Antíoco el Grande y la batalla de Magnesia

En el año 194, las últimas tropas romanas evacuaron Grecia. Ya en la capital, Flaminino pudo celebrar un triunfo apoteósico que duró tres días.

Roma no tardó en volver a inmiscuirse en los asuntos griegos. Ya hemos hablado de Antíoco III el Grande —epíteto que él mismo se otorgó, como haría siglo y pico después Pompeyo—. Poco antes del año 200, el rey seléucida se había lanzado a una campaña en el este destinada a emular las proezas de Alejandro. Gracias a sus victorias, consiguió anexionarse Armenia, convirtió Partia y el país de los grecobactrianos en reinos vasallos y pactó con los Mauryas que gobernaban en la India. Merced a todo ello, Antíoco mandaba o al menos ejercía soberanía nominal sobre un territorio inmenso, desde el Mediterráneo y el mar Negro hasta el actual Pakistán.

Pero la ambición de Antíoco no se limitaba al este. En 196, asesorado por Aníbal, se dedicó a atacar las posesiones de los Ptolomeos en Asia Menor, y también intervino en Tracia, región europea que pertenecía a Macedonia.

Roma advirtió a Antíoco: «No te atrevas a pisar Europa». Pero en este caso intervino la Liga Etolia, que había sido aliada de los romanos en sus guerras contra Macedonia, y que ahora animó a Antíoco a invadir Grecia.

Los miembros de la liga estaban muy descontentos con Flaminino, ya que habrían querido que derrocara a Filipo y destruyera el reino de Macedonia. Como el procónsul había entablado cierta amistad con Filipo durante las negociaciones del tratado de paz, los etolios interpretaban que se había dejado sobornar por él. Ahora, dispuestos a acabar por fin con los macedonios, hicieron creer a Antíoco que, en cuanto plantara sus estandartes en Grecia, todo el país se alzaría en armas contra los romanos.

En el año 192, el rey seléucida cruzó de Asia a Europa con diez mil hombres. Para su desgracia, el levantamiento masivo que le habían prometido no llegó a producirse. Tan sólo consiguió la ayuda de la Liga Etolia. La Liga Aquea, que hasta entonces había sido antirromana, cambió de bando. Además, la República pudo contar con la colaboración de Filipo V. El macedonio no actuó así sólo por honrar el tratado: Antíoco era una amenaza directa para él.

Al año siguiente, Antíoco trató de hacerse fuerte en el paso de las Termópilas. Pero el cónsul Acilio Glabrio actuó como los persas en 480, rodeó su posición por los montes y le infligió una severa derrota.

Antíoco se retiró a Asia, convencido de que los romanos no lo seguirían. Pero se equivocaba. En el año 190, Lucio Cornelio Escipión obtuvo el consulado, y el senado le encomendó llevar adelante la guerra contra Antíoco. Algunos senadores no confiaban demasiado en él para esta tarea, pero cedieron cuando su hermano Publio, el vencedor de Aníbal, se comprometió a acompañarlo como legado.

Ese mismo año, ambos Escipiones y su aliado, el rey Eumenes de Pérgamo, se enfrentaron a Antíoco en Magnesia del Sipilo, en el antiguo reino de Lidia.

Antíoco desplegó un gran ejército, setenta mil hombres según Tito Livio. La cifra puede ser exagerada y tal vez haya que reducirla a poco más de cincuenta mil, que también supone un número más que considerable.

En cualquier caso, se trataba de una hueste abigarrada que ofrecía un aspecto impresionante. En el centro, aparte de dieciséis mil infantes armados con largas sarisas, el rey había dispuesto unos cincuenta elefantes de guerra, repartidos por la primera línea como torreones que sobresalían por encima de la muralla erizada de lanzas. Cada animal llevaba sobre el lomo una torreta de madera y cuero, atada con correas y cadenas, y en ella viajaban cuatro hombres armados con proyectiles: encaramados a tres metros del suelo, su posición era privilegiada para disparar sobre el enemigo.

Además, en cada uno de los flancos formaban mil quinientos jinetes gálatas recubiertos de hierro de los pies a la cabeza y con monturas también blindadas, los llamados «catafractos». Había otras unidades de caballería pesada y ligera, y arqueros árabes montados en dromedarios.

La pieza más siniestra de este pintoresco repertorio eran los carros falcados, vehículos de combate que llevaban hoces metálicas en los cubos de las ruedas, destinados a cortar las piernas de los soldados enemigos y a desjarretar a sus caballos.

