La segunda guerra Macedónica
Terminada la guerra contra Aníbal, los romanos tenían las manos libres para vengarse de Filipo. Pero habían firmado un tratado con él, y para romperlo necesitaban un casus belli.
Filipo andaba por aquel entonces enfrascado en conflictos diversos con el reino de Pérgamo y con la isla de Rodas. El senado envió embajadores para que entraran en tratos con ambos estados. La reunión se celebró en Atenas, que también estaba interesada en guerrear contra Filipo, y por parte de Pérgamo acudió en persona su rey Átalo.
Al negociar con las legaciones de Pérgamo y Rodas, los diplomáticos romanos les vendieron la idea de que pretendían evitar el imperialismo macedonio tanto en el Egeo como en el resto de Grecia. La intención de Roma era aislar a Filipo V, y prácticamente lo consiguió.
Atenas no tardó en declarar la guerra a Filipo, que mandó un ejército para invadir el Ática. Los embajadores romanos dijeron a Filipo que dejara a las ciudades griegas en paz, y el ejército macedonio abandonó el territorio llevando el ultimátum a su rey.
Pero Filipo no hizo caso y envió otro ejército a los Dardanelos, para asediar la ciudad de Abidos, cuya posición era estratégica en el estrecho. Roma envió otro ultimátum. Filipo dijo que lo que hacía no violaba el tratado de Fénice, pues Abidos no aparecía en las cláusulas, pero no le sirvió de nada, y los romanos enviaron un ejército a Iliria.
Mientras los embajadores y los mensajes iban y venían, Filipo prosiguió el sitio de Abidos. Los defensores de la ciudad se reunieron e hicieron un terrible juramento: si las murallas interiores caían, se suicidarían en masa. Además, cincuenta ciudadanos escogidos matarían a las mujeres y a los niños para evitar que Filipo los hiciera prisioneros. Esos mismos hombres también debían quemar dos barcos en los que los abidenos habían metido los tesoros que podían arder, y arrojar al mar todo el oro y la plata que habían acumulado en grandes pilas en la plaza del mercado. Mientras lo hacían, debían pronunciar asimismo terribles maldiciones contra quien se atreviera a poner las manos sobre el oro y la plata.
Obviamente, los abidenos no querían que Filipo se beneficiase de la caída de su ciudad. Cuando logró abrir una brecha en sus murallas y vio cómo los defensores se mataban entre ellos, el rey les concedió una tregua de tres días para que se suicidaran. Pasado este plazo, entró en una ciudad desierta y asolada por sus propios habitantes.
Entretanto, en Roma se seguía discutiendo si convenía embarcarse en una nueva guerra o no. Aunque el senado deliberaba sobre los asuntos exteriores, era la asamblea de los comicios centuriados la que gozaba de la potestad final de decidir cuándo se iba a la guerra y contra quién. En el año 200, el cónsul Publio Sulpicio Galba trató de convencer a los votantes para que lucharan contra Filipo en ayuda de sus aliados. Pero las heridas de la Segunda Guerra Púnica estaban tan abiertas que prácticamente seguían supurando. Cientos de miles de romanos e italianos habían muerto, muchas ciudades y cultivos habían sido devastados. Los ciudadanos de Roma no sentían tanto entusiasmo por lanzarse a la guerra como otras veces, y rechazaron la moción.
Pero Galba no se rindió. Lo que opinara el pueblo romano como colectivo era una cosa, y otra bien distinta los pensamientos y deseos de sus élites. Una vez llegado a cónsul, cualquier noble romano sabía que la única manera de dejar un recuerdo brillante de su magistratura era embarcarse en una guerra, a ser posible de gran magnitud.
No hay que olvidar las expectativas de conseguir un suculento botín: la guerra anterior contra Filipo había sido casi un simulacro para los romanos, y aun así habían saqueado cinco ciudades. Oriente ofrecía muchas más riquezas que Occidente. Lo que habían desvalijado en las costas del Adriático sólo era un aperitivo, pensaban, comparado con lo que podrían conseguir en el sur de Grecia, Macedonia y los reinos de Asia.
