La guerra naval

Durante el siglo V y buena parte del IV, la nave de guerra que dominó el Mediterráneo fue un tipo de galera denominado trirreme. Medía entre treinta y treinta y cinco metros de longitud o eslora por seis metros de anchura o manga. Derivaba de un viejo modelo llamado pentecontera, que tenía cincuenta remeros, veinticinco por cada lado, sentados en sendas hileras.

El trirreme fue la respuesta a la cuestión de cómo incrementar la propulsión de la pentecontera añadiendo más remeros sin aumentar demasiado el tamaño del barco. La solución fue instalar no una hilera de remos en cada borda, sino tres, cada una de ellas a una altura diferente. Los remeros viajaban hacinados y tenían que adiestrarse para bogar todos al mismo ritmo y evitar que las palas chocaran entre sí; pero el resultado fue que el trirreme navegaba más rápido que la pentecontera y no tardó en sustituirla como nave básica de las flotas de guerra.

En aquella época existían dos formas de combate. Una consistía en embestir a los barcos enemigos con el espolón, una prolongación de la proa reforzada con chapas de bronce y unida a la quilla, aunque no formaba parte de ella. El espolón, que podía pesar hasta media tonelada, tenía como misión practicar un boquete en el casco de la otra nave, a ser posible en un ángulo bastante abierto para que el agujero fuera lo más alargado posible.

Después del impacto, el barco agresor se apartaba, ciando hacia atrás o virando a un lado, y el atacado empezaba a llenarse de agua y se iba a pique. Normalmente, no se hundía del todo, ya que las naves de guerra no llevaban lastre y todas las piezas eran de madera. Pero el trirreme que había sufrido la embestida quedaba fuera de combate. Buena parte de sus tripulantes se ahogaban en la bodega, o bien morían en el agua, alcanzados por las flechas y lanzas que les disparaban desde las bordas de los navíos enemigos.

La otra forma de combatir consistía en lanzarse al abordaje. Las galeras también tenían mástiles y velas, pero los capitanes los dejaban en tierra antes de la batalla y confiaban sólo en los remos: la clásica imagen del pirata de las películas columpiándose de un barco a otro como Tarzán nunca se habría visto en la Antigüedad.

Para el abordaje utilizaban garfios, atados a cuerdas o en el extremo de largos bicheros. Con ellos se enganchaban a la borda del otro barco, saltaban de una nave a otra y combatían sobre la cubierta.

El abordaje era una táctica apropiada para barcos más grandes, que tenían el bordo más alto —siempre es mejor saltar desde arriba— y llevaban más soldados en la cubierta. En cambio, la embestida con el ariete exigía tripulaciones mejor adiestradas y naves más ligeras y nuevas —cuanta más agua empapaba la tablazón, más pesaba el trirreme—. Además, se corría el riesgo de ser abordados por un barco que tuviera más guerreros a bordo.

Los atenienses se convirtieron en maestros del ariete, gracias a que los ingresos que obtenían de su pequeño imperio les permitían pagar un sueldo a los ciudadanos más humildes para que se entrenaran constantemente. Otros pueblos menos marineros, como los romanos, confiaron más en la fuerza bruta y en la técnica del abordaje.

En la época de las guerras púnicas el trirreme seguía existiendo, pero en las flotas abundaban más los quinquerremes. El nombre puede hacer pensar que, si los trirremes tenían tres niveles de remos con un solo remero en cada banco, el quinquerreme llevaría cinco bancadas de remos y por tanto cinco «pisos» dentro de la bodega.

Esto habría resultado poco práctico por razones de pura ingeniería. La solución que idearon los antiguos era distinta: en la bancada inferior había un remero, en la intermedia dos que manejaban un mismo remo y en la superior otros dos. Dos hombres en un mismo banco todavía pueden remar sentados con comodidad. A partir de tres, los que están más cerca del extremo del remo tienen que levantarse, como se hacía en las galeras de la Edad Media y el Renacimiento, y también en los monstruosos barcos de miles de remeros que construyeron algunos reyes helenísticos.

En resumen, el quinquerreme era un trirreme mejorado, con más remeros y por tanto más empuje. Eso permitía una construcción más sólida y también llevar más peso en la cubierta, lo que se traducía en más soldados e incluso en máquinas de guerra a bordo.

La contrapartida era que los remeros, un 40 por ciento más que en un trirreme, viajaban todavía más hacinados, ya que el espacio no era mucho mayor.

Al estar la bodega tan llena, apenas había sitio en ella para transportar alimentos o bebida. El poco espacio de que disponían lo llenaba sobre todo el agua potable. Es comprensible: imaginemos a más de trescientos hombres remando en pleno verano en un espacio equivalente a tres autobuses puestos en fila. Obviamente, cada uno de ellos perdía varios litros de líquido. Había que reponerlo constantemente para que no se deshidrataran y cayeran de bruces sobre el remo.

