Primeras batallas

La zona a la que llegó el ejército cartaginés pertenecía a los taurinos, una tribu céltica que ocupaba los alrededores de la actual ciudad de Turín y que era rival de los insubres. Buscando la alianza de éstos, Aníbal atacó a los taurinos, tomó su principal fortaleza y los masacró. Allí sus hombres pudieron descansar un poco y renovar provisiones.

La brutalidad con que trató a los taurinos hizo que otras tribus cercanas le mandaran embajadores para pactar su amistad. A Aníbal le convenía: no sólo quería que los galos del valle del Po dieran problemas a los romanos, sino que necesitaba reforzar su ejército con más efectivos.

Después, Aníbal prosiguió su camino hacia el este. Fue entonces cuando se enteró de que Escipión le aguardaba al frente de un ejército. Aquello lo sorprendió: ¿no había burlado a ese mismo ejército semanas antes, al otro lado de los Alpes?

Lo que no sabía era que Escipión había renunciado al mando de esas legiones —una conducta poco habitual—, dejándoselas a su hermano Cneo para que las llevara a España. Después, el cónsul había regresado a Pisa en barco para hacerse cargo de las tropas situadas en el valle del Po, que hasta ese momento estaban bajo la autoridad de dos pretores.

Mientras Aníbal avanzaba, Escipión llegó al punto donde el río Tesino, que baja desde el norte, une sus aguas con el Po. Allí, entre el propio Po y una estribación montañosa que se proyecta como un espolón desde los Apeninos, el cónsul podría haberse fortificado para esperar a que llegara del sur su colega Sempronio. Era un lugar fácilmente defendible, y tenía la retaguardia cubierta por las colonias de Placentia y Cremona.

Sin embargo, Escipión actuó con la clásica agresividad romana. Tal vez pensó que, si vencía a un enemigo exhausto tras el paso de los Alpes, se llevaría toda la gloria él solo. O quizá temió que Aníbal volviera a pasar de largo y lo dejara con cara de tonto, como había hecho al cruzar el Ródano.

En lugar de aguardar en la orilla este del río Tesino, Escipión se arriesgó a atravesarlo fabricando un puente de pontones. Dos días después, al enterarse de que los cartagineses estaban cerca, tomó a sus jinetes y a la infantería ligera de los velites y avanzó para reconocer el terreno.

Era lo mismo que estaba haciendo Aníbal con su propia caballería. Ambas formaciones se divisaron, seguramente por la nube de polvo. Cuando ésta era ancha y espesa, delataba los movimientos de un ejército de infantería. En cambio, una polvareda más fina y alta revelaba la cabalgata de una columna de jinetes.

En lugar de retroceder para reunirse con el grueso de sus tropas, ambos generales decidieron atacar. Aníbal llevaba con él sus seis mil jinetes, mientras que Escipión tenía cuatro mil.

En cuanto a los velites, no sabemos cuántos acompañaban al cónsul, pero no le sirvieron de nada. Las batallas solían empezar con un intercambio de venablos y flechas entre la infantería ligera. Sin embargo, junto al río Tesino las cosas se precipitaron, y ambas caballerías cargaron la una contra la otra.

El combate que se trabó fue duro y al principio igualado, y los jinetes de ambos bandos llegaron a desmontar para luchar a pie. La batalla la decidió en este caso la superioridad numérica de la caballería de Aníbal. Sus jinetes númidas pusieron en fuga a los velites, y después atacaron los flancos de la caballería del cónsul en una maniobra envolvente; la primera de muchas en esta guerra. El propio Escipión resultó malherido, y su hijo Publio, que tenía sólo diecisiete años, tuvo que salvarle la vida. Recordemos a este joven, porque desempeñará un papel decisivo en esta historia.

Los romanos se retiraron a uña de caballo, dejando más de dos mil muertos en el campo de batalla. Aníbal los persiguió un trecho, pero al encontrarse con el río y con el puente de pontones destruido renunció a continuar.

