La guerra latina y la batalla del Vesubio
A mediados del siglo IV, Roma era ya una gran potencia italiana. Las únicas que se le podían oponer en Italia no eran estados unificados, sino confederaciones de tribus o de ciudades. Al norte, en el valle del Po, estaban los galos, con los que de momento prefirieron no meterse en líos. Al sur se hallaba la fértil región de Campania, poblada de ciudades griegas, como toda la parte inferior de la bota, que por tal motivo se llamaba «Magna Grecia». En las montañas moraban diversos pueblos, entre los que destacaban los samnitas, formados por cuatro tribus que, llegada la hora de hacer la guerra, se aliaban y nombraban un general supremo.
La primera guerra contra los samnitas empezó en 343, pero los detalles no están nada claros. Al final de este conflicto, en el año 341, los romanos habían puesto ya el pie en Campania. Era una región rica, con llanuras fértiles de tierras volcánicas que producían excelentes vinos, y también disponía de puertos naturales y montes abundantes en minerales. La primera ciudad en caer en su poder fue Capua, que se alió voluntariamente con Roma, precisamente para pedirle ayuda contra los samnitas.
De momento, sus conquistas no pudieron ir mucho más allá. Roma sufría problemas en el patio trasero de su casa. Desde siglo y medio antes existía la Liga Latina, una alianza de ciudades del Lacio que incluía a Roma. Por los términos de esa coalición, romanos y latinos combatían juntos en sus guerras. Así, cada ejército consular se componía de dos legiones de soldados romanos flanqueadas por otras dos unidades de socii o aliados. A cambio, el botín se repartía también entre los romanos y los latinos.
Pero en el año 340, los latinos percibían que los romanos estaban abusando de ellos, y enviaron una embajada a Roma para pedir que la alianza se convirtiera de hecho en un estado unificado: uno de los dos cónsules y la mitad de los senadores debían ser latinos. Roma rechazó la propuesta, y estalló la guerra.
En esta ocasión, los romanos se coaligaron con los samnitas, aunque hacía pocos meses que habían combatido contra ellos ayudados por los latinos: las alianzas cambiaban con facilidad. En este sentido, los romanos eran maquiavélicos, pero el mismo argumento se podría aplicar a los otros pueblos.
La batalla decisiva se libró cerca del Vesubio. Los cónsules de aquel año eran Publio Decio Mus y Tito Manlio Torcuato, y ambos pasaron a la historia por sus acciones.
Hablemos primero de Tito Manlio. En el año 361, un ejército galo se enfrentó contra otro romano. De las filas bárbaras salió un guerrero que desafió a sus enemigos a un duelo singular. Según el historiador Tito Livio era un tipo gigantesco. Considerando que los galos eran de por sí más altos que los italianos y que alguien que se atrevía a lanzar un reto así, sin saber quién lo aceptaría, debía confiar mucho en sus propias fuerzas, no hay razón para dudar de lo que dice el historiador.
Los romanos se miraron unos a otros: en aquel entonces todavía tenían más miedo que respeto a los galos, sobre todo como combatientes individuales. Pero Tito Manlio, que por aquel entonces aún era muy joven, pidió permiso al general romano para aceptar el desafío. Después se adelantó armado con una espada corta, lo que provocó las burlas del galo, que le sacó la lengua. (El propio Livio añade: «Lo cual pareció digno de mención a los antiguos»).
El duelo duró poco. El galo utilizó su espada a la manera de su pueblo, lanzando un tremendo tajo de arriba abajo. Manlio lo esquivó y se adelantó, penetrando en la defensa del bárbaro para lanzar dos rápidas estocadas, una al vientre y otra a las ingles. Cuando su enemigo cayó al suelo, Manlio le quitó la torques, el collar característico de los galos, y se la puso aunque estaba ensangrentada.
Gracias a esa acción, Manlio recibió el sobrenombre de Torcuato, «el de la torques», que se convirtió en cognomen de la familia. La historia puede sonar a ficción, pero lo cierto es que los romanos tenían tanta tendencia como otros pueblos antiguos a los duelos singulares. En este caso, los detalles con que adorna su narración Livio son verosímiles, pues reflejan la distinta forma de combatir de galos y romanos: los primeros preferían el filo de la espada, los segundos la punta. (De ese asunto hablaremos más en el capítulo dedicado expresamente al ejército).