No se trataba tan sólo de obtener oro y plata. Los nobles romanos de principios del siglo II empezaban a educarse en la cultura griega. Muchos de ellos —como Escipión Africano, por ejemplo—, habían adquirido unos gustos estéticos muy refinados que los convirtieron en insaciables coleccionistas de obras de arte. Podían contratar, y contrataban, escultores y pintores que copiaran las obras maestras de los griegos. Pero la tentación de apoderarse de muchos de los originales era muy fuerte, y a menudo los generales romanos sucumbieron a ella.
Nada de esto dijo Galba cuando convocó por segunda vez a los comicios centuriados. Lo que vino a explicarles a los ciudadanos romanos era que no había mejor defensa que un buen ataque. En su discurso, el cónsul aseguró:
No se trata de elegir si habrá guerra o paz. Eso ya lo ha decidido Filipo, que está preparando sus ejércitos para combatir por tierra y por mar. Lo que se halla en nuestra mano es decidir si llevamos nuestras legiones a Macedonia o esperamos a que Filipo invada Italia.
Si cuando Sagunto estaba sitiada y pidió nuestra ayuda le hubiésemos enviado tropas, la guerra contra Aníbal se habría librado en Hispania, y nos habríamos ahorrado infinitas pérdidas en Italia.
Así que yo os digo: ¡que el escenario de esta guerra sea Macedonia! ¡Que el fuego y el acero destruyan sus ciudades y sus campos y no los nuestros!
El argumento convenció a los romanos, aunque no está nada claro que Filipo V se hubiese atrevido a invadir Italia, ya que sus intereses radicaban en Grecia y más al este. La táctica «defensiva» que propugnaba Galba era más bien imperialismo encubierto.
En los primeros años de esta nueva guerra no se libraron batallas decisivas. Tras Galba, sirvió como cónsul Publio Vilio, a quien sus propias tropas se le amotinaron. Pero todo cambió en 198 cuando los comicios eligieron como cónsul a Tito Quintio Flaminino.
Al igual que Escipión, Flaminino había recibido una esmerada formación, era un filoheleno declarado y comprendía los secretos de la política griega mejor que muchos de sus compatriotas. Otro punto en común con Escipión era su edad: tenía tan sólo treinta años cuando accedió al consulado.
Esta precocidad no era tan rara en su momento. Muchos jóvenes habían tenido que madurar a toda prisa y se habían convertido en soldados, oficiales o incluso generales durante los años de la guerra contra Aníbal. Por otra parte, las derrotas de Tesino, Trebia, Trasimeno y, sobre todo, el desastre de Cannas habían ocasionado una poda brutal en las filas del senado. Eso significaba que se necesitaban más aristócratas jóvenes para rellenarlas, y que surgían más oportunidades para los capacitados y los audaces.
No obstante, Flaminino se encontró con cierta oposición en el senado. Antes de alcanzar el consulado tan sólo había sido cuestor, y la costumbre exigía que pasara también por los cargos de edil y pretor. Pese a ello, consiguió ser elegido, y para complementar las tropas que ya había en Grecia reclutó veteranos de la guerra contra Aníbal.
Desde el momento en que Flaminino tomó el mando, el curso de la guerra cambió. Sus predecesores no habían librado más que escaramuzas con Filipo, sin llegar nunca a enfrentarse a él en campo abierto. Además, habían permitido que el joven rey fortificara el valle del río Aos sin tratar de asaltar su posición.
Apenas llegó Flaminino, en cambio, contrató guías locales para trepar por los montes, flanquear esta línea de defensa y atacar a los macedonios por la retaguardia. Filipo logró escapar de la encerrona sin grandes pérdidas, pero dejó el Epiro e Iliria definitivamente en manos de los romanos.
El nuevo cónsul se presentó a sí mismo como «libertador de Grecia» y exigió a Filipo que retirara todas las guarniciones macedonias de las ciudades griegas. No contento con esto, también le reclamó que abandonara Tesalia, territorio que pertenecía a los macedonios desde los tiempos de Filipo II, padre de Alejandro, y donde conseguían caballos y reclutaban valiosos jinetes.
Apoyando sus demandas diplomáticas, el cónsul empujó literalmente a los macedonios hacia Tesalia, expulsándolos del Epiro y de Grecia. También, pese a ser el «libertador», actuó en algunas ocasiones con suma dureza. Cuando la ciudad tesalia de Faloria se le resistió, la tomó al asalto y la borró del mapa como aviso para las demás.
