La secesión de la plebe

Muerto Tarquinio, la monarquía quedó definitivamente arrumbada. Pero la República se encontró con más problemas, esta vez internos. Como ya hemos comentado, los principales interesados en expulsar a los reyes eran los patricios, para repartirse entre ellos el poder. Y no sólo el poder, sino también el ager publicus, las tierras que Roma se anexionaba tras cada conquista.

En el año 495, fue nombrado cónsul el patricio Apio Claudio, un sabino que se había instalado hacía poco tiempo en la ciudad. Claudio intentó endurecer todavía más las leyes que favorecían a los acreedores y esclavizaban a los deudores. La reacción de los plebeyos romanos fue sorprendente: en un movimiento de desobediencia civil, abandonaron el recinto del pomerium y se retiraron en masa al monte Sacro, una colina situada al nordeste de Roma.

Es de suponer que no se marcharon todos aquellos que no eran patricios, o al menos que se quedaron los clientes[8] de éstos, porque si no la ciudad se habría quedado prácticamente desierta.

En cualquier caso, el problema era grave: los plebeyos amenazaban con fundar una ciudad independiente a pocos kilómetros de Roma, que se convertiría en un peligro. De modo que los cónsules y el senado enviaron a un negociador llamado Agripa Menenio. Éste les endosó a los «huelguistas» una curiosa perorata. En una ocasión, les dijo, las partes del cuerpo se rebelaron contra el estómago porque tenían que trabajar para darle de comer, así que se negaron a alimentarlo, y el resultado fue que todas ellas estuvieron a punto de morir de inanición.

Aunque los antiguos eran muy aficionados a estas charlas a medias entre la fábula y el discurso moral, me temo que no fue el sermón de Menenio lo que convenció a los plebeyos, sino los pactos a los que llegaron.

El principal fue la creación de una magistratura propia para los plebeyos: el tribunus plebis. Al principio hubo dos tribunos, después cinco, y en el año 449 ya eran diez. Los elegían las asambleas de la plebe, que formaban prácticamente un estado paralelo dentro de la administración romana.

La función primordial de estos tribunos era defender a los plebeyos. La ejercían gracias a que poseían derecho de veto sobre las decisiones y acciones de cualquier otro magistrado, incluidos los cónsules. También podían vetar cualquier ley, elección o decisión del senado.

Con el paso de los años, el poder de los tribunos de la plebe se fue equiparando al de otros magistrados. De ese modo, podían convocar al senado y tomar los auspicios. Incluso tenían la potestad de ejercer la coerción, es decir, de obligar por la fuerza a cumplir sus decretos y órdenes.

La principal obligación de los tribunos era la de auxilium, que se entiende por sí sola. Por eso, los tribunos tenían las puertas de sus casas abiertas noche y día para que cualquier plebeyo que quisiera pedirles ayuda ante los abusos de los más poderosos pudiera acceder a ellos.

Pero, por estar tan accesibles, también corrían el peligro de ser atacados por aquellos a quienes perjudicaban sus actuaciones; los patricios, para entendernos. Además, los tribunos no llevaban lictores que los protegieran, como otros magistrados.

Sin embargo, había otro mecanismo que los salvaguardaba. La persona de cada tribuno era sagrada dentro de los límites de la ciudad. Si alguien le tocaba un solo pelo de la cabeza se convertía en una persona maldita. Todos los plebeyos estaban obligados por juramento a matar a quien osara dañar o tan siquiera entorpecer a un tribuno en el ejercicio de su función.

La autoridad de los tribunos no era cuestión baladí. Bastaba el veto de uno solo para paralizar el Estado. Sólo los plebeyos podían ser tribunos, pero el poder que poseían hacía que el cargo resultara apetitoso incluso para algunos patricios. En 59 a.C., Publio Clodio renunció a su condición de patricio y se hizo adoptar por un plebeyo llamado Fonteyo para poder presentarse a la elección, cosa que hizo al año siguiente. (Detrás de tan peculiar maniobra estaba el mismísimo Julio César).

Por otra parte, un tribuno tenía la potestad de vetar a otro, y los tribunos terminaban tarde o temprano su mandato y podían sufrir represalias judiciales o personales. De modo que usar el puesto de tribuno para oponerse a los más poderosos conllevaba sus peligros. Así lo comprobaron los hermanos Graco, que pagaron con sus vidas el intento de llevar a cabo una reforma agraria radical en la segunda mitad del siglo II a.C.