En cuanto al olor, es mejor no pensar mucho en él. En 1987 se botó la Olympias, un trirreme que navegó durante varios años y que ahora se exhibe en dique seco en el puerto de Atenas. Cuando estaba en pruebas, había que limpiarlo a fondo con agua de mar cada cinco días, porque el hedor resultaba insoportable para los voluntarios que remaban en él.

Tal vez los antiguos fueran más tolerantes a estos olores. Aun así, la bodega de un quinquerreme, más atestada todavía que la de la Olympias, debía ser un infierno sofocante y saturado de CO2. Por supuesto, no había cuarto de baño. En algunas comedias antiguas se hacen bromas de mal gusto sobre los infortunados que remaban abajo y sobre los que caía… todo lo que tuviera que caer; es mejor no dar más detalles.

El poco espacio limitaba las provisiones, lo que a su vez recortaba el alcance de las naves de guerra. Siempre que era posible, las galeras tocaban tierra cada noche y sus tripulantes las varaban en la playa. Por supuesto, si la flota se encontraba en territorio hostil todo resultaba más complicado.

Esto explica que las batallas navales se libraran a poca distancia del litoral, y que muchos de los hombres que naufragaban se salvaran a nado…, siempre que la orilla estuviese en manos de los suyos y no del enemigo.

En ese sentido, Sicilia era un teatro muy adecuado para operaciones navales, ya que se hallaba al alcance de las flotas romanas que venían desde Italia y de las cartaginesas que lo hacían desde el norte de África; aunque este último viaje era más largo y arriesgado. Cuando una tormenta sorprendía a una flota en alta mar, las bajas humanas se contaban por miles o incluso decenas de miles. Y eso ocurrió varias veces durante esta guerra.

En el año 261, nadie había construido quinquerremes en Italia. Para fabricarlos, los romanos tomaron como modelo un barco cartaginés que habían capturado tres años antes, cuando Apio Claudio y sus dos legiones cruzaron el estrecho de Mesina. Con ese quinquerreme practicaron la denominada «ingeniería inversa», esto es, tomar un producto ya acabado y desmontarlo pieza por pieza para descubrir cómo se ha construido.

En realidad, podrían haber elegido como modelo algún quinquerreme de su nuevo aliado, Siracusa. Pero los romanos debieron de pensar que las naves cartaginesas eran mejores, o tal vez que resultaba más fácil construirlas. Según Plinio el Viejo, pasaron tan sólo dos meses desde que se cortaron los árboles hasta que la nueva flota estuvo terminada; proeza que él califica de mirum, «maravillosa».

¿Típica exageración de los antiguos? Tal vez. Pero hay una prueba fascinante que sugiere que tanto romanos como cartagineses podían fabricar naves de guerra en mucho menos tiempo del que se creía hasta hace poco. Dicha evidencia se encuentra precisamente en el bastión inexpugnable de los cartagineses en Sicilia. Se trata de Lilibeo, la actual Marsala, tan célebre por su vino y las salsas que se preparan con él.

Las galeras no llevaban más lastre que los propios remeros, por lo que no llegaban a sumergirse hasta el fondo del mar. Debido a eso, no se han hallado restos de naufragios, mientras que sí tenemos pecios de barcos mercantes, pues las mercancías y en ocasiones las piedras que llevaban en las bodegas los hundían a plomo.

La evidencia de la que hablamos es la excepción. En 1971, al norte del puerto de Lilibeo, se encontró parte del casco de una nave de guerra. Los restos, que ahora se exhiben en un museo construido ex profeso para tal fin, se han fechado en torno al año 250 a.C., durante la Primera Guerra Púnica. No se trata de un quinquerreme, sino de un barco menor, pero los principios de construcción son básicamente los mismos.

Lo más llamativo de este pecio es que en las cuadernas hay marcas grabadas y letras pintadas, que recuerdan las que hoy día encontramos en los muebles desmontables que se compran en las grandes superficies. Eso indica que las piezas debían construirse en serie no para un solo barco, sino para muchos, y que la fabricación de naves de guerra en Cartago se realizaba a gran escala. (Se sabe que el barco era cartaginés porque las letras son fenicias).

Quizá los romanos decidieron imitar a los púnicos y no a los siracusanos precisamente porque el proceso de fabricación de sus naves era más rápido. Como fuere, no tardaron en tener lista aquella flota. Para equiparla, necesitaban más de treinta y cinco mil hombres, que reclutaron entre sus aliados, y también entre los ciudadanos romanos con un patrimonio inferior a cuatrocientos ases, los proletarios. Mientras los barcos se construían, estas tripulaciones entrenaban sentados en largos bancos y remando… en el aire. La imagen, sin duda, debía de resultar curiosa.