La invasión de África
A principios de 204, Escipión, que había dejado de ser cónsul, sufrió una campaña de descrédito en Roma. Sus enemigos le achacaban, entre otras cosas, su excesivo gusto por las modas griegas, y rumoreaban que en lugar de adiestrar a sus tropas se pasaba el día con sus amigos en el gimnasio de Siracusa, viviendo entre lujos como un príncipe helenístico.
Entre sus detractores se hallaba su propio cuestor, Marco Porcio Catón, defensor de las virtudes romanas ancestrales, enemigo de cualquier influencia extranjera y, en general, un personaje bastante antipático. Como muestra de su talante, baste decir que en su tratado de agricultura recomendaba vender o liberar a los esclavos que se hacían viejos para no tener que darles de comer en sus últimos años de vida.
El senado envió una comisión de diez hombres a Sicilia para investigar a Escipión. Lo que encontraron en la isla no fue lujo y molicie, sino un ejército perfectamente preparado que realizó maniobras para ellos e incluso libró una batalla naval simulada. Impresionados, aquellos decenviros presentaron un informe positivo al senado. Éste corroboró el mandato proconsular de Escipión y le autorizó para invadir por fin África.
La expedición constaba de cuatrocientos barcos de transporte y cuarenta naves de guerra. Los preparativos habían sido cuidadosos: llevaban agua y comida para un mes y medio, e incluso pan cocido para dos semanas. (Normalmente, los soldados molían los granos de trigo y se fabricaban su propio pan).
Una de las principales preocupaciones de cualquier ejército era conseguir comida, y ya hemos visto que enviar forrajeadores siempre resultaba arriesgado. Al llevar consigo tantos víveres, Escipión podía concentrar las primeras semanas de campaña en cuestiones puramente militares. Una vez que obtuviera victorias y empezara a dominar el territorio enemigo, ya le sería posible aprovecharse de los cultivos y el ganado del adversario.
La expedición tocó tierra en el moderno cabo Farina, cerca de la importante ciudad de Útica y a unos cuarenta kilómetros de Cartago. Era lo bastante lejos para desembarcar sin presión, pero lo bastante cerca como para sembrar el terror en la capital. Los habitantes de los alrededores se apresuraron a recoger sus enseres y su ganado y huyeron en tropel hacia Cartago.
Tras desbaratar el ataque de un destacamento de caballería, Escipión puso sitio a Útica. El asedio se prolongó durante todo el invierno. Mientras tanto, Asdrúbal Giscón y su aliado y yerno, el númida Sífax, plantaron sendos campamentos a unos doce kilómetros de distancia de los romanos.
Sin abandonar el asedio, Escipión trató de bienquistarse de nuevo a Sífax. Éste le prometió obrar de mediador, e incluso propuso un acuerdo por el que los romanos evacuarían África y los cartagineses Italia.
Mientras se llevaban a cabo las conversaciones, unos centuriones camuflados como esclavos espiaron a conciencia el campamento de Sífax. Al regresar, informaron a Escipión de que era un caos de chozas de mimbre apelotonadas, y de que muchos númidas dormían fuera de la empalizada.
Poco después, mientras fingía considerar las propuestas de paz que le ofrecía Sífax, Escipión lanzó un ataque nocturno, ayudado por Masinisa. Primero incendiaron el campamento de los númidas y luego el de los cartagineses, algo más organizado, pero en el que también abundaba la madera. Los dos incendios fueron pavorosos. Miles de enemigos murieron entre las llamas, y otros cuando trataban de huir de ellas en completo desorden.
Esta ofensiva por sorpresa resultó devastadora. De nuevo, Escipión demostró hasta qué punto controlaba a sus tropas, pues las maniobras nocturnas siempre eran complicadas. Podría objetarse su ética —aunque Aníbal había preparado trampas similares a los romanos—, pero no su eficacia. Desaparecidos los dos campamentos que trataban de aliviar el asedio sobre Útica, Escipión prosiguió con el cerco y se dedicó a saquear la región.
