Apio Claudio y sus obras
En el año 312, en plena guerra contra los samnitas —y contra muchos pueblos más—, los romanos eligieron como censor a Apio Claudio Caecus, el Ciego. Por aquel entonces todavía no había recibido ese apodo, ya que conservaba la vista, pero fue así como pasó a los libros de historia.
El primer censo de Roma lo había realizado el rey Servio Tulio, y en él inscribió a los ciudadanos por sus propiedades. Lógicamente, había que poner este censo al día, de modo que se confeccionaba uno nuevo cada cinco años, periodo que se denominaba «lustro».
En los primeros tiempos de la República los cónsules se encargaban del censo. Pero en el año 443 aparecieron los censores para descargarles de este pesado deber. No era la única razón: también tenía que ver la lucha de los órdenes entre plebeyos y patricios.
Ese mismo año, en lugar de cónsules se habían nombrado tribunos con poderes consulares, y entre ellos había varios plebeyos. Para evitar que pudieran controlar el censo, que era una herramienta muy poderosa de control social, los patricios crearon una magistratura ad hoc, la censura, reservada sólo a ellos. Así siguió siendo hasta el año 351, en que se nombró al primer censor plebeyo. Más adelante, incluso fue obligatorio por ley que al menos uno de los dos censores fuese plebeyo.
La función principal de estos magistrados era redactar el censo. Para ello registraban a todos los ciudadanos y calculaban sus fortunas. Después, según su patrimonio los organizaban en tribus para los comicios curiados y en centurias para el ejército y los comicios centuriados. Recordemos que lo hacían de tal manera que aseguraban la victoria de las clases altas en casi todas las votaciones.
Esas mismas listas les servían también para elegir a los miembros del senado. Puesto que los senadores debían ser personas de conducta intachable y no dedicarse a tareas viles como la banca o el comercio, los censores también se convertían en jueces morales: de ahí procede nuestro uso de la palabra «censura».
Sin embargo, esa censura no se limitaba a los senadores. Cualquier ciudadano podía ver en el censo, al lado de su nombre, una nota censoria, una marca que lo señalaba como inmoral o antipatriota. Cuando así ocurría, esa persona era expulsada de la tribu y se convertía en un simple aerarius, que tenía que pagar impuestos cuando le correspondiera pero no podía votar. En ese sentido, su situación era igual que la de los habitantes de muchas ciudades conquistadas.
Así ocurrió, por ejemplo, con más de dos mil jóvenes romanos después de la batalla de Cannas. Su falta era no haber combatido durante cuatro años en ninguna campaña en una época en que se reclutaban constantemente legiones para luchar contra Aníbal, sin tener tan siquiera la excusa de haber estado enfermos. Eso demuestra que, aunque hablemos a menudo de la virtus, el valor guerrero de los romanos, había mucha gente que, como es humanamente comprensible, procuraba escurrir el bulto para que no la alistaran.
El castigo que decidieron los censores fue ejemplar: dos mil ciudadanos fueron convertidos en aerarii y enviados a Sicilia, donde tuvieron que servir con los supervivientes de las legiones derrotadas en Cannas.
El papel de los censores no se limitaba a confeccionar censos y tachar a quienes incumplían las normas morales. También eran quienes preparaban lo más parecido a los presupuestos generales de la República y controlaban gastos e ingresos. Ellos arrendaban a particulares las propiedades públicas, como las minas o los bosques, y también encargaban a los publicanos la antipática labor de recaudar impuestos en nombre del Estado.
Al manejar el gasto público, eran ellos quienes adjudicaban y supervisaban las contratas de las grandes obras. El primero del que sabemos que empezó a realizarlas fue, precisamente, Apio Claudio, el que todavía no era ciego.
Hay que decir que fue un personaje muy polémico. Para empezar, cuando lo nombraron censor en 312 todavía no había sido cónsul. Considerando que la censura era el cargo más prestigioso de Roma, se antojaba un tanto irregular. Asimismo, Apio Claudio inscribió en las listas de senadores a ciudadanos que los patricios de más rancio abolengo no consideraban apropiados, incluidos libertos —antiguos esclavos liberados—. Aquello provocó tal escándalo que su colega como censor, Plaucio, dimitió del cargo.