Tesino fue un combate menor comparado con otras batallas de esta guerra, pero subió mucho la moral de las tropas de Aníbal. En cuanto a Escipión, lo desanimó tanto que en lugar de mantener la posición en el río retrocedió al este, hasta Placentia. Pero su ejército no cabía en la ciudad, de modo que se vio obligado a levantar un campamento cerca, en la orilla oeste del río Trebia.

Poco después llegó Aníbal y montó su base a unos diez kilómetros. Sin más dilación, el cartaginés desplegó a sus tropas, ofreciendo batalla a Escipión. Pero éste, fuese por su herida o porque se sentía desmoralizado, no aceptó y decidió esperar la llegada del otro cónsul.

Mientras tanto, las noticias del primer éxito de Aníbal se propagaron por la parte occidental del valle del Po y muchas tribus locales acudieron a unirse a él. Incluso las tropas galas que servían con Escipión desertaron de noche y se sumaron a los cartagineses. Su despedida fue sanguinaria: antes de irse, decapitaron a los romanos que dormían cerca de ellos en el campamento y se llevaron sus cabezas como siniestro trofeo.

Cuando los boyos enviaron embajadores a Aníbal para unirse a él, Escipión comprendió que su posición actual era insostenible, pues podía verse atacado por la espalda por las tribus galas. Poco antes de amanecer, se retiró al otro lado del río Trebia, cerca de un paso que atravesaba los Apeninos. Si la cosa se torcía todavía más, por allí podría cruzar las montañas y llegar hasta Génova. Ésta, aun siendo una ciudad de los ligures, había pactado una alianza con Roma.

Por suerte para él, Sempronio llegó al fin con sus dos legiones. Había recorrido mil ochocientos kilómetros desde Sicilia en tan sólo cuarenta días, toda una proeza. Ahora, pese a las bajas sufridas en Tesino, los romanos gozaban ya de superioridad numérica.

Pocos días después, una partida de saqueadores del ejército de Aníbal se topó con un destacamento romano, y lo que empezó como escaramuza subió de grado hasta convertirse en un combate en toda regla. Cada bando alimentó la lucha con más tropas, hasta que Aníbal comprendió que la situación se le estaba escapando de las manos y ordenó retirada. La primera batalla la había vencido de forma imprevista, pero ahora no quería enzarzarse en otra sin antes preparar el terreno.

Aquella refriega, aunque de poca importancia, contó como victoria romana. Eso animó al cónsul recién llegado, que insistió en plantear una batalla campal. Escipión trató de disuadirlo, pero no lo consiguió. A algunos historiadores les extraña su actitud, pues hasta ese momento se había mostrado muy agresivo. Pero hay que tener en cuenta que seguía herido, lo que empeoraba su ánimo, y que había sido derrotado y humillado por Aníbal.

Para entonces, había llegado el solsticio de invierno. Los romanos tenían casi cuarenta mil soldados de infantería más cuatro mil de caballería. Aníbal, gracias a los refuerzos galos, contaba con veintiocho mil infantes, diez mil jinetes y más de treinta elefantes.

La batalla se libró en la orilla occidental del río Trebia, en un terreno plano que eligió el propio Aníbal y al que atrajo a Sempronio gracias a una incursión de sus jinetes númidas. Los legionarios, siguiendo el señuelo, cruzaron casi al amanecer las aguas del río, que bajaban gélidas a esas alturas del año.

Cuando se vieron al otro lado del Trebia, los romanos estaban empapados y tiritando de frío. Frente a ellos se encontraban los cartagineses, desplegados, descansados y secos.

Lo sensato habría sido dar media vuelta y esperar una ocasión mejor. No obstante, la proverbial agresividad romana les hizo marchar contra el centro del ejército de Aníbal, formado por infantería gala a la que flanqueaban iberos y libios. Los galos, menos disciplinados, acabaron cediendo en ese punto, y tras un arduo combate los legionarios lograron romper sus filas.

Sempronio debió pensar entonces que estaba ganando la batalla. Pero cuando se dio la vuelta para estudiar la situación, a través de la lluvia que había empezado a caer vio que en los flancos las tropas aliadas y su caballería estaban llevándose una terrible paliza.

