Las Asambleas
Los autores antiguos consideraban que la República era una curiosa mezcla de monarquía, aristocracia y democracia. La primera se manifestaría en el poder de los cónsules, la segunda en la preponderancia de los patricios y el senado, y la tercera en las asambleas del pueblo.
Hay que empezar advirtiendo que el concepto de democracia del que hablamos es distinto al nuestro. Las democracias antiguas eran asamblearias, no parlamentarias. Eso significa que todos los ciudadanos se reunían y votaban en persona, no a través de intermediarios ni representantes.
En parte se trataba de una democracia más auténtica que la nuestra, pero tenía sus inconvenientes. Sólo podían votar las personas de condición libre, lo que dejaba fuera a los esclavos, y que además fueran ciudadanos, lo cual descartaba a los extranjeros. En el caso de Roma, hay que añadir que ofrecían su ciudadanía con más liberalidad que otras poblaciones antiguas: ésa fue una de las claves de su éxito, como comentaremos al hablar de su ejército
Otro hecho que desvirtuaba a estas democracias era que siempre dejaban fuera de las votaciones a la mitad de la población: la femenina. Un rasgo común de las sociedades antiguas —y de muchas otras posteriores en el tiempo, evidentemente— era que las mujeres no podían votar ni ocupar cargos públicos. En realidad, las mujeres romanas eran menores de edad perpetuas: al principio estaban tuteladas por sus padres, luego por sus maridos, y si se quedaban huérfanas o viudas quedaban bajo la custodia legal del pariente varón más cercano.
Hechas estas salvedades, ¿cómo eran las instituciones democráticas de los romanos?
Lo sencillo y tal vez deseable sería contar que todos los ciudadanos se reunían cada cierto tiempo en una asamblea, una ekklesía como la de Atenas, discutían y luego contaban los votos. Pero en Roma nada podía ser sencillo. No porque poseyeran una personalidad retorcida de por sí —aunque puede que también—, sino porque, como ya dijimos, no abolían nada, y cada institución que creaban se solapaba con otra ya existente.
Eso explica que los romanos no contaran con una sola asamblea, sino con tres: los comicios curiados, los comicios centuriados y los comicios tributos. Todo dependía de cómo se organizaran los ciudadanos que asistían a estas reuniones.
Los comicios curiados eran los más antiguos, y en tiempos de la monarquía habían llegado a elegir a los reyes. Pero como su papel fue cada vez menos político y más religioso no entraremos en más detalles.
Los comicios tributos eran una asamblea por tribus. En este caso no se trataba de tribus tradicionales relacionadas por vínculos de sangre, sino de una división administrativa que podríamos identificar con los distritos. Los comicios tributos elegían a los magistrados inferiores —cuestores y ediles—, y poseían capacidad legislativa.
En cuanto a los comicios centuriados, se organizaban por centurias. En origen, cada centuria debió ser un grupo de cien hombres, tanto a efectos militares como políticos. Luego las cosas cambiaron; pero los romanos, con esa maliciosa intención de embrollarnos a nosotros sus lejanos descendientes, mantuvieron los nombres. Por eso, ni en las centurias de los comicios había exactamente cien hombres ni los famosos centuriones mandaban a cien soldados, sino más bien a sesenta o incluso a menos.
Los comicios centuriados eran los más importantes, ya que elegían a los magistrados superiores: pretores, cónsules y censores. También decidían si se declaraba la guerra o se firmaba un tratado de paz. Además, constituían el más alto tribunal de apelación: cuando un ciudadano era juzgado por delitos que acarreaban muerte, destierro o flagelación, podía apelar al pueblo —la llamada provocatio ad populum—, lo que significaba que la decisión final la tomaban los comicios centuriados.
Ahora bien, desde cualquier punto de vista todos estos comicios eran muy poco democráticos. Veamos qué ocurría, por ejemplo, con los tributos.
Los comitia tributa se organizaban en treinta y cinco tribus. De ellas, cuatro eran urbanas y las demás rurales; es decir, correspondían a distritos situados fuera del recinto de Roma.
Cuando se celebraba una reunión, en cada una de las cuatro tribus urbanas había muchas más personas, cientos o tal vez miles, pues lo único que tenían que hacer era dar un paseo hasta el Foro o, como mucho, hasta el Campo de Marte. En cambio, asistían muchos menos ciudadanos de las tribus rurales: el absentismo en ellas era tan frecuente que, con que hubiera cinco presentes en una tribu, su votación se consideraba válida.
Lo curioso era que cada tribu votaba como un solo bloque. Es decir, si en una tribu urbana asistían setecientas personas y seiscientas ochenta aprobaban un nuevo reparto de tierras, el voto resultante era «sí», pero contaba como uno solo, no como seiscientos ochenta.
