El asedio de Siracusa

Dentro de Siracusa, como ocurría en todas las ciudades griegas, existían facciones políticas en lucha constante. El viejo Hierón las había sujetado con puño de hierro durante más de cinco décadas. Pero su nieto Hierónimo, con sólo quince años, no tenía experiencia ni personalidad, y la situación se le fue de control. Llevaba sólo trece meses reinando cuando fue asesinado en una conspiración prorromana. Lo sucedió su tío Adranodoro, que también fue eliminado poco después por la misma facción.

El vacío de poder lo rellenaron dos hermanos llamados Epícides e Hipócrates, quienes siguieron una política antirromana. Tras diversas vicisitudes, lograron librarse de todos sus rivales y convertirse en los amos de Siracusa.

Los romanos no podían permitirse que la ciudad más importante de Sicilia se pasara al bando cartaginés, de modo que enviaron allí a uno de sus cónsules, Claudio Marcelo. Era el mismo personaje que unos años antes había ganado los spolia opima al matar al rey de los gesatas, Viridomaro.

Los romanos asediaron Siracusa por tierra y por mar, empleando todos los recursos que tenían e inventando alguno nuevo. Por ejemplo, la sambuca. Consistía en dos galeras que se unían quitándoles los remos de un lado y construyendo una plataforma sobre ambas cubiertas. Después, en las proas se montaban grandes escalas protegidas por pantallas de mimbre. Estas escalas se levantaban a modo de grúas mediante cables atados a los mástiles y se dejaban caer sobre las murallas, para que los soldados treparan hasta el adarve y lo tomaran. En cierto modo, se trataba de una evolución del cuervo que se había usado en los quinquerremes de la Primera Guerra Púnica.

Marcelo hizo montar cuatro sambucas. Con ellas atacó las murallas que daban al mar, mientras lanzaba una ofensiva simultánea por tierra.

Pero Siracusa resistió sus asaltos. Las murallas habían sido reforzadas, y en la ciudad existía desde hacía tiempo la tradición de fabricar máquinas de guerra más avanzadas que en ningún otro sitio.

Por si fuera poco, los siracusanos contaban con el mayor genio científico de la Antigüedad: Arquímedes.

Arquímedes, físico, matemático, astrónomo e ingeniero, tenía por entonces más de setenta y cinco años. Bajo su supervisión, sus compatriotas construyeron catapultas que lanzaban piedras y proyectiles de todos los tamaños con una precisión increíble. Aparte de aplastar a los legionarios que intentaban acercarse a las murallas, estas catapultas lanzaron sobre las sambucas rocas de más de trescientos kilos de peso que destrozaron las plataformas que sujetaban las escalas móviles. Marcelo, temiéndose que los barcos acabaran a pique, ordenó que se retiraran.

Arquímedes diseñó más ingenios. Había, por ejemplo, enormes grúas que se proyectaban por encima de la muralla. De ellas colgaban cadenas con garfios que se enganchaban a la proa de los barcos atacantes. Por medio de contrapesos, estas grúas, conocidas como «garras de Arquímedes», levantaban las naves de proa, lo que hundía sus popas y hacía que se llenaran de agua. Después las soltaban de golpe, con lo que unas naves volcaban y otras quedaban inutilizadas.

El más llamativo de estos inventos era el llamado «espejo ustorio», un ingenio óptico que reflejaba y enfocaba los rayos del sol sobre los barcos enemigos hasta prender fuego a su maderamen. Ni Polibio ni Plutarco lo mencionan, así que los historiadores siempre han visto este artefacto con bastante escepticismo.[21]

Con «rayo de la muerte» o sin él, los dispositivos de Arquímedes sembraron el pavor entre los romanos y demostraron, en palabras de Polibio, que «el genio de un hombre es superior a una gran cantidad de manos». Marcelo renunció a expugnar la ciudad mediante un asalto directo y decidió rendirla por hambre. El sitio se prolongó tanto que su mandato expiró, pero el senado lo nombró procónsul y de ese modo pudo seguir dirigiendo las operaciones.

Para su desgracia, los romanos eran incapaces de bloquear el puerto de forma eficaz, y una flota cartaginesa de cincuenta y cinco barcos consiguió entrar en Siracusa con refuerzos y provisiones.

A principios de 212, no obstante, Marcelo decidió lanzar un ataque sorpresa. A menudo se acercaba a la muralla bajo tregua para pactar intercambios de prisioneros de ambos bandos. Así se fijó en que una torre en particular parecía mal custodiada. Contando en vertical el número de sillares de la muralla pudo calcular su altura, de modo que ordenó la construcción de escalas de longitud apropiada.

Poco después, un desertor informó a Marcelo de que los siracusanos estaban celebrando un festival de tres días en honor de la diosa Ártemis. Al parecer Epícides, que seguía gobernando la ciudad, había repartido vino en abundancia para compensar a sus conciudadanos lo que no comían. Sospechando que la vigilancia decaería mucho durante esos días y que los siracusanos, con el estómago repleto tan sólo de vino, estarían bastante borrachos, Marcelo lanzó el ataque durante la tercera noche del festival.

La maniobra fue un éxito. El equipo de asalto trepó por las escalas, mató a los defensores medio beodos, ocupó dos torres y abrió la puerta de Hexapilón. Así Marcelo se apoderó de la zona conocida como las Epípolas.

Los demás distritos fueron cayendo en sus manos poco a poco. El último fue el de Acradina. Cuando por fin se apoderó de ella, Marcelo, furioso por la pertinaz resistencia de los siracusanos, dio permiso a sus soldados para saquear la ciudad. Pero también impartió órdenes estrictas de traerle vivo a Arquímedes.

El científico se hallaba en su estudio, trazando figuras geométricas en un cajón de arena para resolver un problema. Cuando un soldado romano se dirigió a él para exigirle que lo acompañara, Arquímedes contestó: «Un momento. Déjame que termine con esta demostración». El legionario, enojado por lo que creyó una insolencia, atravesó al anciano con su espada.

A Marcelo le apesadumbró la muerte de Arquímedes, y no sólo castigó al legionario, sino que buscó a los familiares del científico y les presentó sus respetos.