El cruce de Los Alpes

¿Por qué Aníbal decidió invadir Italia por tierra y no por mar, puesto que Cartago era por tradición una potencia marítima?

Influyó en ello el ejemplo de su padre Amílcar, que había luchado con tropas de tierra en Sicilia y no llegó a librar ninguna batalla naval. Además, en 218, Cartago sólo disponía de unas ochenta naves de guerra en condiciones de combatir.

Es cierto que, con los fondos obtenidos gracias a las minas de España, Cartago habría podido armar otra flota: con unos sistemas de montaje casi industriales, era posible construir barcos a gran velocidad. Sin embargo, al perder las tres grandes islas del Mediterráneo, Cartago ya no conservaba tanto interés en mantener una marina de guerra tan grande como antes.

Por otra parte, la estrategia terrestre debió de ser elección del propio Aníbal. En la Primera Guerra Púnica, tanto romanos como cartagineses sufrieron terribles desastres en el mar. Los romanos perdieron setecientos barcos y los cartagineses quinientos, en batallas pero sobre todo en naufragios.

Aunque en la guerra no hay más remedio que contar con la fortuna, sospecho que a Aníbal le habría gustado más jugar al ajedrez, donde el azar se reduce al mínimo, que al póquer. Poner un ejército de cincuenta mil hombres bien adiestrados y prácticamente insustituibles en una flota para cruzar el Mediterráneo era arriesgarse a perderlos a todos o a casi todos en una sola tormenta, o en una batalla naval donde se lucharía cubierta por cubierta y él no podría aplicar sus tácticas a gran escala.

En la primavera de 218, la guerra ya estaba declarada abiertamente. Los cónsules de aquel año eran Publio Cornelio Escipión y Tiberio Sempronio Longo. Dispuestos a llevar el conflicto en dos escenarios, los senadores encargaron a Escipión la guerra en España y a Sempronio le otorgaron el gobierno de la provincia de Sicilia con la mirada puesta en África.

Los planes de Roma parecían claros: Escipión «clavaría» a Aníbal en España, mientras Sempronio invadiría África y asediaría Cartago para rendirla por hambre, cosa que podría hacer gracias a los ciento sesenta quinquerremes que le habían asignado.

Para empezar, se reclutaron seis legiones. Cada cónsul recibió dos, y las dos restantes se le entregaron al pretor Lucio Manlio para que se dirigiera con ellas a la Galia Cisalpina.

Precisamente allí acababa de estallar una nueva revuelta de los boyos y los insubres, indignados porque cada vez había más colonos romanos ocupando sus tierras. Los galos atacaron las nuevas colonias de Placentia y Cremona, y al acudir en su auxilio el pretor Manlio perdió más de mil hombres en dos emboscadas. Ante aquel contratiempo, el senado reclutó una legión más y se la encomendó a otro pretor para que acudiera en su auxilio.

Mientras los romanos hacían sus preparativos, Aníbal no se quedó quieto. Durante la Primera Guerra Púnica, los cartagineses habían mantenido una actitud casi pasiva, respondiendo a las maniobras de Roma. Pero ahora no sería así, y Aníbal actuaría de forma tan agresiva como los romanos, devolviéndoles su misma moneda. Seguramente había previsto los movimientos de sus enemigos: un ataque a sus bases en España y al mismo tiempo una invasión de su patria. ¿Cómo iban a esperar que él tuviera la osadía de dirigirse al corazón de sus dominios?

Osadía era, sin duda. Pero Aníbal estaba bien informado de la red de alianzas de Roma. Confiaba, en primer lugar, en que los galos del valle del Po le brindarían su ayuda, pues aborrecían a los romanos. También esperaba que los aliados más recientes y forzosos de Roma, como los samnitas o los pueblos griegos del sur de Italia, cambiaran de bando. Para ello, tenía que demostrar que él era capaz de derrotar a los invencibles romanos en campo abierto.

Y estaba convencido de que podía hacerlo.

A finales de la primavera de 218, Aníbal salió de Cartago Nova. Llevaba con él un inmenso ejército: noventa mil soldados de infantería, doce mil de caballería y treinta y siete elefantes. Era un poco tarde, pues al ritmo normal de marcha se le echaría encima el invierno cuando llegara al norte de Italia, una mala época para hacer la guerra. Pero Aníbal quería conocer las maniobras de sus enemigos antes de llevar a cabo las suyas, y por eso se retrasó.

Dos meses después, llegó a los Pirineos, tras sojuzgar toda la región al norte del Ebro. Allí dejó tropas como guarnición del territorio recién conquistado, y cruzó los Pirineos con una fuerza más reducida: cincuenta mil infantes y nueve mil jinetes.

Con esa hueste avanzó por el sur de la Galia. En lugar de seguir la ruta costera, más sencilla, marchó tierra adentro. Tras los Pirineos, el obstáculo más importante era el Ródano, con más de doscientos metros de ancho y muy caudaloso. El cruce resultó muy complicado. Tuvieron que recurrir a botes y balsas que les vendieron las tribus que vivían al oeste del río. Pero los pueblos que habitaban al otro lado eran hostiles, y los hombres de Aníbal se vieron obligados a combatir contra ellos.