Según el recopilador de anécdotas Aulo Gelio, Antíoco, ensoberbecido por la espléndida visión de sus tropas, preguntó a su asesor Aníbal si aquel ejército le parecía suficiente para vencer al enemigo. El cartaginés contestó con bastante retranca: «¡Sí! Aunque los romanos son insaciables, creo que con éstos tendrán bastante».

Frente a los hombres de Antíoco, los hermanos Escipión desplegaron el típico ejército consular, con las dos legiones romanas en el centro y las alae a los lados. Aparte de estos veinte mil hombres, contaban con aliados de diversas procedencias hasta sobrepasar los treinta mil efectivos.

También traían dieciséis elefantes africanos, entregados por su aliada —forzosa— Cartago. Pero los Escipiones decidieron dejarlos en reserva, ya que eran más pequeños que sus parientes indios del ejército de Antíoco y, según Livio, luchaban con menos determinación. De haberlos puesto en vanguardia, seguramente se habrían desbocado al enfrentarse contra los paquidermos enemigos y habrían causado más daños entre sus propias filas que entre las rivales.

El día había amanecido brumoso, con bancos de niebla que dificultaban la visibilidad y parecían repartir el campo de batalla en secciones independientes, casi estancas. Aquello favorecía la moral de los romanos, ya que les impedía apreciar la superioridad numérica del enemigo.

El clima les otorgó otra ventaja más a los romanos. La humedad relativa del aire era muy alta, un inconveniente para todos: en esas circunstancias la atmósfera no admite apenas más agua, lo que dificulta la transpiración y aumenta la sensación de calor. Pero esa humedad afectaba más al armamento de los hombres del rey seléucida, pues destensaba las hondas de cuero de sus soldados rodios y las correas que muchos de sus soldados de infantería ligera utilizaban para propulsar las jabalinas. También afectaba a las cuerdas de los arcos: Antíoco tenía miles de arqueros a pie y a caballo, como había sido habitual en los ejércitos persas y como lo sería en los partos.

La batalla empezó con ataques de caballería por ambos flancos. En la derecha, Antíoco se abalanzó como un nuevo Alejandro contra el ala izquierda de los romanos. Allí los Escipiones sólo habían apostado cuatro unidades o turmae de caballería, mil doscientos jinetes, ya que consideraban que el río que bordeaba el campo de batalla les ofrecía suficiente protección.

Con la superioridad numérica que le daban sus auxiliares y sus catafractos blindados, Antíoco atacó a estas cuatro turmas de frente y de flanco. No tardó en ponerlas en fuga, y también a las unidades de infantería que las apoyaban. Pero, en lugar de aprovechar para cargar a continuación contra las alas o la retaguardia de la infantería pesada enemiga, el rey seléucida siguió adelante en la persecución y cabalgó hacia el campamento donde pretendían refugiarse las tropas derrotadas.

Puede parecer una maniobra extraña. ¿Buscaba el saqueo más que la victoria? Seguramente, Antíoco pretendía tomar el campamento y destruirlo para impedir así que los romanos tuvieran un lugar seguro donde refugiarse cuando consiguiera vencerlos.

Al cargo del campamento se había quedado un tribuno militar llamado Marco Emilio. En lugar de aguardar tras la empalizada, sacó a los dos mil soldados de la guarnición, voluntarios macedonios y tracios que se habían unido a la expedición de los Escipiones.

Cuando los hombres que huían de Antíoco a pie y a caballo llegaron despavoridos, Marco Emilio intentó que rehicieran su formación. No le fue fácil: como suele ocurrir con guerreros que han sufrido una derrota, aunque sea parcial, eran presa del pánico y venían desorganizados. Por orden del tribuno, los guardias del campamento hirieron e incluso mataron a muchos de sus compañeros que pretendían entrar en tropel en la empalizada. Algunos se dieron la vuelta y corrieron hacia la hueste de caballería que los perseguía; pero otros, por fin, recuperaron la disciplina y formaron filas.

Mientras tanto, en el otro flanco, Seleuco, hijo de Antíoco, mandó por delante los carros falcados, y detrás el grueso de su caballería, que incluía a los otros mil quinientos catafractos y a los árabes montados en dromedarios.

Aquel ataque masivo no iba dirigido contra los legionarios del centro, sino contra la caballería y las tropas auxiliares que protegían el flanco derecho del ejército romano. Allí tenía el mando Eumenes, rey de Pérgamo, que formaba con su propia caballería, con jinetes romanos y con diversas unidades de infantería ligera.

