Pirro, un Rey Helenístico
En el pasado, el Epiro no había sido un reino demasiado importante, pero las cosas habían cambiado mucho en Grecia. Antaño, en el siglo V a.C., las ciudades estado, sobre todo Atenas y Esparta, habían dominado la política y los campos de batalla. Los pueblos que vivían más al oeste, que en lugar de organizarse en ciudades lo hacían por tribus, eran vistos por los demás helenos como salvajes y atrasados. Para colmo, seguían gobernados por reyes, algo que los griegos consideraban un anacronismo.
La situación cambió durante el siglo IV. Las constantes guerras entre Atenas y Esparta, a las que se sumó Tebas como tercera en discordia, debilitaron a las ciudades estado griegas.
Pero entonces apareció un poder nuevo: Macedonia, un país situado al norte de Grecia, más allá del monte Olimpo. Los macedonios hablaban una lengua parecida al griego y compartían con ellos muchas costumbres y también divinidades, pero no eran del todo helenos. Entre ellos también había reyes. En el año 359 ascendió al trono el que llevaría a su país en un ascenso imparable hasta la hegemonía en Grecia: Filipo II.
Filipo convirtió el ejército macedonio en una máquina de guerra bien engrasada. Mientras que los antiguos ejércitos griegos consistían básicamente en falanges de hoplitas, soldados de infantería pesada armados con lanzas de unos dos metros y medio de longitud, Filipo creó muchos otros cuerpos especializados.
Destacaba entre ellos la infantería, con un escudo más ligero que los hoplitas griegos, pero armada a cambio con sarisas. Éstas eran picas de más de cinco metros: cuando los soldados de las cuatro primeras filas las bajaban, las puntas se proyectaban hacia delante convirtiendo a la falange en un monstruoso erizo.
Según el general romano Lucio Emilio Paulo, que en 168 se enfrentó a este tipo de infantería en la batalla de Pidna, jamás en su vida había presenciado un espectáculo tan aterrador como el de aquel bosque de sarisas apuntando hacia ellos. (La falange macedónica resucitaría muchos siglos después con los mercenarios suizos, los lansquenetes alemanes y los tercios españoles, armados de picas tan largas como las sarisas, aunque adaptados a los nuevos tiempos en que se combatía con armas de fuego).
El problema de la falange de sarisas es que resultaba muy contundente, pero rígida y más bien lenta. Era menester complementarla con otras unidades para hacer más flexible el ejército. Eso fue lo que hizo Filipo, que también contaba con caballería pesada y ligera y con varios tipos de infantería ligera especializada: arqueros, lanzadores de jabalina y honderos. Introdujo asimismo máquinas de guerra de todo tipo con las que podía tomar ciudades al asalto sin esperar a que se rindieran por hambre.
Sobre todo, se trataba de tropas profesionales, no milicias. En las ciudades estado de Grecia, y también en las de Italia —incluida Roma—, los soldados eran ciudadanos que empuñaban las armas unos meses, y volvían a sus casas a tiempo de realizar las tareas del campo para mantenerse a sí mismos y a sus familias.
En cambio, Filipo formó un ejército permanente, pagado con fondos estatales y no sólo con el botín que los soldados pudieran obtener gracias a sus victorias. Un ejército siempre disponible y que se adiestraba durante todo el año. Gracias a él, en el año 338 venció a Atenas, Tebas y otras ciudades estado aliadas en la batalla de Queronea, y se convirtió en el amo de Grecia.
A la muerte de Filipo, subió al trono su hijo Alejandro, que sería conocido como Magno. Alejandro aprovechó la máquina de guerra que le había dejado su padre para cruzar el Egeo, pisar Asia y lanzarse a la conquista del Imperio persa. En pocos años, este joven rey llevó a sus tropas hasta el río Indo. Sus dominios llegaban desde Macedonia hasta Pakistán, incluyendo el rico país de Egipto.
Alejandro murió en Babilonia en el año 323, de unas fiebres o tal vez envenenado. Su paso por la historia fue como el de una estrella fugaz, o más bien el de un asteroide que brilla en el cielo e impacta contra la tierra dejando un gran cráter como recuerdo de su paso. No existe otro personaje histórico del que se hayan escrito y contado tal cantidad de historias y relatos en tantas lenguas y en tantos países diversos.
