Primera fase la guerra: 264-257
Mientras romanos y siracusanos empezaban guerreando y terminaban convirtiéndose en aliados, los cartagineses llevaban a cabo sus propios preparativos. Reclutaron un ejército de mercenarios ligures, galos y sobre todo iberos, y lo enviaron a Sicilia. (Los ligures vivían en el noroeste de la actual Italia, en la zona que rodea Génova). Su idea era combatir en campo abierto tomando como base de operaciones las plazas fuertes que poseían en el oeste y en la costa sur de la isla, como Lilibeo o Agrigento.
Los romanos, al enterarse de que los cartagineses estaban reforzando su presencia en la isla, hicieron lo propio. Para ello mandaron a Sicilia a sus dos cónsules, Postumio y Manilio, con sendos ejércitos, unos cuarenta mil hombres en total. Esta fuerza conjunta asedió la ciudad de Agrigento, situada en la costa sur de la isla, que era una de las bases de operaciones citadas.
Al principio el cerco no fue demasiado serio, y el ejército romano se dispersó, porque los soldados tuvieron que ir a los campos de los alrededores para cosechar el grano ya maduro. Los ejércitos antiguos procuraban llevar consigo provisiones. Pero nunca eran suficientes, de modo que tenían que subsistir alimentándose sobre el terreno.
El general que mandaba la guarnición de Agrigento, llamado Aníbal —por supuesto, no es el Aníbal que conocemos—, aprovechó ese momento para atacar el campamento romano. Los soldados que lo guardaban sufrieron graves pérdidas, pero consiguieron rechazar al enemigo.
A partir de ese momento, los cónsules se tomaron más en serio el asedio de la ciudad y la rodearon con zanjas y pequeños fuertes, intentando rendirla por hambre. Así transcurrieron unos cuantos meses.
Al ver que se iba quedando sin provisiones, Aníbal pidió ayuda a Cartago. El ejército de refuerzo se concentró en Heraclea Minoa, a treinta kilómetros al oeste de Agrigento, en la zona controlada por los cartagineses. Su general, Hanón, traía más de cincuenta mil hombres y casi sesenta elefantes. Con ellos avanzó hacia Agrigento, en cuyas cercanías montó un campamento fortificado.
Pasaron otros dos meses. Hanón no parecía dispuesto a entrar en batalla, aunque los cónsules le provocaban constantemente a ello.
Esto puede extrañar al lector actual, pero en la Antigüedad solía cumplirse el dicho de «dos no pelean si uno no quiere». El procedimiento habitual era que el ejército que ofrecía la batalla se desplegara en campo abierto. Si su enemigo aceptaba combatir, preparaba sus propias tropas. A partir del momento en que uno de los dos avanzaba contra el otro, empezaba la batalla.
¿No podía un general ordenar un ataque contra un rival que se negaba a luchar? Por poder, sí podía, pero no era recomendable: cada ejército solía estar acampado en una posición fácil de defender, como una colina, o detrás de un río, o directamente en una ciudad amurallada. Lanzarse contra esa posición suponía empezar la batalla en desventaja, algo que los generales trataban de evitar.
Por supuesto, existían excepciones a esta regla, como el ataque al campamento romano del que hablamos unos párrafos antes. Pero en este caso Aníbal actuó así porque vio que las tropas enemigas estaban dispersas y creyó que eso compensaba de sobra la desventaja posicional.
En cualquier caso, a principios del año 261 tanto los cercados en Agrigento como sus sitiadores ya estaban pasando hambre. Aníbal no dejaba de mandar señales con antorchas para informar de que la situación dentro de la ciudad era desesperada, de modo que Hanón decidió por fin aceptar la batalla.
Después del choque inicial, los legionarios consiguieron romper la primera fila de mercenarios, que al volver la espalda para huir desordenaron su propia formación y sembraron el pánico entre los elefantes. Entonces empezó la carnicería, aunque parte de los hombres de Hanón lograron huir a Heraclea.
Lo único positivo para los cartagineses fue que, durante la noche, Aníbal y los sitiados en Agrigento lograron huir al amparo de la oscuridad aprovechando que los romanos, agotados tras la batalla, habían descuidado las guardias. Para atravesar los fosos que rodeaban la ciudad, los rellenaron de paja apisonada en algunos puntos y pasaron por encima.
Así pues, los romanos vencieron en la primera batalla campal de esta guerra y tomaron Agrigento. Como represalia, y de paso como advertencia a otras ciudades, vendieron a todos sus habitantes como esclavos. Hablamos de cerca de cincuenta mil personas, pues era la segunda ciudad más poblada de Sicilia.
Aunque habían bordeado el desastre, y parece que perdieron muchos hombres en el asedio —por hambre, disentería y otras infecciones—, los romanos acababan de obtener un gran éxito conquistando su primera ciudad fuera de Italia. Eso les decidió a ser más audaces: habían empezado pisando la isla para ayudar a los mamertinos, pero ahora decidieron expulsar a los cartagineses de Sicilia.
Sin embargo, la tarea no sería tan fácil como preveían. La guerra se prolongaría veinte años más.
A lo largo de tres siglos, pese a los reveses sufridos a veces en sus guerras contra los griegos de Sicilia, los cartagineses se habían aferrado como lapas al extremo oeste de la isla. Allí poseían una base inexpugnable, Lilibeo. En el año 276, sus murallas habían resistido el asedio de Pirro. Rendirla por hambre como habían hecho los romanos con Agrigento era imposible, pues Lilibeo tenía un puerto por el que podía recibir suministros, ya que los cartagineses eran los amos del mar.
Ése era el quid de la cuestión. Los romanos comprendieron que, si querían ganar la guerra, debían adaptarse a la guerra naval. Hasta entonces no les había hecho falta, pues guerreaban en Italia y podían llegar a cualquier lugar por tierra.
Eso no quiere decir que carecieran por completo de flota. Desde el año 311 elegían a dos magistrados, los llamados duumviri navales, para construir y reparar barcos cuando las circunstancias lo requerían.
De todos modos, su experiencia en batallas navales era corta y no demasiado satisfactoria: en el año 282, poco antes de la llegada de Pirro, el almirante Lucio Valerio fue derrotado por los habitantes de Tarento, que, para más humillacion, se encontraban algo bebidos.
Esta vez, los romanos se tomaron las cosas más en serio. En lugar de confiar en las naves de ciudades aliadas, como habían hecho hasta entonces, decidieron armar su propia flota, empezando por construir cien quinquerremes y veinte trirremes. ¿Qué tipo de barcos eran y cómo combatían?