Para colmo, durante la noche Aníbal había emboscado a unos dos mil hombres mandados por su hermano Magón, ocultándolos entre las escarpadas orillas de un torrente de montaña. Cuando llegó el momento, atacaron la retaguardia romana, y los veteranos triarios se vieron obligados a entrar en combate sin apenas tiempo para prepararse.

Hostigado de esta manera, Sempronio decidió que no podía acudir en ayuda de las unidades aliadas de los flancos. Con diez mil hombres, logró retirarse del campo de batalla manteniendo más o menos el orden. Puesto que les era imposible regresar a su base, se dirigieron a Placentia.

Mientras tanto, el resto de sus tropas fueron masacradas cuando intentaban cruzar el río y volver al campamento por donde habían venido. Quienes más muertes causaron fueron la caballería y los elefantes. Ésta fue, por cierto, la última batalla en la que participaron los paquidermos, pues los meses de invierno fueron muy crudos y acabaron con todos salvo uno.

Sempronio trató luego de vender la batalla como un empate, ya que había conseguido vencer al centro del ejército de Aníbal. Pero el recuento de muertos afirmaba otra cosa: los romanos habían perdido cerca de veinte mil hombres, mientras que las bajas de Aníbal eran muy inferiores y se habían producido sobre todo entre sus nuevos aliados galos, a los que había situado en el medio.

Como se ve, Aníbal y sus enemigos luchaban con tácticas muy distintas. Mientras que los romanos trataban de poner todo su empuje en el centro, Aníbal apostaba sus mejores tropas en los flancos. De ese modo, el propio impulso de los legionarios los metía en las fauces de una maniobra envolvente. Para su desgracia, Trebia no sirvió para que los romanos aprendieran la lección.

Tras su segunda victoria, el valle del Po se hallaba prácticamente en poder de Aníbal. Las tropas romanas que seguían allí estaban confinadas en las colonias de Placentia y Cremona, y no se atrevían a salir a forrajear por miedo a la caballería enemiga, de modo que tenían que recibir provisiones por medio de barcas que remontaban las aguas del gran río.

Durante el invierno, Aníbal dio descanso a sus tropas y siguió enviando embajadores a las tribus galas. También soltó a los prisioneros italianos que había capturado y los envió de regreso a sus ciudades sin cobrar rescate, con la condición de que entregaran su mensaje: él, Aníbal Barca el cartaginés, no había venido a conquistar, sino a liberar Italia del yugo romano.

Para conseguir que los italianos abandonaran la alianza con Roma, Aníbal tenía que acercarse a ellos viajando al sur. También sus aliados galos le presionaban en este sentido. Estaban deseando volver a Italia central, vengar ofensas muy recientes y de paso cobrar un suculento botín.

Así pues, en la primavera de 217 Aníbal se puso en marcha con unos cuarenta y cinco mil infantes y diez mil jinetes. Si antes había cruzado los Pirineos y los Alpes, ahora tenía una nueva barrera ante él: los Apeninos, que dividían la península en dos partes. Podía atravesarles hacia la región costera de Piceno o ir directamente al sur a Etruria, con lo que amenazaría más de cerca la propia ciudad de Roma.

Fue esta última opción la que tomó. Pero el viaje resultó más penoso de lo que imaginaba. Aunque sortearon los Apeninos sin problemas, al bajar al llano se encontraron con que el río Arno se había desbordado y toda la región se hallaba empantanada. Pasaron tres jornadas enteras cruzando las ciénagas. El suelo estaba tan mojado que, para dormir, algunos hombres tendían sus mantas y colchonetas sobre los cadáveres de las bestias de carga que morían sobre la marcha.

El propio Aníbal sufrió una oftalmia, algún tipo de infección ocular cuyo diagnóstico es imposible precisar. Como resultado perdió la visión del ojo derecho. A esas alturas, viajaba a lomos del único elefante que les quedaba, un bravo ejemplar llamado Sirio.

Mientras tanto, en Roma acababan de elegir como cónsul al mismo Flaminio que había luchado unos años antes contra los insubres y al que Polibio llamaba «demagogo» por su actuación anterior como tribuno de la plebe. Su colega era Servilio Gémino.