En cambio, si en una tribu rural acudían sólo cinco personas y tres votaban en contra del reparto, el voto final era «no» y también contaba como uno. Puesto que había treinta y cinco tribus, la mayoría se alcanzaba cuando dieciocho de ellas votaban de la misma forma. Una vez que esto ocurría, se suspendía el proceso aunque faltaran tribus por participar, pues ya no era necesario seguir.
¿A quién favorecía este sistema? A los más ricos. La razón era sencilla. La plebe romana —y me refiero ahora a los ciudadanos más humildes— se aglomeraba en las cuatro tribus urbanas. En las tribus rurales había un poco de todo, pero quienes se podían permitir dejar sus campos para viajar a Roma o, simplemente, poseían casa en la ciudad eran los más adinerados.
Volviendo al reparto de tierras, planteemos una votación hipotética. Se reúnen cinco mil personas en los comicios tributos y cuatro mil seiscientos están a favor de ese reparto. ¿Ganarán la votación? No. La mayoría de esos ciudadanos se concentran en las tribus urbanas, por lo que al final sus votos cuentan como cuatro. En cambio, los cuatrocientos que están en contra de la propuesta se hallan repartidos por las tribus rurales y sus votos cuentan como treinta y uno. Resultado final: treinta y uno-cuatro: propuesta denegada.
El sistema era aún peor en los comicios centuriados. Y digo peor porque, al menos, en los comicios tributos el orden de las tribus se decidía por sorteo. Si empezaba votando una tribu urbana y ganaba el «sí» a ese reparto de tierras, tenían unas mínimas posibilidades de vencer: el voto de la primera tribu, llamada praerogativa, poseía cierto prestigio especial, pues el hecho de haber salido por sorteo indicaba que los dioses estaban más de acuerdo con lo que dijera esa tribu.
¿Qué ocurría con las centurias? En total había ciento noventa y tres, pero estaban repartidas de una manera muy poco equitativa. En primer lugar, se hallaban las dieciocho centurias donde se agrupaban los ciudadanos más ricos, que servían en la caballería con el título de equites o «caballeros». Esas centurias eran las menos nutridas, pero cada una de ellas contaba como un voto.
Después venían las centurias de infantería de primera clase, cuyos miembros tenían un patrimonio superior a los diez mil ases. Había así hasta cinco clases, cada una con menos dinero y cada vez con menos centurias y, paradójicamente, con más personas inscritas. Después de las cinco clases venía una última centuria, la de los proletarii, llamados así porque su única posesión era su prole, también conocidos como capite censi, pues se los contaba no por ingresos sino por cabezas. (Sí, como si fueran ganado).
En los comicios centuriados no había sorteo y se votaba directamente por orden de clase. Imaginemos que en este caso se ha propuesto una abolición de deudas con la que los ciudadanos pudientes no están de acuerdo. Primero votan las dieciocho centurias de équites por el mismo procedimiento: cada centuria es un voto. Obviamente, las dieciocho votan que no, resultado que se proclama para orientar a las demás.
Después vienen las centurias de la primera clase. Seguimos con una minoría de la población, pero estas centurias son ochenta y dos. También se niegan a la abolición de deudas. Ya suman cien votos, una mayoría más que suficiente para un total de ciento noventa y tres centurias. Con eso es suficiente: se acabó la votación.
Como podemos imaginar, los pobres proletarii de la última centuria no sólo no ganaban nunca una votación: ni siquiera llegaban a votar.
Un sistema muy embrollado para garantizar que la clase baja no obtuviera nunca la mayoría.[7] Pero las cosas son todavía más complicadas, como solía ocurrir en Roma. Hemos hablado de la división entre patricios y plebeyos, que se habría simplificado mucho si hubiese equivalido a ricos y pobres. Pero no era así.
Como veremos enseguida, la disputa entre patricios y plebeyos provocó una auténtica secesión. Para que los plebeyos no formaran un estado aparte, los patricios tuvieron que ceder en bastantes cosas. En cierto modo, los plebeyos mantuvieron durante un tiempo una administración paralela con su propia asamblea, el concilium plebis. Las resoluciones que tomaban eran conocidas como «plebiscitos», leyes que al principio sólo servían para los plebeyos, pero que con el tiempo se aplicaron a toda la ciudad. Además, en esta asamblea los plebeyos elegían a los tribunos de la plebe —a los que también nos referiremos más adelante— y a dos de los cuatro ediles.
Hasta ahora, hemos hablado de asambleas populares, aunque, como vemos, hay que matizar mucho el adjetivo «populares». Pero por películas, series y novelas todo el mundo identifica más a los romanos con sus nobles senadores, del mismo modo que casi todo el mundo conoce el acrónimo SPQR, Senatus PopulusQue Romanus, «el senado y el pueblo romanos». ¿Qué papel jugaba el senado en este complejo entramado de poder?