Al ver lo que se les venía encima, Eumenes ordenó a todos los hombres armados con proyectiles que se colaran entre los carros esquivando las hoces de metal. Así lo hicieron, tanto a pie como a caballo, y lanzaron una granizada de jabalinas, flechas, piedras y bolas de plomo contra los caballos que tiraban de los vehículos.

Aquello provocó el caos. Los aurigas de los carros no pudieron controlar a sus caballos, que empezaron a chocar entre sí y luego se lanzaron desbocados contra los dromedarios, los más cercanos en la formación. Cuando éstos se unieron a la estampida, la siguiente unidad en sufrir por culpa de los carros falcados fue la de los catafractos: sus caballos estaban cubiertos de pesadas cotas de malla que impedían sus movimientos y los hacían mucho más lentos.

En realidad, Antíoco se había empeñado en utilizar un arma obsoleta. El carro de guerra había dominado los campos de batalla durante la Edad de Bronce, pero los intentos de resucitarlo habían resultado inútiles: Darío en la batalla de Gaugamela y su sucesor Artajerjes en Cunaxa también recurrieron a los carros falcados, y en ambos casos cosecharon sonoros fracasos.

Debido al caos ocasionado por los carros, toda el ala izquierda de los seléucidas se desplomó como un castillo de naipes. La última unidad en caer fue la de los catafractos: cuando las tropas auxiliares que protegían su flanco pusieron pies en polvorosa y la caballería romana se precipitó sobre ellos, no resistieron la primera embestida. Algunos huyeron y otros, entorpecidos por sus pesadas armaduras, fueron alcanzados y alanceados o pasados a espada.

De este modo, la falange de sarisas de Antíoco quedó en el centro del campo de batalla con ambos flancos desasistidos. Sus sintagmas estaban más compactos que en otras ocasiones, pues tenían hasta treinta y dos filas de profundidad. Y todavía se apretaron más, pues recibieron al mismo tiempo el asalto de los legionarios, que corrieron hacia ellos de frente lanzando los pila, y de la caballería romana, que los atacó por el lado izquierdo y la retaguardia.

Como había ocurrido en Cinoscéfalas, la falange se encontró en graves apuros al sufrir ataques por varios frentes. Los hoplitas que la formaban proyectaron las sarisas en todas las direcciones y desafiaron a los romanos a que cargaran contra ellos cuerpo a cuerpo. Pero los soldados de los Escipiones, tanto jinetes como legionarios y vélites, prefirieron mantener la distancia y castigarlos con una lluvia constante de proyectiles: los hoplitas estaban tan juntos, hombro contra hombro, que resultaba prácticamente imposible fallar los disparos.

Desamparados por el resto de las tropas seléucidas, que habían sido desbaratadas, los diez batallones de sarisas intentaron retroceder y regresar a su propio campamento unidad por unidad. Pero los elefantes apostados dentro de la falange, acosados por los disparos, la presión de sus propias fuerzas y la excitación del combate, se desbocaron y terminaron de sembrar el desorden en las filas que hasta entonces se habían mantenido organizadas. La retirada se convirtió en desbandada, y la batalla en matanza. Los romanos masacraron a los falangitas y tomaron su campamento, donde la sangre corrió en torrentes.

Mientras tanto, Antíoco estaba fracasando en su intento de asaltar la empalizada romana, pues el tribuno y los hombres que la defendían habían recibido el refuerzo de Átalo, hermano de Eumenes, con doscientos jinetes más.

Desde las inmediaciones del campamento romano, Antíoco se volvió hacia el campo de batalla, que estaba más bajo, y examinó el panorama. Pese a la distancia, el aire se había despejado lo suficiente como para apreciar el alcance del desastre sufrido por su grandioso ejército. El terreno estaba sembrado de cadáveres de hombres, caballos y elefantes, casi todos ellos seléucidas.

El monarca que se hacía llamar el Grande comprendió que aquél no era su día, y ordenó retirada a su caballería. En lugar de regresar a su campamento, que estaba siendo asaltado por los legionarios, Antíoco se dirigió a Sardes, capital del antiguo reino de Lidia, donde llegó casi a medianoche.

Los libros de historia suelen narrar la batalla de Magnesia muy por encima, tal vez porque no nos ha llegado la versión del fiable Polibio y nos tenemos que conformar con los relatos de Tito Livio y Apiano. Según estos dos autores, en el ejército de Antíoco perecieron cincuenta mil hombres. Una cifra muy exagerada, que como mucho podemos aceptar si contamos por igual los muertos, los heridos y los que abandonaron el campo de batalla y no regresaron a las filas del rey.