Sabiendo que Aníbal sólo podía tomar las dos rutas que antes he comentado, el senado envió a Servilio a Arimino, en la costa del Adriático, mientras que Flaminio se dirigía a Arretio, en Etruria. El plan era averiguar lo antes posible qué camino tomaban los cartagineses y mandarse emisarios para reunir ambos ejércitos y luchar contra el invasor con dos ejércitos consulares.

Pero Aníbal fue más rápido de lo que esperaban y sobrepasó la posición de Flaminio sin que éste se diera cuenta. En cuanto el cónsul se enteró, envió un mensaje a Servilio y emprendió la persecución de los púnicos.

Lo que acababa de ocurrir revelaba un defecto del que por aquel entonces adolecía el ejército romano, muy descuidado a la hora de explorar el terreno. En gran parte era culpa de la caballería romana. Los equites que la formaban eran miembros de la clase superior adiestrados en una moral aristocrática de combate, y las tareas de exploración no iban mucho con ellos.

Polibio cuenta aquí que los tribunos militares pidieron a Flaminio que no persiguiera a Aníbal. De nuevo, se trata de una prevención contra un personaje demasiado «democrático», por llamarlo de alguna manera, y que además era un homo novus, un advenedizo en la nobleza romana. Polibio era griego, por lo que los prejuicios de casta romanos no debían afectarle tanto. Pero sus informantes pertenecían sobre todo a familias nobles, como la de los Escipiones, y estaban mucho más dispuestos a disculpar las derrotas de los suyos que las de los «hombres nuevos».

En cualquier caso, el ejército consular siguió los pasos de Aníbal y encontró por doquier huellas de saqueo y destrucción, lo que incitó todavía más los deseos de luchar de los romanos. Tengamos en cuenta que los soldados de aquellas legiones todavía no habían luchado contra Aníbal y se encontraban deseosos de vengar las humillaciones sufridas por sus compatriotas. Se hallaban tan convencidos de su victoria que llevaban cadenas y grilletes para apresar a los guerreros enemigos y venderlos como esclavos.

Había sólo una jornada de viaje entre ambos ejércitos. La ruta que seguía Aníbal lo llevó el 20 de junio hasta el lago Trasimeno. Allí, el camino giraba hacia el este y discurría por un llano estrecho entre el agua y la ladera del monte, que estaba sembrada de bosques. Más allá de la curva donde ese sendero giraba de nuevo hacia el sur, Aníbal plantó su campamento.

Al atardecer del mismo día, el ejército de Flaminio llegó a las orillas del lago. Desde allí divisó el acuartelamiento cartaginés, pero era ya muy tarde para atacar y decidió pernoctar en el sitio.

El día 21 amaneció con bancos de bruma que se levantaban de las aguas del lago. Pese a la escasa visibilidad, Flaminio, que recordaba dónde estaban acampados los enemigos, ordenó acelerar el paso para sorprenderlos cuanto antes.

El ejército viajaba en orden de marcha, no de batalla. Eso significa que en vanguardia iban destacamentos de caballería romana y aliada más las tropas aliadas de élite conocidas como extraordinarii y que estaban a disposición directa del cónsul. Detrás venían la infantería aliada que formaba el ala derecha, las legiones propiamente romanas y, por último, las tropas del ala izquierda. Cada una de las legiones, a su vez, formaba en tres columnas de marcha, con los astados, los príncipes y los triarios caminando en paralelo de tal manera que bastaban unas rápidas órdenes de corneta para girar hacia la izquierda y dejar a los astados mirando al frente. De ese modo, el orden de marcha se convertía en orden de combate.

Las deficiencias del sistema de exploración romano volvieron a quedar al desnudo. Los romanos no solían tomarse la molestia de enviar jinetes muy adelantados, porque estaban convencidos de que a la luz del día un enemigo lo bastante numeroso como para suponer un auténtico peligro se divisaría desde muy lejos. Pero en esta ocasión los rayos de sol apenas conseguían atravesar la niebla.

