Cartago entre guerras

Pese a que no había perdido tantos barcos como Roma, Cartago quedó tras la guerra en una situación económica muy apurada. Para empezar, tuvo que entregar de inmediato los primeros mil talentos de indemnización acordados en el tratado.

A éstos había que añadir los rescates por los prisioneros: mientras que los romanos recuperaban gratis a sus cautivos, los cartagineses debían pagar por los suyos. Cada familia lo hizo recurriendo a sus propios fondos, pero eso hizo resentirse las finanzas de toda la ciudad. Además, tuvieron que seguir enviando doscientos veinte talentos de plata cada año a Roma durante una década. Y habían perdido Sicilia, que hasta entonces les había supuesto una pingüe fuente de ingresos.

La consecuencia más dramática de esta penuria fue la rebelión de los soldados que habían servido con Amílcar en Sicilia. Entre reclutas libios y mercenarios de diversas procedencias, eran veinte mil hombres a los que la ciudad no podía o no quería pagar los atrasos que se les adeudaban.

El propio Amílcar se había desentendido de ellos ya en Sicilia. Estaba resentido y desengañado por el final de la guerra, que consideraba prematuro, ya que él personalmente no había sido derrotado en el campo de batalla y no entendía que se renunciara a toda la isla de Sicilia. Por eso abandonó el mando y entregó a sus hombres a Giscón, que fue quien se encargó de trasladarlos poco a poco a África.

Al principio, los mercenarios se concentraron en Cartago. Pero causaban tantos problemas allí que las autoridades de la ciudad los enviaron a Sica, una ciudad situada tierra adentro, a unos ciento setenta kilómetros al suroeste de la capital. Después intentaron negociar para que rebajaran sus exigencias, enviando a Hanón el Grande como mediador. Pero los exsoldados de Amílcar, conscientes de su número y su poder, se habían envalentonado y empezaron a aumentar sus exigencias.

Cuando las conversaciones se rompieron, los mercenarios salieron de Sica y se pusieron en marcha hacia Cartago, acaudillados por un libio llamado Mato y un italiano de Campania de nombre Espendio, individuos a los que eligieron de entre sus propias filas.

Aunque entre esa soldadesca había gente de muchos pueblos distintos —galos, iberos, baleares, griegos puros o mestizos—, el grueso principal lo constituían libios. Éstos consiguieron que buena parte de sus compatriotas se sumaran a la rebelión. Razones debían de tener, sin duda: eran los nativos de la región quienes habían tenido que sostener la guerra contra Roma con sus levas y con sus tributos.

El conflicto duró tres años, y fue tan encarnizado que Polibio lo denominó «la guerra sin cuartel».

Pondremos un ejemplo del grado de crueldad al que se llegó. Los mercenarios tenían prisioneros a setecientos cartagineses, entre ellos Giscón, el mismo general que los había traído de Sicilia y que luego había intentado negociar con ellos. Después de sufrir varios reveses en el campo de batalla, algunos de entre sus filas empezaron a pensar en que les convenía firmar la paz con Cartago. Para evitarlo, los elementos más recalcitrantes del ejército rebelde, incluidos sus jefes, decidieron cometer una atrocidad tal que hiciera imposible cualquier intento posterior de conciliación. De modo que tomaron a esos setecientos prisioneros, les cortaron las manos, la nariz y las orejas, los castraron, les rompieron los huesos de las piernas y los arrojaron a una fosa para que murieran lentamente.

Tras relatar estos hechos, Polibio, seguramente horrorizado de lo que él mismo acababa de escribir, añadió un juicio moral: «A veces nacen en las almas podredumbres y gangrenas tales que logran que entre los seres vivos no haya ninguno más impío ni más cruel que el hombre». Es difícil no suscribir estas palabras.

Sumados a los libios que se habían levantado en armas, los mercenarios llegaron a ser cincuenta mil y asediaron Cartago. Amílcar, al que la ciudad había nombrado general para que luchara contra sus antiguos hombres, logró cortar todas sus líneas de suministros. Los rebeldes empezaron a pasar más hambre que los sitiados y tuvieron que levantar el cerco.

Amílcar, que había organizado un pequeño ejército ciudadano, seguía estando en inferioridad numérica. Pese a ello, consiguió atraer a los enemigos a un lugar que Polibio denomina «la Sierra», y allí los encerró en un estrecho desfiladero.

Los mercenarios pasaron tanta hambre que llegaron a devorar a sus prisioneros y después a sus esclavos. Por fin, intentaron romper el cerco, pero se hallaban en unas condiciones físicas tan lamentables y el lugar era tan ventajoso para Amílcar que éste no tuvo problemas en aniquilarlos. Mato, uno de sus generales —Espendio ya había sido crucificado antes—, fue capturado y llevado a Cartago, donde los jóvenes lo pasearon por las calles sometiéndolo a torturas que Polibio no describe y que preferimos no imaginar.[17]