Aunque las bajas enemigas no ascendieran a tanto, lo cierto fue que los hermanos Escipión y sus hombres consiguieron una de las victorias más importantes de la historia de la República. Magnesia supuso el final de la «grandeza» de Antíoco, y fue también la primera vez que las legiones plantaron sus estandartes en Asia.

Tras aquella aplastante derrota, Antíoco comprendió que era imposible vencer a los romanos. En 188 se firmó la paz en la ciudad de Apamea. Las condiciones eran humillantes, pero al rey seléucida no le quedó más remedio que aceptarlas. Por el tratado, tuvo que renunciar a casi toda Anatolia al norte y al oeste de los montes Tauro, lo que significaba que sólo conservaba Cilicia.

También se le prohibía mantener una flota en el Egeo, reclutar mercenarios en Grecia o adiestrar elefantes de guerra. Para colmo, como solía ocurrir con los perdedores, debía sufragar los gastos del conflicto pagando quince mil talentos de plata.

Los romanos no se olvidaron de los etolios, responsables de que Antíoco se hubiera atrevido a invadir Grecia. Ellos tuvieron que pagar mil talentos, la mitad al contado. Puede antojarse una cifra ridícula comparada con la indemnización que abonaron los seléucidas; pero hay que tener en cuenta que Etolia no era tan rica, y que hasta hacía poco tiempo había sido una de las regiones más atrasadas de Grecia.

Aparte de los romanos, el mayor beneficiario de esta breve guerra fue el reino de Pérgamo, que se apoderó de buena parte de Anatolia. De momento, los romanos preferían controlar aquellos territorios tan alejados por medio de países aliados en vez de convertirlos en provincias. Además, al repartir los despojos de Antíoco entre estados pequeños como el propio Pérgamo, Bitinia o el Ponto, la República dejaba claro que quienes se ponían de su parte podían obtener ganancias sustanciosas.

Del mismo modo que su hermano Publio había recibido el sobrenombre de Africano, Lucio ganó el de Asiático gracias a su magnífica victoria en Magnesia y pudo celebrar un triunfo merecido por las calles de Roma. Sin embargo, como ya comentamos al hablar del final de la Segunda Guerra Púnica, tanto él como Publio fueron acusados de apropiación indebida. El caso se prolongó durante varios años, y Lucio se vio obligado a vender sus propiedades para pagar la multa que le impusieron y evitar la prisión. No obstante, se sabe que en 185 su economía se había recuperado lo suficiente como para celebrar con gran esplendor los juegos que había prometido ofrecer si vencía a Antíoco.

No fue el único acusado en esta época. Su sucesor al mando de la campaña de Asia, Cneo Manlio Vulsón, trató de conseguir tanta gloria como él. Antíoco no le brindó la ocasión, pues estaba demasiado escarmentado para entrar en batalla contra él y andaba negociando las cláusulas del tratado de paz.

Manlio Vulsón se volvió entonces contra los gálatas. Éstos eran miembros de una tribu celta que había invadido Asia Menor un siglo antes —el parecido entre los nombres «gálata» y «galo» no es casualidad—. El cónsul logró derrotarlos y regresó a Roma dispuesto a celebrar un triunfo. Pero diversos miembros del senado lo acusaron de haber librado aquella guerra por afán personal de gloria y por conseguir botín, y no por el interés del Estado.

Aunque Vulsón obtuvo al final su triunfo, la oposición que debió superar demuestra que las cosas empezaban a cambiar. Pese a que el ethos romano permitía y alentaba el ansia de fama y honores de sus generales, en algunos casos resultaba evidente que éstos promovían guerras injustificadas o desproporcionadas por alcanzar esa fama y, sobre todo, por el botín. Pues con todas esas conquistas orientales, el dinero entraba a espuertas en Roma. Y la nueva riqueza suponía una corrupción que ya no dejaría de crecer.

Casi un siglo más tarde, Cayo Verres, que fue propretor en Sicilia, comentó con el mayor cinismo que un magistrado nombrado para gobernar una provincia necesitaba conservar el cargo al menos tres años. Durante el primero, robaba y saqueaba para enriquecerse personalmente. En el segundo año, esquilmaba a sus gobernados para pagar las deudas que había adquirido ganándose a los electores mientras trepaba en política. Durante el tercero, hacía acopio de dinero para sobornar a los tribunales cuando regresara a Roma y se enfrentara a un juicio por corrupción.