Cuando la vanguardia de Flaminio llegó al punto donde el camino empezaba a subir, se topó con las tropas de Aníbal casi de repente. El cónsul debió de pensar que se trataba de la retaguardia, pero no tardó en salir de su error.

En ese momento sonaron trompetas que despertaron ecos metálicos por las frondosas laderas que flanqueaban la orilla norte del lago. A lo largo de toda la línea de marcha, los romanos se volvieron a su izquierda, perplejos y asustados. De entre los árboles y la bruma, como fantasmas, surgían miles de enemigos que los atacaban entre salvajes gritos de guerra.

¿Qué había ocurrido?

Después de plantar el campamento en la parte oriental del lago y percatarse de la llegada de los romanos por el lado oeste, Aníbal había decidido tenderles una emboscada. Lo que hizo demuestra el dominio que ejercía sobre sus tropas, porque la maniobra era muy complicada. Recordemos que una fallida marcha nocturna por un bosque había supuesto para Pirro la derrota de Malventum y el final de su aventura italiana.

Sin embargo, los hombres de Aníbal la llevaron a cabo a la perfección. Al amparo de la oscuridad y divididos en varias columnas, se alejaron del lago, rodearon las colinas y luego se internaron entre la espesura para tomar posiciones paralelas al camino y ladera arriba. Con la angostura del llano entre los árboles y la orilla, el paraje resultaba ideal para una emboscada.

Y en ella cayó todo el ejército romano: la trampa estaba tan bien diseñada que, cuando la vanguardia de Flaminio se topó con los iberos y los libios, la retaguardia había sobrepasado ya la posición donde se encontraba parte de la caballería de Aníbal, cerrando aquel cepo gigante.

Aunque habían sido sorprendidos en una posición indefendible y sin tiempo para desplegarse de forma apropiada, los romanos resistieron con fiereza. Flaminio, por su parte, intentó poner orden entre sus tropas. El problema fue que, montado a caballo, ataviado con la rica armadura propia de un cónsul y con su portaestandarte al lado, descollaba demasiado entre los demás. Un guerrero insubre llamado Ducario lo reconoció: Flaminio era el mismo cónsul que había derrotado a su pueblo cinco años antes y había subyugado la Galia Cisalpina.

Ducario se abalanzó sobre él, seguido por más jinetes celtas. El armiger o escudero del cónsul se interpuso, pero él lo apartó a un lado y atravesó con su lanza a Flaminio. Sin embargo, no logró expoliarlo como pretendía, pues los triarios protegieron el cadáver de su general cubriéndolo con sus escudos.

Empeño vano, en cualquier caso. La pelea se prolongó durante tres horas, pero los romanos estaban condenados desde el primer momento. Los únicos que salieron bien parados fueron los de la vanguardia. Allí, unos seis mil hombres consiguieron abrirse paso entre los enemigos y huyeron de la trampa trepando por las laderas.

Sólo al llegar arriba y volver la vista atrás pudieron apreciar, entre los últimos retazos de niebla, la auténtica escala del desastre. Los romanos y sus aliados perecían a miles entre los árboles y el lago. Muchos abandonaban las armas y se refugiaban en el agua. Pero quienes tenían armas más pesadas se hundían y se ahogaban; otros llegaban tan sólo hasta donde el agua no les cubría, y allí eran presa fácil de la caballería enemiga, que se divertía decapitándolos como si segaran mieses.

Al darse cuenta de que sus siluetas se perfilaban en la cresta de la colina y podían ser avistados, los supervivientes de la vanguardia bajaron los estandartes y se apresuraron a huir y a refugiarse en una aldea cercana, ya que comprendían que no podían hacer nada por ayudar a sus compañeros.

Horas después, Aníbal envió a perseguirlos a Mahárbal, jefe de su caballería. Mahárbal consiguió que le entregaran las armas con la promesa de dejarlos marchar, pero cuando lo hicieron los apresó y los llevó con los demás. Como había hecho antes, Aníbal soltó a los prisioneros que no eran romanos y los envió de vuelta a casa: él también sabía aplicar el lema «Divide y vencerás».

