Patricios y plebeyos
Antes de hablar de los cargos públicos y las asambleas, tenemos que referirnos a la distinción social entre patricios y plebeyos. Se trata de una cuestión que ha hecho correr no ya ríos, sino océanos de tinta. En un nivel muy básico, más bien tosco, existe la creencia de que los patricios eran los nobles, la clase alta y adinerada, y los plebeyos el pueblo llano, la gran masa de gente humilde.
La cuestión resulta mucho más complicada. Veamos primero quiénes eran los patricios.
Etimológicamente, el término deriva de pater, «padre», pues los patricios se decían descendientes de los patres, los fundadores de la ciudad que formaron el primer senado con Rómulo, una cámara de ancianos notables que tan sólo constaba de cien miembros.
Consideremos histórico a Rómulo o no, los patricios descendían de las familias que desde los primeros tiempos intentaron acaparar los principales cargos, tanto políticos como religiosos. En esa lucha de poder se enfrentaron a los últimos reyes, y fueron ellos quienes expulsaron a Tarquinio el Soberbio y propiciaron el nacimiento de la República. Durante el primer siglo de su existencia, prácticamente monopolizaron los cargos. Entre 509 y 483, los patricios ocuparon el 79 por ciento de las magistraturas. Desde 482 hasta 401 la proporción fue mucho más escandalosa: el 95 por ciento.
En su origen, las familias patricias poseían tierras y riquezas, y la mayoría de ellas las conservaron durante los siglos de la República. Pero también hubo algunas que se empobrecieron y se hundieron en la oscuridad con el paso del tiempo, o que tuvieron que emparentar con familias plebeyas adineradas para acrecentar sus ingresos.
Tal fue el caso de Sila, de la ilustre familia de los Cornelios, que sufrió penurias en su juventud y vivió entre actores, prostitutas y danzarines, personajes que no eran precisamente la compañía más estimada por los miembros de su clase. (Sila acabaría convirtiéndose en dictador y defendiendo los derechos de la clase superior contra el pueblo llano: se ve que no guardaba buen recuerdo de sus años de pobreza).
En cuanto a los plebeyos, el término es más vago. La raíz de la palabra aparece en el griego plêthos, «mayoría, muchedumbre», y en el verbo latino compleo, «llenar, completar», por lo que parece referirse al pueblo tomado en su conjunto.
En realidad, los plebeyos se definían por oposición: se llamaba plebeyos a quienes no eran patricios. Los patricios formaban una clase bastante homogénea. Rivalizaban entre sí por los honores y los cargos públicos, pero cerraban filas contra los demás y defendían sus privilegios con uñas y dientes si sospechaban que podían perderlos. Al principio, incluso se trataba de una clase endogámica: el matrimonio legítimo sólo podía celebrarse entre patricios, hasta que la lex Canuleia en el año 445 permitió las bodas legales entre patricios y plebeyos.
En cambio, la clase plebeya formaba una nube mucho más difusa y sus intereses eran variados. En la llamada «lucha de los órdenes», el largo conflicto que los enfrentó contra los patricios durante los primeros siglos de la República, los plebeyos debatieron e incluso pelearon por cuestiones muy distintas.
Es lógico: entre ellos había personas más adineradas que querían acceder a los cargos públicos en igualdad de condiciones con los patricios. Lo consiguieron en 367, con la promulgación de las leges Liciniae Sextiae, que estipulaban que al menos uno de los dos cónsules debía ser plebeyo. Con el tiempo, el resto de los cargos dejaron de ser monopolio de los patricios, incluidos los religiosos: en el año 254 se nombró el primer pontífice máximo plebeyo, Tiberio Coruncanio.
Pero dentro de los plebeyos, aquellos que podían optar a los cargos públicos constituían una minoría, tan sólo la cúspide de la pirámide. A los más humildes, los que vivían cerca de la frontera entre la subsistencia y la miseria, les inquietaban otras cuestiones distintas de las magistraturas.
Sobre todo, les preocupaban el precio de los alimentos, el reparto de tierras y la cancelación de las deudas. Éstas no eran como para tomárselas a broma: el deudor que no pagaba lo que debía podía acabar vendido como esclavo.
¿Por qué contraía alguien débitos que luego no podía pagar? Parece una cuestión muy actual en esta crisis que vivimos, con países enteros entrampados hasta las cejas y un nivel de endeudamiento privado y familiar que está poniendo en peligro nuestras economías.
Muchas de las deudas de hoy día se adquieren para consumir. En la antigua Roma se trataba de una cuestión de supervivencia. Las cosechas podían fallar en cualquier momento, debido a una sequía, un pedrisco o una helada extemporánea. También se perdían por culpa de la guerra: los ejércitos solían devastar los cultivos del adversario o los recolectaban en su propio beneficio y consumían el grano o se lo llevaban.
En los primeros tiempos de la República, desde 508 hasta 384, se produjeron catorce grandes escaseces de alimentos, tan graves que las autoridades tuvieron que adquirir provisiones en Campania y Sicilia a cargo del erario para evitar la hambruna.
La razón es que durante esta época los romanos sufrieron varios reveses militares, y los enemigos arrasaron sus cosechas o se las llevaron. En cambio, a partir del año 384, Roma consiguió que los campos de batalla se encontraran cada vez más lejos de su territorio y que los cultivos devastados o saqueados fueran los de sus adversarios. En general, los romanos lo tenían muy claro: la guerra se hacía en territorio enemigo y servía para saquear, no para ser saqueado.
En estos periodos de escasez, los dueños de grandes tierras, como los patricios y también los plebeyos más adinerados, podían resistir mejor las calamidades gracias a las reservas que almacenaban en sus graneros. Pero los campesinos que poseían parcelas pequeñas eran mucho más vulnerables. Si se perdía una cosecha, no les quedaba más remedio que pedir grano prestado a sus vecinos más ricos para dar de comer a su familia y también para sembrar la cosecha siguiente.
Lo más fácil era que luego no pudieran devolver ese grano y la deuda se acumulara año tras año. En muchos casos, esos pequeños propietarios se convertían en trabajadores en los campos de los grandes terratenientes. En otros, sus acreedores directamente los vendían como esclavos…, o podían descuartizarlos, si eran varios y no se ponían de acuerdo en quién se quedaba con la persona del deudor. (Esto último recuerda al célebre juicio de Salomón).
La cuestión de las deudas y el reparto de tierras supuso una de las principales fuentes de conflicto social en las ciudades estado de Grecia y de Italia. En Roma provocaría gravísimos altercados en el siglo II, cuando los hermanos Graco trataron de llevar a cabo una reforma agraria que les costó la vida a ambos y a miles de sus seguidores.