La admiración por los combates singulares se revela ya en la temprana historia de los Horacios y los Curiacios. Una muestra de esa tendencia es que la condecoración más valorada en Roma eran los spolia opima, que conseguía un general por dar muerte al jefe enemigo y despojarlo de su armadura. Los spolia opima sólo se concedieron tres veces en toda la historia de Roma. La primera a Rómulo, por haber vencido a Acro, rey de los ceninenses; la segunda a Aulo Cornelio Coso, que mató al rey etrusco Larte Tolumnio de Veyes; y la tercera a Claudio Marcelo por abatir a Viridomaro, rey de los gesatas.
Un elemento clave en estos combates era despojar al vencido de sus armas, que luego se conservaban como trofeo familiar o se ofrendaban a los dioses. Una panoplia completa —escudo, yelmo, coraza, grebas, lanza y espada— constituía una posesión muy valiosa que sólo se podían permitir los miembros de las clases superiores. Por eso muchos de ellos la exhibían directamente sobre el dintel de la puerta de su casa.
Mas no se trataba sólo de una cuestión simbólica: llegado el caso, las armas de los vencidos se reutilizaban. Durante la Segunda Guerra Púnica, los romanos recurrieron a panoplias consagradas a los dioses para equipar a las legiones que tuvieron que movilizar en situaciones de urgencia, mientras que los hombres de Aníbal se protegían con las armaduras arrebatadas a los romanos vencidos.
Volviendo a los duelos singulares, lo más normal era que no enfrentaran a los generales enemigos y, por tanto, no implicaran la concesión de los spolia opima. Uno de los más célebres de la historia de Roma se libró poco después del de Torcuato, en el año 349, cuando un ejército galo se enfrentó a otro romano en la zona de las Ciénagas Pontinas.
La escena fue similar: galo de casi dos metros que sale dando zancadas de sus filas y reta a quien se atreva a duelo singular. En este caso, quien pidió permiso al cónsul para aceptar fue un joven tribuno militar llamado Marco Valerio.
Todo muy parecido, pero con detalles originales…, y un punto fabulosos. Cuando Valerio se acercó a su contrincante, un cuervo se posó encima de su yelmo. Al empezar la pelea, el pájaro se lanzó sobre el rostro del enorme galo y lo distrajo picoteándolo y aleteando delante de su rostro. Entorpecido de esta manera, el galo fue presa fácil para Valerio, que lo mató con su espada, lo despojó de la armadura y se ganó para sí mismo y sus sucesores el sobrenombre de Corvus, Cuervo.
Esta parte del cuervo puede ser un añadido fantasioso para explicar el origen de un cognomen. Además, los lectores modernos pueden preguntarse qué mérito tuvo la victoria de Valerio si lo ayudó un ave enviada por los dioses.
Hay que decir que para los antiguos no era ningún desdoro recibir auxilio de las divinidades, pues éstas sólo favorecían a quienes se lo merecían. Así lo hizo la diosa Atenea con Aquiles en su combate contra Héctor. Por hacer un símil futbolístico, para los antiguos recibir el favor del árbitro del partido significaba que estaban jugando mejor.
Volvamos a la guerra contra los latinos y a Tito Manlio Torcuato. Decía que éste pasó a la historia, y no me refería a su duelo contra aquel galo. Cuando ambos ejércitos estaban cerca, Torcuato ordenó a sus hombres disciplina total. Nadie debía acercarse al campamento enemigo ni para confraternizar con los latinos ni para batirse con ellos en duelos personales. Probablemente quería evitar más lo primero que lo segundo, ya que romanos y latinos habían sido aliados hasta anteayer. En cualquier caso, la pena por quebrantar su orden era igual en ambos casos: la muerte.
Pero el propio hijo del cónsul, llamado también Tito Manlio, incumplió las instrucciones. Al mando de un destacamento de caballería se acercó al campamento latino. Un oficial llamado Gémino lo desafió con afrentas a Roma. Manlio aceptó el reto y lo mató. Pero cuando presentó a su padre las armas del enemigo vencido, Torcuato hizo que lo ataran a un poste. Después, delante de todo el ejército, un lictor lo degolló con un hacha por desobedecer las órdenes.
El mismo guerrero que había conquistado su sobrenombre en un duelo hizo matar a su hijo por librar otro. Este relato nos ilustra sobre la disciplina casi inhumana de los romanos, pero también sobre su agresividad innata, que había que controlar para que no combatieran por su cuenta como héroes homéricos o como bárbaros galos.