La batalla de Trasimeno acabó en otro completo desastre para los romanos. Quince mil hombres murieron y otros tantos cayeron prisioneros. Aníbal sólo perdió mil quinientos soldados, en su mayoría galos. Era una cifra de bajas aceptable. Aun así, considerando que la emboscada había salido a la perfección y los romanos estaban condenados desde el principio, esos mil quinientos muertos demostraban que se habían resistido con uñas y dientes.

Como las desgracias nunca llegan solas, los romanos sufrieron otro revés en los días siguientes. El cónsul Gémino, que marchaba a toda prisa para reunirse con Flaminio, había enviado a sus jinetes por delante. Estos cuatro mil hombres sufrieron otra emboscada de Mahárbal. Los que no perecieron cayeron prisioneros. De golpe, el segundo ejército consular se había quedado cojo, privado de su caballería.

Es comprensible que la alarma cundiera en Roma. Estaban acostumbrados a sufrir derrotas, pero no tres seguidas. Pirro les había vencido dos veces, y al menos ellos habían conseguido infligirle tantas bajas como para convertir en proverbial la expresión «victoria pírrica». Pero a Aníbal apenas conseguían hacerle mella: la mayoría de sus muertos eran celtas a los que podía reemplazar fácilmente con el señuelo del botín y el odio que sentían por los romanos.

En aquel momento, nada se interponía entre Roma y el ejército enemigo, ya que las tropas de Gémino se hallaban al norte. Sin embargo, Aníbal no atacó la ciudad, sino que cruzó los Apeninos de nuevo y se dirigió hacia el este, a Piceno. ¿Por qué no siguió hasta Roma entonces?

Su ejército necesitaba un descanso. Tras las penalidades del paso de los Alpes, la travesía de los pantanos y las diversas batallas, las monturas estaban afectadas de sarna y los hombres de escorbuto. A orillas del Adriático, los soldados se repusieron con una alimentación adecuada y curaron las llagas de los caballos bañándolos con vino. Aníbal también aprovechó para equipar a su infantería libia con las armas arrebatadas a los romanos.

Mientras tanto, el senado decidió que la ocasión requería tomar medidas de urgencia y nombró dictador a Fabio Máximo.

Ya hemos visto que el dictador era un magistrado excepcional, pues su cargo sólo duraba seis meses y no tenía un colega de su mismo rango que pudiera vetarlo. A cambio, su lugarteniente era el magister equitum o jefe de la caballería. La razón era que el dictador debía compartir el destino de los soldados de infantería, y por eso tenía prohibido montar a caballo: el magister equitum mandaba a los jinetes por él.

Sin embargo, a estas alturas y con escenarios bélicos situados a cientos de kilómetros y frentes de batalla que se extendían miles de metros, aquella norma arcaica resultaba un anacronismo y un inconveniente, y se derogó.

Fabio Máximo tenía ya cerca de sesenta años, para entonces había sido cónsul dos veces y dictador otra, y había participado en la embajada que ofreció la guerra a Cartago. Ahora, tras nombrar como jefe de caballería a Minucio Rufo, Fabio ordenó una nueva leva.

Sumando aquellas fuerzas a los hombres del cónsul Gémino, disponía de unos cuarenta mil hombres. Pero andaba muy corto de caballería, y su infantería carecía de calidad suficiente: muchos soldados eran bisoños, mientras que otros eran supervivientes de las derrotas ante Aníbal, lo que rebajaba mucho su moral.

Tras llevar a cabo todas las ceremonias religiosas con escrupuloso cumplimiento —en Roma se dijo que Flaminio las había descuidado y por eso él y sus hombres habían perecido—, Fabio Máximo se puso en camino, buscando a Aníbal.

Éste, ya repuestos sus hombres, había dejado el Piceno para dirigirse al suroeste. Cerca de un pueblo llamado Ecas, el ejército de Fabio Máximo se presentó y acampó a unos kilómetros de distancia.

Al verlo, Aníbal desplegó sus tropas y le ofreció batalla, confiado en derrotar por cuarta vez a los romanos. Pero éstos no abandonaron la seguridad de su empalizada, ni ese día ni al siguiente ni al otro.

