La batalla de Cinoscéfalas

Los dos ejércitos se encontraron en Feras, al oeste de la ciudad tesalia de Volos. Pero el terreno no era adecuado para combatir, y romanos y macedonios se retiraron de allí. Durante dos días, ambas huestes siguieron senderos paralelos, separadas por elevaciones que les impedían verse.

Pasados estos dos días, las tropas de Flaminino acamparon cerca de Farsalia, y las de Filipo en las inmediaciones de Escotusa. Aquel paraje era conocido como Cinoscéfalas, o Cabezas de Perro, porque algunas de aquellas elevaciones recordaban esa forma. Al menos, eso cuentan los autores clásicos; el origen del topónimo podría ser un antiguo ritual o cualquier otra razón.

(Un inciso que es más bien una recomendación. Hay una serie del Canal de Historia, Decisive Battles, en uno de cuyos episodios se analiza la batalla de Cinoscéfalas, y que puede encontrarse en Internet buscando Battle of Cynoscephalae. El mecanismo para este análisis es una simulación de ordenador basada en el motor del juego Rome: Total War. Con sus limitaciones inevitables, es una forma interesante y muy ilustrativa de estudiar esta batalla. Aparte de la propia simulación, el documental cuenta con comentarios de diversos expertos en historia militar antigua).

Durante toda la noche llovió. Al amanecer, la humedad del suelo empezó a evaporarse. La niebla que cubría las colinas y, sobre todo, los valles, apenas dejaba ver. Para otear los alrededores, Filipo envió un destacamento a ocupar las crestas cercanas. Justo al otro lado se hallaba el campamento romano. Ambos ejércitos habían pernoctado allí sin percatarse de la cercanía del enemigo.

El cónsul había pensado lo mismo que Filipo, y había despachado a trescientos jinetes y mil soldados de infantería ligera como fuerza de reconocimiento. En las crestas se toparon con el destacamento macedonio y empezó un combate por dominar las alturas. Al ver que sus hombres perdían terreno, Flaminino envió más tropas, y lo mismo hizo Filipo.

El combate se convirtió en una escalada. A Aníbal le había ocurrido algo similar justo antes de la batalla de Trebia, pero había preferido ceder terreno y reconocer una mínima derrota en lugar de plantear una gran batalla campal en condiciones no elegidas por él.

Al igual que Aníbal, Filipo tampoco quería luchar. El terreno, bastante escarpado, no le parecía apropiado para desplegar su falange. Pero la caballería macedonia y tesalia y las tropas mercenarias habían conseguido apoderarse momentáneamente de las alturas. Sus hombres le informaron de que los romanos estaban huyendo: «No pierdas la oportunidad —le dijeron—. Los bárbaros no resistirán nuestro ataque. ¡Éste es tu día!».

Espoleado por los informes que recibía, el rey se decidió a sacar al grueso de sus tropas del campamento. Aunque el relieve no le fuera propicio, pensó que debía aprovechar la ventaja moral y el hecho de que las legiones romanas aún no estuviesen organizadas.

Filipo en persona tomó el mando del ala derecha de sus tropas y subió la colina. Cuando llegó arriba, desplegó a sus hombres en formación de combate. Mientras tanto, el flanco izquierdo, mandado por Nicanor, trepaba por la ladera en columna de marcha.

La bruma ya se había despejado. Desde la cresta, Filipo vio que sus mercenarios y sus tropas ligeras, que habían bajado la ladera persiguiendo a los enemigos, habían chocado contra el flanco izquierdo del ejército romano.

El rey decidió explotar el momento y también la posición: las tropas que atacan desde un terreno más elevado siempre gozan de ventaja. Perfectamente formada, el ala derecha del ejército macedonio bajó desde las alturas, ofreciendo a los romanos un frente impenetrable de sarisas. En el primer choque contra los legionarios, llevaron las de ganar y los obligaron a retroceder.

Pero el campo de batalla no se limitaba a esa zona. Mientras Filipo ganaba su propio combate poco a poco, en lo alto de la colina el ala izquierda de Nicanor todavía se estaba desplegando, conforme las unidades en orden de marcha coronaban la cresta y maniobraban para convertir la columna en un frente de combate.

Flaminino se dio cuenta de que los batallones de la falange de Nicanor no se habían formado todavía. Si daba tiempo a que ese flanco también cerrara filas y bajara las sarisas, los romanos estaban perdidos. Cargar ladera arriba siempre es arriesgado; entre otros motivos porque los soldados llegan a las alturas jadeando, como me enseñó medio año tomando cerros en infantería. Pero era su única oportunidad, así que el cónsul ordenó a su ala derecha lanzarse al ataque.