Eso debería haber supuesto que Apio Claudio también dimitiera, pero era hombre de armas tomar y no lo hizo. Aunque el cónsul de 311 no le admitió en las listas del senado, él no se arredró por ello y siguió en el cargo.
Si no consiguió «colar» a quienes él quería entre los senadores, al menos logró repartir a la gente más humilde por todas las tribus. En realidad, desde nuestro punto de vista estas personas «humildes» —humiles en latín— pertenecían más bien a las clases medias, pues muchos de ellos eran comerciantes y artesanos cuyos ingresos no se basaban en poseer tierras. El nuevo censo de Apio repartió a esas personas no sólo por las cuatro tribus urbanas, sino por todas las rurales, y así aumentó su influencia para escándalo de los terratenientes. Todo eso, no lo olvidemos, siendo un patricio.
En cualquier caso, lo que más quedó en la memoria de los romanos fueron sus obras públicas, la via Appia y el aqua Appia, ya que, como vemos, las bautizó con su propio nombre, costumbre que siguieron más censores.
Existían buenos motivos para llevarlas a cabo. En primer lugar, había dinero. Durante las guerras samnitas, Roma se había enriquecido tanto en lo público como en lo privado hasta niveles sin precedentes. A la ciudad afluían sin cesar botines de los saqueos, que permitían celebrar triunfos y erigir nuevos templos a los dioses.
En segundo lugar, estas obras, que inauguraron una red de calzadas y acueductos que no dejarían de crecer durante la República y los primeros siglos del Imperio, eran necesarias.
Empecemos con la vía Apia. A los romanos les interesaba cada vez más la región de Campania, que era rica de por sí, y además les permitía llevar sus ejércitos a las fronteras con el Samnio. El camino natural era la vía Latina, un sendero que corría por las laderas de las montañas. Pero era angosto y escabroso. Los romanos necesitaban caminos más anchos, rectos y expeditos para enviar tropas y suministros con la mayor celeridad posible. Por otra parte, les interesaba dominar también la costa.
Por esa razón, el nuevo sendero planeado por Apio Claudio y los ingenieros pasaba cerca del mar, atravesando las Ciénagas Pontinas, un vasto paraje pantanoso formado por ríos y arroyos que se estancaban poco antes de llegar al mar, ya que no encontraban una salida clara entre las dunas. Después, antes de llegar a Neápolis, la vía Apia giraba hacia el este alejándose del Mediterráneo y llegaba hasta Capua. Este primer tramo medía doscientos once kilómetros. Al principio estuvo cubierto tan sólo de grava, pero a partir del 295 se cubrió su superficie con un empedrado, y más adelante se prolongó hasta Brindisi, en el tacón de la bota.
Las calzadas constituyen uno de los legados más perdurables de la época romana. Algunas de ellas siguen existiendo y otras se han convertido en la base para nuevos caminos. A finales de la República toda Italia estaba surcada por carreteras que la recorrían a modo de venas, y durante el Imperio los césares hicieron construir una red similar en las provincias, hasta llegar a disponer de más de ochenta mil kilómetros de vías pavimentadas. Por ellas marchaban cómodamente los viajeros, los comerciantes… y, por supuesto, los legionarios.
Con el tiempo, el procedimiento para construir las carreteras se hizo estándar. Tras marcar dos surcos paralelos, que podían estar separados hasta por diez metros en las vías más anchas, los obreros —o los legionarios, que a menudo empleaban más el pico que la espada— excavaban hasta encontrar roca dura. Después echaban una primera capa de piedras planas, encima otra de grava, luego una de piedras trituradas y mezcladas con cal, y por último un pavimento formado por losas planas unidas por argamasa, que se construía combado para que el agua se drenara hacia los lados.