En aquel tiempo, a no ser que uno cayera en una emboscada como la del lago Trasimeno, las batallas se libraban por una especie de consenso, con ambos ejércitos desplegados en un llano. Puesto que Fabio se negaba a salir de su campamento, Aníbal no podía atacarlo, ya que habría perdido miles de hombres en las fosas, terraplenes y empalizadas que lo rodeaban.

Cuando comprobó que Fabio no quería combatir, Aníbal volvió a ponerse en marcha y saqueó las comarcas que atravesaba. De esa manera, pretendía demostrar a los aliados de Roma que ésta ya ni siquiera tenía capacidad para defender sus campos. Sin embargo, por el momento no consiguió que nadie abandonara la causa romana para unirse a él: los lazos políticos de Roma, o el temor que despertaba entre sus aliados, eran todavía muy fuertes.

Fabio siguió en todo momento a Aníbal, marchando en paralelo con él y atacando a grupos aislados, siempre desde terrenos más altos para estar en ventaja. Debido a esta táctica los propios romanos llamaron a su dictador Cunctator, «el que se retrasa», pero también «el precavido», según el matiz que se quiera interpretar.

En una ocasión, Fabio estuvo a punto de atrapar a Aníbal. Cerca del campo de Falerno, una zona de Campania famosa por sus vinos, el dictador ocupó con cuatro mil hombres las alturas de un paso que tenía que atravesar Aníbal. Éste ordenó a su oficial de logística, Asdrúbal, que consiguiera dos mil bueyes y les atara ramas a los cuernos. Después ordenó a los soldados cenar y dormir durante las últimas horas de la tarde.

Ya de noche, al final de la tercera guardia, los boyeros prendieron fuego a las ramas atadas a los cuernos y llevaron a los animales ladera arriba, escoltados por soldados de infantería ligera armados con picas.

Al ver las luces, los romanos emboscados en las alturas pensaron que se trataba de una columna de marcha y corrieron por las crestas para atacarlos. Para su sorpresa, se encontraron con los bueyes y con los piqueros, y se entabló una furiosa refriega entre los peñascos.

Mientras tanto, el grueso del ejército de Aníbal entró en silencio en el desfiladero y logró salir del paso, ya que el punto estratégico que lo dominaba había sido abandonado por sus defensores. Poco después de llegar al otro lado, se hizo de día. Al volver la vista atrás y ver a sus soldados en las alturas, luchando todavía con los romanos, Aníbal envió una partida de iberos en su ayuda. Juntos, derrotaron a los enemigos y se reunieron con los demás fuera del desfiladero.

Aníbal había demostrado su astucia y había salido del aprieto con todo el botín cobrado en Campania, bueyes incluidos. Aquello resultó muy humillante para los romanos, que empezaron a criticar a Fabio. Ya no sólo lo llamaban Cunctator, sino también «el pedagogo de Aníbal», refiriéndose al esclavo que acompañaba a los niños a la escuela cargando con sus tablillas y su almuerzo.

Llevados por su impaciencia y su irritación, los romanos tomaron una medida sin precedentes y concedieron a Minucio Rufo, el magister equitum, los mismos poderes que al dictador. Era como si, de hecho, los hubieran convertido a ambos en cónsules. La razón fue que Minucio había conseguido una pequeña victoria en una escaramuza a la que los romanos, hambrientos de noticias positivas, otorgaron mucha más importancia de la que en realidad tenía.

Minucio, cansado también de las contemplaciones de Fabio, decidió actuar cuanto antes. Pero no tardó en caer en una emboscada. En ella perecieron muchos hombres, y si no perdió a todo su ejército fue por la oportuna llegada de los soldados del dictador, que les cubrieron la retirada.

Agradecido y avergonzado, Minucio entregó el mando a Fabio y lo saludó como padre. Teniendo en cuenta que los padres romanos poseían sobre sus hijos el ius vitae necisque, «derecho de vida y muerte», significaba que se ponía en sus manos. Del mismo modo, ordenó a sus hombres que se dirigieran a los de Fabio como patronos, indicando con ello que eran como esclavos liberados que les debían gratitud.