En cuanto al otro cónsul, Decio Mus, también poseía un historial destacado. Tres años antes había obtenido la corona de hierba, una de las condecoraciones más apreciadas por los romanos. Sólo se le concedía a aquel general que salvaba a un ejército entero, y se la otorgaban los soldados a su jefe, al contrario de lo habitual. En el caso de Decio, la había conseguido al rescatar a las legiones del cónsul de una encerrona en un valle entre las montañas del Samnio.
Ahora, en el año 340, cuando los romanos se hallaban acampados cerca de Capua, los dos cónsules recibieron la misma visión en sueños. Una forma ingente e inhumana se les apareció y les dijo que el jefe de un ejército y las tropas del otro iban a ser sacrificadas a los dioses manes —las almas de los muertos— y a la madre Tierra. De modo que el general que se ofreciese a sí mismo como víctima conseguiría al mismo tiempo la destrucción de la hueste rival.
Al hablar del asunto, ambos cónsules decidieron que, cuando llegara el combate, si uno de los dos flancos romanos cedía, el cónsul al mando se consagraría a sí mismo y al ejército enemigo a los manes de los muertos.
La batalla se libró al pie del Vesubio. En realidad fueron prácticamente dos batallas paralelas, como solía ocurrir cuando el ejército se dividía entre los dos cónsules. Fue el ala izquierda, la que mandaba Decio, la que empezó a flaquear, y los astados, los soldados de primera fila, se refugiaron tras los príncipes de la segunda.
Al ver que la situación era muy apurada, Decio Mus decidió que había llegado el momento de sacrificarse. Se cubrió la cabeza con la toga y recitó un voto que más parece un terrible conjuro mágico:
Jano, Júpiter, padre Marte, Quirino, Belona y vosotros lares, novensiles e indigetes, deidades que tenéis poder sobre nosotros y nuestros enemigos; y vosotros también, divinos manes: os rezo, os reverencio y os ruego que bendigáis al pueblo romano con poder y con victoria, y que lancéis sobre sus enemigos miedo, terror y muerte. Ahora, por el bien del pueblo romano, del ejército, de las legiones y de sus aliados, ofrezco en sacrificio a los manes y a la Tierra las legiones y los auxiliares del enemigo, del mismo modo que me ofrendo a mí mismo.
Dicho esto, Decio se ciñó la toga a la forma gabinia, esto es, usando un extremo del propio manto a modo de cinturón, típico gesto al ofrecer un sacrificio. Después, se lanzó a caballo él solo contra el ejército latino ante el estupor de todos, y no tardó en caer abatido por los dardos enemigos.
Volvemos a encontrarnos ante una historia que desprende cierto tufillo a leyenda. Que el mismo sueño se presentara a los dos cónsules no se antoja demasiado verosímil. Pero existía un ritual llamado devotio por el que los enemigos eran ofrecidos como víctimas a los manes, los dioses infernales. El poder de este sacrificio —que, en el fondo, era una maldición— aumentaba si uno también se ofrendaba a sí mismo. De nuevo, no debemos subestimar la importancia que le daban los antiguos romanos a la religión.
Prescindiendo del detalle del sueño, el relato resulta perfectamente verosímil. La devotio de Decio debió de producirse en una de las pausas que siempre se hacían en los combates por puras razones físicas, aunque sólo fuera por apoyar un rato en el suelo un escudo que pesaba cerca de diez kilos. Es fácil imaginar el estupor de los enemigos al ver cómo todo un cónsul de Roma cargaba contra ellos como un suicida. Por su parte, los romanos, al saber el terrible sacrificio que había ofrecido Decio —él se cuidó de que sus lictores informaran—, debieron de pensar que los dioses estaban de su parte y lucharon con redoblado fervor. El resultado fue una victoria aplastante de los romanos.
Si me he extendido en las circunstancias anímicas y religiosas que rodearon esta batalla —duelos personales, disciplina, suicidios rituales— más que en las materiales no es sólo porque el relato en sí sea curioso, sino porque refleja mucho del ethos de los romanos, el espíritu que animaba sus ideales, sus costumbres y su forma de concebir la guerra. En el capítulo siguiente, analizaremos con más detalle su armamento y sus tácticas, pero para comprender mejor sus triunfos, y también sus fracasos, debemos empatizar un poco con su visión del mundo.
Tras la batalla del Vesubio, los latinos volvieron a sufrir una derrota, esta vez en Trifano. En 338, se vieron obligados a firmar la paz con los romanos.
La Liga Latina como tal desapareció. Roma firmó con cada una de las ciudades un tratado distinto, y prohibió expresamente que pactaran entre ellas.