Lo más difícil, no obstante, fue conseguir que los elefantes cruzaran la corriente. Para ello, tuvieron que engañarlos de una forma muy ingeniosa. Armaron balsas grandes y muy sólidas para aguantar el peso de los paquidermos y las ataron juntas a la orilla, construyendo una especie de puente que avanzaba hacia el centro de la corriente. Después las recubrieron con tierra, de modo que parecieran un camino.

La comitiva la abrieron dos hembras, a las que siguieron los machos hasta el final del puente. Al llegar a las últimas balsas, los cartagineses cortaron las amarras que las unían al resto de la pasarela y empezaron a remar hacia la otra orilla.

Aun así, algunos elefantes se asustaron, empezaron a dar vueltas y pisotones e hicieron zozobrar las almadías. Sus mahouts se ahogaron, pero ellos se salvaron cruzando el río a nado y respirando en todo momento gracias a sus trompas.

Cuando Escipión llegó tres días después al Ródano con la intención de interceptar a Aníbal, descubrió que éste se le había adelantado. Entonces decidió enviar a su hermano Cneo a España con su ejército, y él regresó a Italia en barco para hacerse cargo de las dos legiones situadas en el valle del Po. Al mismo tiempo, el senado hizo volver a Sempronio de Sicilia, abortando de momento la invasión de África.

Aníbal prosiguió su viaje hacia el norte durante unos días. A estas alturas, lo acompañaban treinta y ocho mil infantes y ocho mil jinetes. Las batallas, las guarniciones que debía dejar por el camino, las privaciones y las deserciones estaban quitándole efectivos, pero seguramente lo tenía previsto: la propia marcha, con una media de veinte kilómetros al día, más las escaramuzas que libraban servían para endurecer y adiestrar a sus tropas. En cierto modo, se trataba de la supervivencia del más fuerte.

A principios del mes de noviembre, los cartagineses giraron por fin hacia el este y acometieron la subida de los Alpes. Se ha discutido mucho qué paso tomaron, y probablemente nunca se sabrá.

¿Por qué se desvió tanto hacia el norte? La ruta más fácil lo habría llevado siguiendo la costa, por los llamados Alpes Marítimos, que es el lugar por donde corre la autopista que lleva a Italia por Provenza.

Pero habría corrido el riesgo de enfrentarse con los romanos antes de tiempo. También estaba la amenaza de los ligures, un pueblo montañés muy salvaje al que los romanos no consiguieron sojuzgar hasta la época de Augusto. Por otro lado, Aníbal no llevaba flota, y los romanos sí tenían, de modo que viajar cerca del mar acarreaba sus peligros. Así que optó por lo inesperado y difícil y se dirigió al norte.

La travesía de los Alpes fue una empresa muy complicada. El ejército tenía que viajar por los valles fluviales, pero resultaba muy fácil perderse en gargantas sin salida o ser arrastrados por las aguas en cualquier crecida. Mientras viajaban, para colmo, los púnicos sufrían emboscadas constantes de las tribus que habitaban las montañas, sobre todo los belicosos alóbroges.

Por si esto fuera poco, los problemas para abastecerse se multiplicaban. Los soldados de Aníbal debían cargar con sus propios alimentos, pues a partir de cierta altitud no crecía vegetación que forrajear y las tribus con que se encontraban apenas tenían para subsistir. Todo eso, para colmo, mientras atravesaban zonas cubiertas de nieve, bajo un frío intenso que aumentaba las necesidades calóricas del organismo.

Tras coronar el paso nueve días después, Aníbal dio un descanso a sus tropas y las arengó, aprovechando que desde las alturas ya se divisaba la llanura del Po. Después emprendieron el descenso, pero los últimos días de viaje resultaron más peligrosos todavía. El camino era más escarpado, y el hielo y la nieve lo hacían tan resbaladizo que muchos hombres y bestias perecieron cayendo al vacío.

Hubo un punto en que se encontraron atascados por culpa de un corrimiento de tierras. Tuvieron que excavar para abrir un camino, y aunque al día siguiente los animales de carga y los caballos ya podían pasar, hicieron falta tres días más para abrir hueco a los elefantes. Para romper algunos peñascos, los cartagineses prendieron hogueras hasta calentarlas y luego les echaron vinagre encima, lo que disolvió la calcita de la roca lo suficiente para ablandarla y poder abrirla con palancas de hierro.

Por fin, quince días después de haber emprendido el cruce de los Alpes y cinco meses después de partir de Cartago Nova, el ejército llegó a la llanura del norte de Italia. En ese momento, Aníbal pasó revista a sus tropas. Tan sólo le quedaban veinte mil soldados de infantería y seis mil de caballería.

No hay que pensar que todos los que faltaban habían muerto: las deserciones fueron la principal causa de las bajas. Una pista la sugiere el número de jinetes, que se había reducido mucho menos que el de infantes. Los soldados de caballería cobraban más, formaban una élite y estaban más comprometidos con su general, lo que explica que no abandonaran con tanta facilidad.

En general, se considera el paso de los Alpes una empresa épica, sobre todo por el asombro que causó entre los romanos, que no se esperaban una maniobra así. Pero no debía de ser una misión imposible, ya que por esos mismos pasos llegaban invasiones constantes: por allí habían entrado los celtas que ocuparon la Galia Cisalpina hacia el año 400, y también los gesatas que vinieron desde el oeste en 225 para ayudar a los insubres y a los boyos.