El asedio de Sagunto
Cuando se convirtió en jefe de las fuerzas cartaginesas, Aníbal tenía veintiséis años. Joven, pero experimentado: llevaba la mayor parte de su vida en España. Además, estaba casado con la hija de un rey local, lo que permite suponer que conocía algunas lenguas de la península y podía comunicarse con sus mercenarios iberos. De todos modos, ya comenté al hablar del ejército púnico que sospecho que existía una lingua franca, y que podría haber sido el griego: por los resultados, es evidente que la máquina de guerra creada por Amílcar y perfeccionada por Asdrúbal y Aníbal se entendía al menos en lo básico.
A partir de este momento, los acontecimientos se aceleraron. No sabemos qué intenciones habría tenido Asdrúbal para el futuro, si se habría conformado con afianzar el poder cartaginés en España o si se habría lanzado a la guerra contra Roma. Pero los planes de Aníbal estaban muy claros.
Durante su primer año de mandato, el nuevo general o rab mahanet realizó una campaña por el centro y el noroeste de España, y llegó hasta el río Duero y la actual Salamanca. La mayor batalla que libró fue cerca de Toledo. En ella permitió que el ejército enemigo cruzara el Tajo para lanzar sobre él una carga de caballería y de elefantes seguida por una ofensiva de infantería. Impresionadas por su victoria, otras tribus le enviaron propuestas de paz que más bien eran de sumisión.
Gracias a esta campaña, los dominios de Aníbal llegaban ya casi hasta el Ebro, el límite del que no debía pasar según el tratado firmado con Roma. Pero en sus territorios había una ciudad que no sólo era independiente, sino que desde hacía poco mantenía una entente con el pueblo romano: Sagunto.
Sagunto estaba habitada por edetanos, una tribu ibérica. En el año 220 mantuvo una disputa con otro pueblo vecino que saqueaba su territorio. Ese pueblo era aliado de Cartago —como casi todos los de la zona— y pidió a Aníbal que mediara en la disputa.
Sagunto, por su parte, pidió ayuda a su aliada Roma. Los romanos enviaron una embajada a Aníbal y le dijeron que no se atreviera a cruzar el Ebro y que no molestara a los saguntinos.
A Aníbal no debía de convencerle en absoluto dejar una cuña enemiga incrustada en su territorio. Sagunto podía servir como cabeza de puente o como excusa para los romanos. Éstos habían puesto el pie en Sicilia con el pretexto de la llamada de los mamertinos para terminar arrebatándole la isla a Cartago. Después habían hecho lo mismo con Cerdeña. ¿Quién podía impedirles ahora que, con su poderosa flota, enviaran un ejército consular para ayudar a los saguntinos y se quedaran ya para siempre en España?
Aníbal decidió tomar la ciudad. No fue fácil. Sagunto poseía sólidas murallas y aguantó desde mayo de 219 hasta diciembre o principios de enero del año siguiente. Pero al final cayó, sin que en ningún momento apareciera un ejército romano para ayudar a sus habitantes.
En realidad, en el año 219 Roma andaba embarcada en la Segunda Guerra Ilírica. El sucesor de Teuta como regente del joven príncipe Pines, Demetrio de Faro, había roto sus pactos con los romanos haciendo incursiones al sur de Lisos. El cónsul Lucio Emilio Paulo zarpó con una flota y combatió contra las tropas de Demetrio, al que derrotó y obligó a exiliarse fuera de Iliria.
No obstante, cabe preguntarse si los romanos no podrían haber enviado otro ejército a Sagunto, aunque fuese al mando de un pretor. A menudo combatían en diversos escenarios, pues recursos tenían para ello. ¿Por qué no lo hicieron? Sobre sus motivos hay teorías para todos los gustos: desde que su alianza con Sagunto era demasiado reciente como para arriesgar tropas por ella, hasta que en realidad estaban deseando que Aníbal la tomara para tener un casus belli contra Cartago.
En cualquier caso, a principios de 218, las noticias de la caída de Sagunto llegaron a Roma. Pocas semanas después, los dos nuevos cónsules entraron en el cargo, y decidieron enviar una nueva embajada. Pero esta vez la legación no viajó a España, sino directamente a Cartago.
En esa embajada viajaban los cónsules salientes, Emilio Paulo y Livio Salinátor, más Quinto Fabio Máximo, quien ya había ejercido como cónsul dos veces. Pero la figura de más peso era Fabio Buteón, el mayor de los cuatro y que ya había sido censor.
Demostrando la arrogancia de los romanos y hasta qué punto se sentían seguros incluso en la propia Cartago, Fabio Buteón agarró con ambas manos su toga, como si escondiera algo entre sus pliegues. «Aquí traigo la guerra y la paz. Elegid lo que queráis».
Aquello fue demasiado para los miembros del adirim, que empezaron a gritar y le dijeron que escogiera él. Con gesto dramático, Buteón abrió una de sus manos y dijo: «Entonces os ofrezco la guerra», a lo que todos contestaron «¡La aceptamos!» entre gritos. Sin duda, fue una escena digna de una obra de Shakespeare.
Mientras todo esto se trataba en Cartago, Aníbal ya había empezado a hacer preparativos para la guerra que sabía que se iba a producir. Tras repartir el botín de Sagunto entre sus hombres, les dio descanso durante el invierno. Después nombró a su hermano Asdrúbal lugarteniente y le encargó mandar las tropas en España por si él salía de la península.
Pero la maniobra más importante fue enviar agentes a los Alpes occidentales y al valle del Po para sondear a los galos. Eso demuestra que ya tenía prevista la invasión de Italia, un proyecto que debía llevar rumiando muchos años.