Después de aquel desastre, Sífax y Asdrúbal Giscón, que habían logrado escapar, tardaron un mes en recomponer sus fuerzas. Cuando lo consiguieron, reunieron un ejército de treinta mil hombres en un paraje conocido como los Grandes Campos. Escipión dejó parte de sus soldados en Útica y con el resto se enfrentó a los cartagineses.
La batalla se decidió con rapidez. Por una vez, la caballería romana barrió del campo a la enemiga. Por supuesto, se debía al refuerzo de los jinetes de Masinisa.
Tras la batalla, Sífax huyó hacia el oeste. Pero Masinisa lo persiguió con la ayuda de Lelio y lo derrotó en la batalla de Cirta. Sífax se convirtió en cautivo de los romanos, y todo el reino de Numidia pasó a manos de Masinisa.
Hay una historia teñida de tonos entre trágicos y románticos y relacionada con aquel cambio dinástico. Masinisa había estado prometido a Sofonisba, la hija de Asdrúbal Giscón, que finalmente se casó con Sífax. Ahora, como flamante vencedor, Masinisa la tomó como esposa.
Escipión estaba convencido de que Sofonisba había convencido a Sífax para que abandonara la alianza de Roma y se pasara al bando cartaginés. Por temor a que obrara del mismo modo con Masinisa, insistió en que éste le entregara a la hermosa joven. El númida, que estaba sinceramente enamorado de ella, no quería ver cómo la humillaban convirtiéndola en parte del cortejo triunfal como prisionera en Roma, así que le ofreció una copa de veneno. Sofonisba lo bebió sin vacilar y murió en pocos minutos.
A finales del año 203, tras la derrota en los Grandes Campos, la situación de Cartago empezaba a ser desesperada. El adirim y los sufetes resolvieron negociar la paz y enviaron a treinta de sus miembros a tratar con Escipión. Los embajadores se arrojaron literalmente a sus pies y se los besaron como muestra de humildad, una práctica que no parece que fuese muy habitual en Cartago.
El procónsul les ofreció unas condiciones relativamente moderadas, teniendo en cuenta la situación. Cartago debía renunciar a toda pretensión sobre España o las islas del Mediterráneo, retirarse de Italia y el valle del Po, quedarse tan sólo con veinte barcos y entregar casi seis mil toneladas de trigo y cebada para alimentar al ejército romano de África, amén de una gran cantidad de plata para pagar a las tropas. Por supuesto, también devolverían a los cautivos sin cobrar rescate por ellos.
Los cartagineses aceptaron. En realidad, tan sólo querían ganar tiempo. Ya habían enviado un mensaje a Aníbal para que volviera a África cuanto antes y salvara a su patria.
Mientras tanto, Escipión despachó emisarios a Roma, ya que él no tenía potestad para aprobar el tratado, que debía discutirse en el senado y ratificarse en los comicios por centurias.
Aníbal recibió el mensaje en la ciudad griega de Crotona. Según Tito Livio, partió con lágrimas de rabia, convencido de que no había conseguido nada más en Italia por la falta de refuerzos. Lo cierto era que Cartago había tratado de enviárselos más de una vez, pero los romanos habían frustrado esos intentos con brillantes victorias.
Antes de partir, Aníbal hizo grabar una placa de bronce con sus hechos y la consagró en el templo de Crotona. Aunque la inscripción se ha perdido, por desgracia, al menos Polibio pudo consultarla, ya que estaba escrita en cartaginés y en griego. Entre sus logros, Aníbal alardeaba de haber destruido cuatrocientas ciudades y matado a trescientos mil hombres en combate. Quizá fueran cifras exageradas, quizá no. Pero sin duda, mientras se alejaba de las costas de Italia, donde había pasado quince años, pensó que todo aquello era inútil, pues la presa principal, Roma, se le había escapado entre los dedos.