Después de Cannas
Aníbal también había sufrido muchas bajas, considerando que era el vencedor: cinco mil setecientos muertos. De ellos, cuatro mil eran galos. Un resultado lógico, ya que eran quienes habían chocado de frente contra las legiones en el centro del campo de batalla.
Durante un par de días, los hombres de Aníbal se dedicaron a enterrar a sus muertos, recoger el botín y reunir a los prisioneros. A los que eran italianos, Aníbal los soltó y los envió de regreso a sus ciudades.
Como había ocurrido tras la victoria del lago Trasimeno, no había nada que se interpusiera entre Aníbal y Roma. Y esta vez sus hombres se hallaban en mejores condiciones físicas.
Mahárbal, que había mandado la caballería númida durante la batalla, le propuso a su general: «Deja que me adelante con mis hombres, y en cinco días celebrarás el banquete de la victoria en el Capitolio». Cuando Aníbal se mostró reacio a marchar sobre Roma, Mahárbal contestó: «Los dioses no conceden todos sus dones al mismo hombre. Tú sabes vencer, Aníbal, pero luego no sabes cómo aprovechar la victoria».
Los historiadores han discutido mucho si Aníbal se equivocó o no al no atacar directamente Roma. Había puntos en contra, sin duda. Las murallas de la ciudad eran prácticamente inexpugnables, y asediarla le habría supuesto un problema logístico. Pero de haber marchado contra Roma, tal vez habría puesto más presión sobre el senado y el pueblo, y quién sabe si habría conseguido la rendición de su enemigo.
En realidad, el problema volvía a ser el concepto que cada bando tenía de la guerra. Pese a la carnicería de Cannas, Aníbal no buscaba la destrucción de Roma, tan sólo derrotarla hasta tal punto que por fin reconociera su inferioridad y firmara un tratado de paz ventajoso para Cartago. Como dijo a los prisioneros romanos: «Esta guerra no es a muerte, sino por el poder y el honor».
Pero de nuevo se topó de bruces con un enemigo que era tan implacable con los demás como, lo que resultaba aún más escalofriante, consigo mismo. Un enemigo que sólo contemplaba dos opciones: o vencer por completo al adversario o perecer aniquilado en el intento.
Los cautivos que Aníbal guardaba en su poder eran ocho mil, una cifra suficiente como para formar dos legiones. Tras la batalla, intentó negociar su rescate, como había hecho hasta el momento y como se había actuado en la Primera Guerra Púnica. Para su estupefacción, descubrió que los senadores no sólo se negaban a pagar, sino que ni tan siquiera estaban dispuestos a discutir. Aquellos viejos severos y terribles incluso prohibieron a su enviado, Cartalón, que entrara en la ciudad.
En los dos años de guerra, los romanos y sus aliados habían sufrido cien mil bajas, una cifra que daba vértigo y que suponía el 10 por ciento de los varones reclutables. ¿Cómo podían permitirse el lujo de no rescatar a ocho mil de sus ciudadanos y de desterrar a dos legiones enteras?
A estas alturas, Aníbal debió menear la cabeza y decirse a sí mismo que no estaba luchando contra seres humanos.
Dada la emergencia, los romanos nombraron un dictador, Marco Junio Pera. Como era habitual en ellos, pensaron que algo malo debían haber hecho contra los dioses para merecer un castigo semejante. Al empezar a investigar, descubrieron que dos de las vírgenes vestales, Opimia y Floronia, ya no lo eran. Una de las dos se suicidó, pero la otra fue enterrada viva. El seductor de ambas, un sacerdote, fue flagelado por el pontífice máximo y murió como resultado de los azotes.
La ocasión exigía medidas extraordinarias, así que los decenviros encargados de los libros sibilinos —aquellos que Tarquino compró por un precio exorbitante— consultaron en ellos. La fórmula que encontraron para apaciguar a los dioses era una barbaridad, pero la aplicaron, y sacrificaron a dos griegos de ambos sexos y otros dos celtas.
También tomaron medidas más prácticas. Se llevó a cabo una nueva leva en la que se reclutó a jóvenes de diecisiete años, y se rebajaron los requisitos económicos para convertirse en legionario. Así formaron cuatro legiones en Roma. Además, se ofreció la libertad a los esclavos que se alistaran, y de este modo se consiguieron otras dos legiones de volones, «voluntarios».
Incluso reos y deudores condenados recibieron la amnistía a cambio de empuñar las armas. De las que, por cierto, andaban cortos, de modo que tomaron las que se exhibían en los templos de la ciudad, y las familias descolgaron de sus paredes las que guardaban como herencia de los triunfos de sus antepasados.
Tras la batalla de Cannas, algunas ciudades italianas «corrieron en auxilio del vencedor», como suele decirse en política con bastante mala idea. También muchos de los lucanos y varias tribus samnitas abrazaron el bando de Aníbal.
El más importante de estos «fichajes» fue Capua. Era la segunda ciudad de Italia y podía poner en el campo de batalla más de treinta mil hombres. Aníbal la utilizó como base de operaciones y como alojamiento en bastantes ocasiones.
Las cosas marchaban bien para Cartago. Al año siguiente de Cannas murió Hierón, el anciano rey de Siracusa. Su nieto Hierónimo[20] pensó que era hora de cancelar la vieja alianza con los romanos y se pasó al bando púnico. Por otra parte, el joven rey de Macedonia, Filipo V, envió embajadores a Aníbal, y se comprometió a expulsar a los romanos de Iliria y enviar falanges a Italia.
Pese a que el bote parecía lleno de agujeros y a punto de hundirse, los romanos reaccionaron con calma. Si las tropas macedonias pisaban Italia podía ser el fin para ellos, así que se aliaron con la Liga Etolia en Grecia y libraron la Primera Guerra Macedónica. Aunque no pudieron implicarse en serio en ella, evitaron que Filipo enviara refuerzos a Aníbal. Y, por supuesto, tomaron nota para más adelante. A rencorosos nadie ganaba a los romanos.
En Italia tenían muy claro que no iban a volverse a enfrentar en campo abierto con Aníbal. Habían tropezado cuatro veces en la misma piedra, y con eso era suficiente. Tras criticar tanto a Fabio Máximo Cunctator por su estrategia de mantener las distancias, ahora empezaron a alabarlo. Para demostrar la estima en que lo tenían, durante el curso de la guerra volvieron a elegirlo cónsul tres veces más.