Quizá su mito se deba en parte a que murió joven. De haber vivido más años, tal vez habría sufrido reveses y su reputación de invicto se habría visto mancillada. Pero en su momento se le consideró prácticamente un dios.
Hay algo más, muy importante desde el punto de vista ideológico: todos los generales que quisieron alcanzar la gloria después de Alejandro se miraron en su espejo. Así le pasó a Pirro, pero también al cartaginés Aníbal, y entre los romanos a Julio César o personajes más tardíos como los emperadores Trajano o Juliano, el conocido como Apóstata.[13]
(Ese prestigio ha hecho que tal vez se exagere mucho la importancia de los generales en la Antigüedad. Es verdad que el papel de personajes como el propio Alejandro, Aníbal o Escipión resultó determinante, pero hay que tener siempre en cuenta otros elementos de la guerra como la calidad y moral de las tropas o, simplemente, el puro azar. En ciertos relatos de batallas antiguas, da la impresión de que el general es un jugador de Age of Empires o Pretorians que maneja a sus soldados como si fueran simulaciones de ordenador y no hombres de carne y hueso con voluntad e inteligencia propias).
El imperio de Alejandro duró tanto como él, pues no designó de forma clara a ningún heredero. Sus generales pelearon durante décadas por los despojos y se llamaron a sí mismos «reyes». La crónica de esta época es una pesadilla para el estudiante por los constantes cambios de fronteras y los innumerables tratados.
Puesto que este relato trata sobre Roma y no sobre Grecia, baste decir que a principios del siglo III se había alcanzado una relativa estabilidad. Existían varios reinos, gobernados por los generales de Alejandro o por los sucesores de éstos, conocidos como diádocos. Todos ellos guerreaban sin cesar, pero compartían una mezcla de elementos políticos y culturales comunes.
Para estos estados usamos el término colectivo de «reinos helenísticos». Eran grandes entidades, mucho más extensas y ricas que las antiguas ciudades estado, y podían movilizar más recursos tanto en la guerra como en la paz; recursos que se solían emplear en ostentaciones de poder, pues los reyes helenísticos eran partidarios del principio «El tamaño sí que importa».
Por ejemplo, construían torres de asedio descomunales, como la Helépolis, que medía casi cincuenta metros. También botaban barcos con miles de remeros que a la hora de la verdad no resultaban demasiado prácticos. Y les encantaba usar elefantes de guerra, con sus ventajas e inconvenientes que examinaremos al relatar la campaña de Pirro.
Otras manifestaciones menos bélicas de este amor por lo enorme fueron construcciones como el Faro de Alejandría o la gran biblioteca de esta ciudad —la Biblioteca por antonomasia—. Los monarcas helenísticos también solían ser mecenas de la cultura y el arte…, que utilizaban, de paso, para hacer propaganda de su propia grandeza.
Pirro fue el primer rey helenístico con quien se las vieron los romanos, pero no el último. La larga y más bien tormentosa relación de Roma con los herederos de Alejandro se prolongó durante dos siglos y medio, hasta culminar en Egipto con César, Cleopatra, Marco Antonio y Octavio.
En el ínterin, los romanos se contagiaron de muchas características de la civilización griega. Sus élites aprendieron griego, Júpiter, Juno y compañía se asimilaron a los olímpicos Zeus y Hera, y sus literatos y artistas imitaron los géneros helenos. Pero la influencia no se limitó a lo cultural: sus gobernantes y generales adquirieron también costumbres y manías —a veces megalomanías— propias de estos monarcas helenísticos. Por ejemplo, la de considerarse semejantes a los dioses o hacerse adorar directamente, como ocurriría con muchos césares en la Roma imperial.
Centremos nuestro relato en Pirro. Como miembro de la casa real del Epiro, era descendiente del mismísimo Aquiles, o así lo contaba la tradición familiar: una herencia gloriosa y al mismo tiempo una responsabilidad para un guerrero que debía demostrar que se hallaba a la altura del héroe de la Ilíada.
Linajes legendarios aparte, Pirro era sobrino segundo de Olimpia, la madre de Alejandro Magno. Eso lo convertía en pariente del rey macedonio, a quien no llegó a conocer, pues Pirro nació en 318, cinco años después de su muerte en Babilonia.