Esta política la utilizaría durante siglos. Conforme fue conquistando nuevos territorios, Roma estableció estatutos distintos para cada uno. En el caso que nos ocupa, las ciudades formaron parte de una nueva comunidad, una commonwealth romana con tres niveles jerárquicos:
Primero estaban las comunidades latinas cuyos habitantes se convirtieron directamente en ciudadanos romanos y fueron inscritos en nuevas tribus a efectos de las votaciones en los comicios tributos. Así pasó con Lanuvio o Aricia. El caso de la ciudad marítima de Ancio fue curioso: sus habitantes adquirieron la ciudadanía, pero tuvieron que entregar su flota. Los romanos destruyeron algunos de esos barcos y se llevaron a la ciudad los espolones y los mascarones de proa, que exhibieron en el Foro como trofeos debajo de la tribuna de oradores. Desde entonces, ésta se llamó Rostra por el plural de rostrum, «mascarón».
En segundo lugar, estaban las ciudades que siguieron siendo aliadas independientes, o foederatae, que se llamaban así porque tenían un foedus o pacto con Roma, como Tíbur o Preneste. Sus ciudadanos podían casarse y comerciar con los romanos, pero no con los de otras ciudades de la antigua Liga Latina: era una forma de centralizarlo todo en Roma y evitar que establecieran vínculos entre ellos. Debían contribuir con tropas al ejército romano, y ya no podían decidir su política exterior.
En tercer lugar, en territorios más alejados, los romanos impusieron a las comunidades vencidas el estatuto de civitates sine suffragio, ciudades sin derecho a voto. Así ocurrió, por ejemplo, con Capua o Acerras. Sus habitantes eran ciudadanos romanos, pero a medias: aunque servían en el ejército, no podían votar en los comicios ni ser elegidos para las magistraturas. Ahora bien, si se trasladaban a vivir a Roma adquirían todos los derechos, medida que favoreció la inmigración a la ciudad.
Todos estos estatutos se aplicaban a ciudades ya existentes, pero también servían para colonias de nueva fundación, cuyos habitantes podían recibir directamente la ciudadanía romana o tan sólo la latina.
Los romanos establecieron veintiocho de estas colonias en lugares fácilmente defendibles. Contaban con baluartes formidables, lo que demuestra que su principal función era proteger una frontera en continua expansión. Por ejemplo, la colonia de Cosa tenía una muralla de casi diez metros de altura y dos metros y medio de espesor. La fortificación de Pesto, sobre una muralla ya existente, resultó aún más impresionante: en un perímetro de cinco kilómetros, dos lienzos de sillares de roca caliza contenían un núcleo de tierra de casi siete metros de grosor, y sobre esta gruesa muralla se alzaban veintiocho torres de vigilancia.
Las colonias tenían como promedio entre tres mil quinientos y cuatro mil pobladores varones, junto con sus familias: casi los números de una legión. Los colonos recibían tierras, lo que venía muy bien a ciudadanos empobrecidos, pero a cambio se comprometían a no abandonar la nueva ciudad a no ser que dejaran en ella un hijo que pudiera reemplazarlos como soldados.
Esta condición se aplicaba incluso en situaciones de peligro: en 206, los colonos de Placentia y Cremona enviaron embajadores a Roma para quejarse de que muchos ciudadanos habían huido por la amenaza de los galos. Uno de los cónsules del año, Sexto Elio, pasó casi todo su mandato siguiendo la pista a los desertores y llevándolos de regreso a las colonias.
Todo este sistema de ciudades federadas, libres, tributarias, colonias y municipios nos resulta muy complicado. Pero los romanos no obraban así por afán de embrollar las cosas, sino aplicando la máxima Divide et vinces, «Divide y vencerás». Si todas las ciudades conquistadas hubiesen estado en la misma situación, les habría resultado más fácil encontrar puntos en común entre ellas y unirse contra Roma. Pero como la situación de las ciudades podía cambiar, cada una se esforzaba por competir con las demás para superarlas en prestigio y en los términos de su relación con Roma.
En general, el «yugo» romano no debía resultar tan intolerable. Muchas comunidades formaban, en la práctica, parte de Roma. Otras tenían menos derechos, pero eran suficientes como para que se conformaran con ellos. Cuando siglo y pico más tarde Aníbal invadió Italia, pensó que los aliados forzosos de los romanos desertarían en masa y se pasarían a sus filas. Pero no fue así, lo que demuestra que los romanos no eran unos amos tan tiránicos y que, además, existían lazos fuertes entre los pueblos italianos.