En los laterales de las calzadas había escalones para montar a caballo y apartaderos para dejar paso a viajeros con preferencia —militares, sobre todo—. También se alzaban los miliarios, mojones de piedra situados cada mil pasos o mille passuum: de ahí proviene el término «milla» (la milla romana medía algo menos de mil quinientos metros). Basándose en esos miliarios, los cartógrafos podían dibujar luego mapas en forma de itinerarios, de tal manera que los viajeros podían saber cuánto les quedaba hasta su destino o hasta la próxima desviación. Existían igualmente posadas, públicas y privadas, así como casas de postas.
Gracias a esta red cada vez más sofisticada se hizo posible poco a poco algo que ahora nos parece tan normal como planificar un viaje, pero que entonces no lo era. En el año 51 a.C., el orador Cicerón pudo recibir tres cartas de su amigo Ático mientras atravesaba Italia de Roma a Brindisi, e informarle con precisión de sus movimientos:
Te voy a enviar esta carta el 10 de mayo, justo antes de salir de Pompeya para Trébula, donde voy a pasar la noche con Poncio. Después me propongo viajar en etapas normales sin retrasos.
En esta época de GPS y móviles todo esto nos parece tan normal, pero no lo era, y como tantos otros avances del esplendor de Roma, se perdió con su caída.
La vía Apia cubría necesidades externas, fundamentalmente militares. Pero la propia ciudad tenía las suyas intramuros. En la época de Apio Claudio, Roma se acercaba a los sesenta mil vecinos (hablamos de la zona urbana, no del estado en su conjunto). La Roma imperial llegaría a ser un monstruo de más de un millón de habitantes, pero para finales del siglo IV a.C. sesenta mil era una cifra más que considerable.
Hasta entonces les había bastado con el agua de las fuentes y la que obtenían del Tíber. Pero cada vez necesitaban más, y a ser posible traída de lugares más apartados, donde los residuos de la propia ciudad no la contaminaran. En el mismo año en que empezaron las obras de la vía Apia, el censor Apio Claudio ordenó también la construcción del primer acueducto, que se denominó aqua Appia.
De nuevo, se trataba de una hazaña de la ingeniería, aunque después la superarían con mucho. Este acueducto medía casi diecisiete kilómetros de longitud, pero con el tiempo los romanos construirían otros de más de noventa kilómetros.
Aunque lo primero que se nos viene a la cabeza al hablar de acueductos es el de Segovia, con sus espectaculares arcos, la mayor parte del trazado solía ser subterráneo. Eso suponía una ventaja: era más fácil evitar que los enemigos contaminaran el agua arrojando cadáveres o, simplemente, bloquearan el flujo del acueducto. (La guerra química y biológica ya existía en la Antigüedad, aunque fuese todavía un tanto primitiva).
Para salvar ciertos valles, los ingenieros utilizaban sifones, aprovechando el principio de los vasos comunicantes. Pero, en general, la única fuerza que impulsaba el agua por los conductos era la gravedad. Para ello, construían el trazado con pendientes muy sutiles, a veces casi imperceptibles. El aqua Martia, iniciado en 144 a.C., y que traía aguas del valle del río Anio a más de noventa kilómetros de distancia, tenía en muchos tramos una pendiente de un 0,01 por ciento, algo que sólo podía conseguirse con instrumentos de medición muy precisos. De esa manera, el flujo de agua era constante, pero no violento.
En el momento de máximo esplendor de esta red, los acueductos llegaron a suministrar a Roma un millón de metros cúbicos de agua al día y sumaban más de ochocientos kilómetros. Servían no sólo a las necesidades básicas, como las mil quinientas fuentes públicas de la ciudad, sino también a ciertos lujos que hoy nos parecerían también imprescindibles, como los novecientos baños de Roma. Para supervisar todo este sistema había un funcionario especial, que mandaba sobre un cuerpo de ingenieros y más de setecientos operarios especializados. Al igual que las calzadas, los acueductos se convertirían en símbolo visible del poder de Roma, y algunos como el de Segovia o el Pont du Gard siguen admirándonos hoy día.