Estos primeros éxitos, sumados a las gestiones de su hermano Lucio, que mandaba la flota como legado, consiguieron que los antiguos aliados de Filipo, entre ellos los miembros de la Liga Aquea, se pasaran al bando romano.
Sin embargo, como solía suceder en estas campañas, cuando Flaminino quiso darse cuenta, su año de mandato ya estaba expirando y aún le quedaba mucho por conseguir. Al enterarse de que Filipo había enviado embajadores a Roma para tratar sobre la paz, el cónsul mandó sus propios mensajeros.
La petición que hizo a los senadores puede sonar extraña: les rogó que sólo aceptaran la paz si estaban dispuestos a quitarle el mando de las tropas, para que él pudiera negociar las condiciones con Filipo y se llevara ese honor. Si, por el contrario, pensaban prorrogarle el mandato como procónsul, les dijo que no hicieran tratos con el rey macedonio.
La actitud de Flaminino era típicamente romana. Lo que no quería de ningún modo era que otro recibiera el mando y le robara todo el mérito de acabar la guerra contra Filipo y someter la mítica Macedonia, cuna de Alejandro Magno: esa gloria debía ser suya.
Hoy día, un político que actuara así procuraría al menos disimularlo y vender su conducta como altruismo en nombre del bien general. Pero en Roma la ambición y la competitividad no sólo no se consideraban defectos, sino virtudes deseables en su élite gobernante.
El grupo de presión de Flaminino en el senado consiguió que le prorrogaran el mando como promagistrado, con lo que las propuestas de paz de Filipo fueron rechazadas. Ahora que volvía a controlar la situación, Quintio Flaminino estaba decidido a librar una batalla decisiva y a conseguir la gloria en un solo golpe de mano.
En cuanto llegó el buen tiempo, el ahora procónsul se puso en marcha desde Tebas, en Grecia central, y se dirigió hacia el norte, a Tesalia. Llevaba consigo el típico ejército consular, formado por dos legiones y dos alae de italianos. Además, lo acompañaban soldados aliados de la Liga Etolia y arqueros mercenarios de Creta, infantes y jinetes númidas y, algo sorprendente en un ejército romano, elefantes de guerra.[23] En total debían de ser algo más de treinta mil hombres.
El ejército de Filipo, por su parte, constaba de veinticinco mil soldados. El núcleo «duro» de sus tropas lo constituían dieciséis mil hombres de infantería pesada, armados con sarisas, larguísimas picas que no habían dejado de crecer desde la época de Alejandro Magno y que pasaban de los seis metros de longitud y los cuatro kilos de peso.
Las falanges formaban en cuadros cerrados. Cuando llegaba el momento del combate, los soldados de las primeras filas abatían las picas y las proyectaban adelante. Al ser armas tan largas, eso significaba que las puntas de las cuatro o cinco primeras filas sobresalían de la falange, convirtiéndola en un inmenso erizo. El espectáculo, según confesión de otro general romano, Emilio Paulo, era sobrecogedor. Quien quisiera llegar al cuerpo a cuerpo con la primera fila de hoplitas no tenía más remedio que abrirse paso por entre todas aquellas puntas de hierro, una misión suicida.
En combate, una unidad de sarisas era tan devastadora como un inmenso rodillo. (De hecho, ése es el significado de la palabra phalanx: pensemos en la forma de rodillo de las falanges de los dedos). Pero, debido al exagerado tamaño de las picas, sus batallones o «sintagmas» se movían con lentitud y cierta torpeza.
Tanto Alejandro Magno como su padre Filipo habían utilizado la falange a modo de yunque, para fijar a la infantería enemiga en el sitio. Después usaban el martillo: devastadoras cargas de caballería lanzadas contra los puntos más débiles de su formación.
Pero para combatir así necesitaban muchos caballos. En Gaugamela, la obra maestra táctica de Alejandro, el rey macedonio disponía de un jinete por cada seis hombres de infantería. Los ejércitos de sus sucesores no poseían tropas de caballería tan numerosas ni de tanta calidad. Debido a ello, la falange se había convertido en la principal arma de los reyes helenísticos. Aunque no fuese demasiado maniobrable, como fuerza de choque frontal resultaba imparable.