Por delante de los legionarios, Flaminino había apostado a los elefantes. Éstos cargaron los primeros contra la falange a medio desplegar y sembraron el pavor entre los macedonios. Detrás llegaron los legionarios, que aprovecharon los huecos abiertos por los paquidermos para terminar de desbaratar la formación enemiga. (Cinoscéfalas estaba sembrado de elevaciones, pero las laderas eran lo bastante suaves para que pudieran evolucionar por ellas tanto tropas de infantería pesada como jinetes y elefantes).

Así pues, aquella batalla dividida en dos empezó favoreciendo a cada bando en su propia ala derecha: Filipo estaba empujando a los romanos hacia el valle con el rodillo de su falange, mientras Flaminino hacía trizas a las tropas de Nicanor en las alturas. En casos similares, el resultado final dependía de quién tardaba menos en derrotar por completo a los enemigos de su zona y acudía antes a ayudar a sus camaradas en apuros.

Pero la batalla de Cinoscéfalas introdujo un nuevo matiz. Los ejércitos griegos apenas empleaban reservas: una vez entablada la refriega, casi todas las tropas se veían envueltas en ella. Por otro lado, sus generales —o reyes en este caso— participaban personalmente en el combate. Desde las primeras filas, disponían de una visión muy limitada y no podían saber lo que ocurría en otras zonas del campo de batalla ni, por tanto, enviar refuerzos a los lugares donde se necesitaban.

En cambio, la formación tradicional de los romanos, la triplex acies, significaba que siempre mantenían tropas en reserva a no ser que la situación se hiciese muy desesperada. Asimismo, su estructura de mando era más flexible, y tanto los tribunos como los centuriones podían tomar iniciativas en plena batalla.

En el caso de Cinoscéfalas, quien improvisó fue un tribuno militar situado en la retaguardia del ala de Flaminino. Desde las alturas, observó que en el valle sus compañeros del flanco izquierdo se encontraban en una situación crítica. Tomó a veinte manípulos, unos dos mil quinientos soldados que aún no habían entrado en combate, y les ordenó cargar contra la parte posterior de la falange de Filipo.

No era un gran número de hombres, pero resultaron decisivos. Corriendo ladera abajo, los legionarios llegaron rápidamente a la retaguardia macedonia. Allí no tardaron en provocar una carnicería.

La razón estribaba en el armamento y la forma de combatir de cada unidad. Los soldados macedonios, que hasta entonces empujaban y animaban a sus compañeros, tuvieron que darse la vuelta y formar un frente a toda prisa abatiendo las picas. No les dio tiempo a cerrarlo, y los romanos se colaron por el hueco como hormigas, con las espadas desenvainadas.

A esa distancia, los hombres de la falange estaban perdidos. Cuerpo a cuerpo, lo único que podían hacer con la sarisa era soltarla. Ellos también llevaban espadas, pero era su arma secundaria: ni sus hojas tenían tanta calidad de forja como los gladii hispanienses, ni ellos mismos se adiestraban en su manejo de forma tan sistemática como hacían los romanos.

Para colmo, como los hoplitas necesitaban ambas manos para empuñar la aparatosa sarisa, llevaban un escudo de apenas dos palmos que se colgaban del cuello con un tiracol, una correa de cuero. En cambio, los escudos de los legionarios bastaban prácticamente para cubrirles todo el cuerpo. Además los romanos sabían usarlo incluso como arma ofensiva para lanzar golpes y empujones y desequilibrar al adversario.

El ataque del tribuno y sus veinte manípulos sembró la muerte y el terror en la retaguardia macedonia. Tanto el desorden como el miedo se contagian con gran rapidez por las filas de un ejército. Filipo, que se apartó un poco del combate, se dio cuenta de lo que pasaba, reunió a todos los hombres que pudo y emprendió la huida, dejando al resto de su ala derecha a merced de los enemigos.

No por eso hay que acusarlo de cobarde. El rey era lo bastante inteligente para comprender que la batalla estaba sentenciada. Salvar el mayor número posible de tropas para combatir mañana era mejor que sacrificarse tontamente hoy, tal como había hecho Asdrúbal Barca en la batalla de Metauro.

Mientras la situación sufría este vuelco tan drástico en el valle, en las alturas Flaminino siguió acosando y persiguiendo al ala izquierda de Nicanor. Cuando los macedonios se vieron acorralados en la cima, levantaron las sarisas en vertical: era la forma convencional de comunicar que se rendían o que estaban dispuestos a pasarse al bando adversario.

Los romanos no entendieron bien este gesto, o no quisieron entenderlo, y aprovecharon que los macedonios apartaban de ellos las puntas de las picas para abalanzarse entre sus filas y masacrarlos con las espadas.