Pirro llegó al trono a la tierna edad de doce años, pero enseguida fue derrocado. Pasó su juventud luchando a las órdenes de su cuñado Demetrio Poliorcetes, y cuando sólo tenía dieciocho luchó en la gran batalla de Ipso. Recuperó el trono poco después, en el 297, pero su época de soldado de fortuna debió de dejar impronta en él, pues pasó buena parte de su reinado librando guerras fuera de su país.
Durante una temporada combatió en Macedonia, que controló fugazmente hasta que fue expulsado de ella en 284. Tres años después, en 281, le llegó la invitación de los tarentinos. Éstos le prometieron prácticamente la luna: si aceptaba ser su general y venía él solo a Italia, conseguirían que todas las ciudades del sur de Italia se pusieran bajo su mando, y podría dirigir contra Roma un ejército de trescientos cincuenta mil hombres y veinte mil jinetes.
Pirro pensó que, si triunfaba, saltaría a Sicilia y de ahí a Cartago. Después, con las tropas y el dinero conseguidos en ambos sitios podría regresar a Macedonia, el corazón simbólico del poder entre los monarcas helenísticos.
Nuestro hombre era un aventurero romántico salpicado tal vez por una pizca de megalomanía; pero también poseía bastante sentido común en los asuntos de la guerra, de modo que decidió, por si acaso, reclutar su propio ejército. Eso le ocupó unos cuantos meses, y no cruzó el mar Jónico hasta principios de 280. Cuando lo hizo, llevaba veinticinco mil soldados de infantería y tres mil de caballería. También incluía una sorpresa para los italianos: veinte elefantes.
Los elefantes habían llegado al Mediterráneo gracias a las campañas de Alejandro, que se enfrentó a ellos en la batalla del Hidaspes contra el rey indio Poro. Al macedonio le impresionaron tanto que los llevó al oeste, y los generales que lo sucedieron los utilizaron a partir de entonces como arma.
A principios del siglo III, el imperio seléucida —el más extenso de los reinos helenísticos, que llegaba desde Asia Menor y Levante hasta Pakistán— acaparaba el suministro de elefantes indios. Para contrarrestar este monopolio, los Ptolomeos, reyes de Egipto, recurrieron a sus parientes africanos.
Hay que aclarar que no se trataba de la especie de sabana, la más conocida por los documentales, que alcanza cuatro metros de altura y pesa entre seis y diez toneladas. Sin duda, el Loxodonta africana habría sido una máquina de guerra imposible de detener, pero el problema era que prácticamente no existe forma de domarlo. (He dicho «domar» y no «domesticar»: los elefantes de guerra se capturaban y adiestraban, no se criaban en cautividad).
El animal que usaron los Ptolomeos de Egipto era el llamado Loxodonta cyclotis, o elefante de bosque, que medía entre dos metros y dos metros y medio de altura. En aquella época, este paquidermo abundaba en el norte de África, pero hoy día está confinado a las selvas de su zona central. (En muchos textos se comenta que se encuentra en peligro de extinción, pero no es fácil encontrar censos de población fiables).
Precisamente, los veinte elefantes que llevaba Pirro consigo se los había entregado Ptolomeo II, así que lo más seguro es que provinieran de los bosques africanos y no de la India.
A principios del siglo III, se introdujo una innovación bélica en el uso del elefante: una torre de madera y de cuero atada con correas y cadenas a su lomo, en la que viajaban a pie dos o tres combatientes armados con arcos o con picas.
No está claro si los elefantes de Pirro llevaban esta torreta o bastaba tan sólo con el conductor —conocido como «mahout» o «cornaca», ambos términos indios—, armado con jabalinas. En cualquier caso, alrededor de los elefantes había soldados de a pie que protegían sus patas y, sobre todo, su vientre, las partes más delicadas.
Con torreta o sin ella, el arma principal era el propio elefante. Sólo su tamaño ya aterrorizaba a los soldados, que no estaban acostumbrados a verlo, y sobre todo a los caballos, a los que espantaban su olor y sus atronadores barritos. Guerra psicológica aparte, cuando estos paquidermos embestían solían poner en fuga a la caballería enemiga. Si la infantería no apretaba las filas, los dientes y todo lo que fuera menester, también podían aplastarla.