de Campania, a los cincuenta y tres años.

¿Qué ocurrió con el otro gran protagonista de la guerra, Aníbal? Pese a la derrota, siguió mandando los restos del ejército cartaginés durante varios años. En 196 fue elegido sufete, magistrado principal de Cartago. Como tal, luchó contra la corrupción que se había extendido por la ciudad y que, según él, dificultaba pagar los doscientos talentos anuales a Roma.

Aunque no puede decirse que fuera un demócrata, y desde luego no había instaurado democracias en Italia, Aníbal se apoyó en la asamblea popular. Eso le granjeó la oposición de los oligarcas, que no tardaron en ir con el cuento a los romanos.

La excusa que pusieron era que Aníbal andaba conspirando con Antíoco III el Grande, soberano del reino seléucida, el mayor de los que habían quedado tras el reparto del imperio de Alejandro. (El sobrenombre de Grande se lo había puesto él, dicho sea de paso). Aunque la acusación bien podía ser cierta, los romanos no habrían necesitado tal pretexto: ya hemos visto que miraban con simpatía las oligarquías locales y derrocaban las democracias cuando tenían opción de ello.

Lejos de convertirse en un resentido dedicado a rememorar las glorias del pasado, Aníbal se dedicó a hacer reformas que mejoraron la economía de Cartago. Para su desgracia, al mismo tiempo se debatía contra él en el senado de Roma. Escipión defendió a su viejo enemigo, pero no pudo hacer nada. Quien con más vehemencia habló contra él fue Marco Porcio Catón, el mismo que años más tarde pronunciaría con odio la frase que llevó a la Tercera Guerra Púnica: Delenda est Carthago, «Cartago debe ser destruida».

En el año 195, una comisión de triunviros salió de Roma para acusar a Aníbal y exigir su entrega. Para entonces, ya había dejado de ser sufete. Aunque conservaba mucha influencia en la ciudad, también tenía enemigos. Temiendo por su vida, huyó de la ciudad de noche, tomó un barco en una propiedad costera que poseía cerca de Tapso y navegó lo más lejos posible. Primero arribó a Tiro y luego a Siria, buscando a Antíoco III.

Hizo bien. Seguramente sus compatriotas lo habrían entregado a los romanos, y habría acabado sus días en cautiverio como Sífax, o ejecutado en la claustrofóbica celda del Tuliano tal como le ocurriría tiempo después al caudillo galo Vercingetórix. Un destino indigno de él.

En su ausencia, los cartagineses demolieron su mansión y confiscaron sus propiedades. Sin embargo, gracias a las reformas de Aníbal la ciudad volvió a prosperar. El país seguía siendo muy fértil y los púnicos conservaban su talento para los negocios. En 185, Cartago ofreció a Roma liquidar de golpe la deuda, aunque los romanos se negaron: querían recordar a los cartagineses todos los años que los habían derrotado.

Mientras tanto, Aníbal actuó como asesor para Antíoco en la guerra que libró contra los romanos. Cuando el rey seléucida terminó derrotado y hubo de firmar el tratado de Apamea en 188, una de las exigencias de los romanos fue que les entregara a Aníbal.

Éste huyó de nuevo. Primero se instaló en Creta, después en Armenia y por último en el reino de Bitinia, donde el rey Prusias lo contrató como almirante. Aníbal venció en una batalla naval contra las fuerzas de Eumenes de Pérgamo recurriendo a una mezcla de guerra química y biológica: introdujo serpientes venenosas en vasijas de barro y las lanzó contra los barcos enemigos, lo que sembró el pánico entre sus tripulantes.

Pero la persecución de Roma era implacable. En 183, unos embajadores llegaron a Bitinia y le exigieron a Prusias la entrega del cartaginés. Aníbal, que tenía sesenta y cuatro años, tal vez estaba cansado de huir o no tuvo ocasión de adelantarse. Antes que convertirse en prisionero, prefirió ingerir veneno y murió.

Según la tradición, fue enterrado no muy lejos de allí. A finales del siglo II d.C., el emperador Septimio Severo restauró su tumba con gran lujo. Tenía sus razones: Septimio era romano y al mismo tiempo africano, pues había nacido en Leptis Magna. En esa época, Aníbal ya se había transformado en mucho más que una leyenda para quienes habían sido sus enemigos. Al fin y al cabo, si lo recordamos con sus luces y sus sombras es gracias a los romanos.

Diez años antes, mientras Aníbal residía en la corte de Antíoco, había llegado una embajada de Roma. Entre los senadores que la formaban se hallaba Escipión Africano. Los antiguos rivales se entrevistaron cordialmente. En cierto momento, Escipión preguntó a Aníbal: «¿Quién crees que ha sido el más grande general de la historia?». «Sin dudarlo, Alejandro Magno», respondió Aníbal. «¿Y el segundo?». «Pirro, rey del Epiro». «¿Y el tercero?». «Yo», contestó Aníbal. «¡Por los dioses! ¿Qué habrías dicho entonces si me hubieras derrotado a mí?», preguntó Escipión. «En ese caso, me habría colocado a mí el primero, por delante de todos los demás generales».

La respuesta era una forma de reivindicarse y al mismo tiempo halagar a Escipión. Tito Livio interrumpe aquí la anécdota, pero me imagino a aquellos dos generales, los mejores de su tiempo y dignos de figurar en todos los libros de táctica y estrategia, chocando sus copas y brindando por los viejos días de gloria.