En la batalla perecieron unos ocho mil macedonios, y cayeron prisioneros otros cinco mil. Los romanos, por su parte, perdieron menos de mil hombres. Como era habitual, el grueso de las bajas se produjo cuando un ejército, en este caso el de Filipo, rompió la formación.

Tras el relato de la batalla, Polibio hace un alto en su narración para analizar las virtudes y defectos de la falange y de la legión, y también del armamento griego y romano. Esta comparación era un tópico en las conversaciones de su época, como también quién era el mejor general, si Alejandro, Aníbal, Pirro o Escipión. Los antiguos se tomaban estos temas con tanta pasión como si fueran hinchas de fútbol.

En cierto modo, la batalla de Cinoscéfalas había sido la Copa Intercontinental: como explica Polibio, los macedonios habían vencido a todos los ejércitos de Asia, y los romanos a los de África y Europa. Ahora, en la lucha definitiva, eran las legiones las que habían prevalecido. Según el análisis del historiador, la falange poseía un empuje frontal imparable, pero para explotar sus ventajas necesitaba un terreno liso y despejado. En cambio, los legionarios podían luchar como unidad o de forma independiente, y sus armas y su equipo eran más versátiles.

Como siempre, es muy fácil afirmar a toro pasado que esta batalla no podía haber tenido otro desenlace. En realidad, los acontecimientos podrían haberse desarrollado de otro modo si Filipo hubiese elegido un terreno más apropiado, o si aquel tribuno no hubiera adoptado la brillante iniciativa de tomar por su cuenta los manípulos de reserva y atacar la retaguardia macedonia.

Por otro lado, debemos tener en cuenta que los soldados que llevaba consigo Flaminino eran legionarios de la máxima calidad. La Segunda Guerra Púnica había convertido a los romanos en guerreros tan capaces como los profesionales del ejército de Filipo, sin privarles al mismo tiempo del espíritu patriótico propio de una milicia ciudadana. Cuando pasó el tiempo y los veteranos de la guerra contra Aníbal fueron retirándose o muriendo, la calidad de las legiones bajó mucho, y no se recuperaría hasta las reformas de Mario, a finales de siglo.

Tras la derrota de Cinoscéfalas, Roma pudo imponer a Filipo una paz según sus condiciones. Es decir, dejando bien claro que la República había aplastado a su rival y que éste no tenía más remedio que ceder a sus exigencias.

Por el tratado de Tempe, Macedonia se quedó reducida a sus antiguas fronteras, prácticamente las mismas que la limitaban cuando otro Filipo, el padre de Alejandro, se convirtió en rey. Además, tuvo que entregar una indemnización de mil talentos de plata, devolver los prisioneros romanos sin cobrar rescate y pagar por los suyos. También renunció a casi toda su flota y se comprometió a que su ejército no pasaría de cinco mil soldados. Como estado «amigo de Roma», Macedonia se comprometía a consultar a la República antes de embarcarse en ninguna otra guerra. Para asegurarse del buen comportamiento de Filipo, su hijo Demetrio fue enviado como rehén a Roma.

Cuando el senado y los comicios ratificaron la paz, en el año 196, Flaminino se presentó en los Juegos Ístmicos que se celebraban en Corinto y proclamó que, después de más de un siglo de protectorado macedonio, Grecia volvía a ser libre.

Había decenas de miles de griegos rodeando el estadio donde se celebraban las carreras. Cuando la trompeta ordenó silencio y el heraldo leyó por dos veces el decreto de Flaminino —que todas las ciudades y pueblos recuperaban sus tierras, sus leyes y sus libertades—, los presentes se pusieron en pie como un solo hombre y aclamaron al procónsul, y en su afán por acercarse a verlo e incluso rozar las ropas del libertador estuvieron a punto de arrollarlo.

Según cuenta Plutarco, los aplausos y los vítores fueron tan estruendosos que los cuervos que sobrevolaban el estadio cayeron muertos al suelo. La explicación del autor griego es curiosa:

Al ser tan numerosas las voces y sonar tan altas, el aire se rompe y ya no ofrece superficie de sustento a los pájaros, que se precipitan al suelo como quien intenta caminar sobre el vacío.

Si los cuervos cayeron muertos, es más fácil pensar que se debió a lo que hoy llamaríamos «estrés». En cualquier caso, con portentos o sin ellos, los griegos se sintieron entusiasmados con aquel hombre joven y amante de la cultura helena que los había librado del yugo macedonio.

Para su desgracia, muchos de ellos vivirían lo suficiente para comprobar que tan sólo habían cambiado un dominador por otro.