La segunda guerra Samnita

Tras el primer enfrentamiento, que casi fue un amago, romanos y samnitas volvieron a chocar. En el año 328, los romanos fundaron una colonia en Fregelas, en la orilla derecha del río Liris, que más o menos marcaba la nueva frontera entre los dominios de Roma y la confederación del Samnio. Aunque no era territorio de los samnitas, éstos consideraron que se trataba de una especie de cabeza de puente destinada a expandirse por sus montañas, y no se lo tomaron a bien.

La guerra estalló dos años después. En el año 326 en Neápolis —la actual Nápoles— había una guarnición samnita, que había sido llamada por los propios neapolitanos. Por aquel entonces, éstos andaban divididos, como era habitual en las ciudades griegas, en dos facciones: oligarcas y demócratas.

En general, los oligarcas tendían a reducir los derechos cívicos y a limitar los cargos públicos a los ciudadanos más adinerados. También aumentaban los poderes y atribuciones de sus magistrados y de los consejos formados por las élites, que eran similares al senado romano. Los demócratas, por el contrario, otorgaban más poder a la asamblea y extendían los derechos a todos los ciudadanos, independientemente de sus ingresos.

En esta época, la constitución de la República mezclaba elementos democráticos —los comicios— y oligárquicos —las magistraturas y el senado—, accesibles sólo a unos pocos. Pero los que prevalecían a la hora de la verdad eran los oligárquicos. Como hemos visto, los comicios estaban organizados y manipulados de tal modo que las clases superiores ganaban casi todas las votaciones. Si el pueblo llano no se rebelaba más a menudo ni organizaba una guerra civil, como solía ocurrir en las ciudades griegas, era en buena parte por las conquistas, que permitían distribuir terrenos a ciudadanos pobres e instalarlos como colonos fuera de la ciudad.

Cuando trataba con otras ciudades, el senado, que manejaba la política exterior, favorecía sobre todo a regímenes oligárquicos. Por tanto, los partidarios de la democracia en las ciudades griegas no confiaban en los romanos y buscaban otras alianzas. Eso es lo que ocurrió en Neápolis, donde los demócratas decidieron acoger a los samnitas.

Pero los oligarcas se rebelaron, expulsaron a los samnitas y abrieron las puertas de la ciudad a una guarnición romana. Tal fue el inicio oficial del conflicto.

Al principio, la guerra fue bien para los romanos, que obtuvieron diversas victorias e incluso invadieron el montañoso territorio samnita. Pero en 321 sobrevino un desastre que en el imaginario romano resultó parangonable al saqueo de la ciudad por los galos. Los samnitas, que lógicamente conocían mejor su región, atrajeron a los romanos a una trampa. Los dos cónsules y sus ejércitos entraron en un paraje conocido como Horcas Caudinas. Las únicas salidas eran dos angostos desfiladeros, y cuando quisieron darse cuenta se vieron rodeados de enemigos y con las vías de escape bloqueadas por rocas y árboles.

Los samnitas tenían ante sí la oportunidad de exterminar a un doble ejército consular. Pero no la aprovecharon. En lugar de organizar una masacre o dejar que murieran de hambre, decidieron exigir a los generales que se rindieran en nombre del pueblo romano.

La situación era desesperada. Sin embargo, ni los cónsules ni el resto de los magistrados que iban con el ejército tenían la potestad de firmar la paz: sólo el senado y los comicios podían hablar en nombre del pueblo romano. Lo único que estaba en manos de los cónsules Veturio y Postumio era dar su palabra o sponsio de que convencerían al pueblo romano para aceptar un tratado. Con ellos juraron también los cuestores y los tribunos de las legiones.

Pese al juramento, los samnitas retuvieron como precaución a seiscientos équites, miembros de la élite. Además, no permitieron que los demás se marcharan con sus armas. Los romanos tuvieron que dejarlas en manos de sus enemigos y pasar bajo un yugo formado por una lanza horizontal sobre dos verticales.

Era exactamente la misma humillación a la que el dictador Cincinato había sometido a los ecuos casi siglo y medio antes, la versión en negativo del pasillo triunfal que se hace a los equipos vencedores. Empezando por sus poderosos y dignos cónsules, los romanos pasaron de dos en dos, agachándose bajo el yugo, medio desnudos y entre los insultos, las burlas y los escupitajos de los samnitas que les habían tendido la trampa.

¿Se firmó al final la paz? Según los historiadores romanos, no: el senado y el pueblo rechazaron las condiciones, aunque eso supusiera la muerte de los rehenes, y luego vengaron el desastre de las Horcas Caudinas con una serie de victorias. Pero lo cierto es que Roma entregó las ciudades de Fregelas y Cales, así que los estudiosos actuales sospechan que Roma se tragó su orgullo y aceptó las condiciones impuestas por los samnitas. Ahora bien, sin duda empezaron a rumiar la venganza desde ese mismo momento. Probablemente no les habría dolido tanto la aniquilación de dos ejércitos consulares como la terrible humillación a que los habían sometido.

Aunque todos estos años se consideran parte de la Segunda Guerra Samnita, hubo paz entre ambos bandos durante media década. Los romanos reforzaron su situación en Campania mientras tanto y crearon nuevas tribus en las colonias fundadas.

En 316, los samnitas invadieron el Lacio y vencieron a los romanos en Láutulas. Pero al año siguiente fueron ellos los derrotados, y los romanos recuperaron Fregelas y empezaron a rodear el territorio samnita de colonias y de nuevos aliados.

Tras la afrenta de las Horcas Caudinas, la guerra poco a poco se fue inclinando del lado romano. La prueba fue que los ingresos que conseguían por sus conquistas les permitieron emprender un programa de obras públicas muy ambicioso.