Grecia y los Reinos Helenisticos hacia el año 200 a. C.
Ya hemos hablado de Alejandro Magno y del imperio que creó en Asia. Cuando murió sin designar un heredero claro, sus generales se repartieron los fragmentos de este enorme imperio. Durante décadas, estos hombres y sus vástagos, los diádocos, guerrearon constantemente entre sí y las fronteras no dejaron de bailar.
A pesar de todo, a finales del siglo III, cuando Roma intervino por primera vez en los asuntos de Grecia, los diádocos habían alcanzado cierto equilibrio. Existían tres grandes reinos, gobernados por dinastías que descendían de generales de Alejandro. Además, había también una serie de reinos menores situados en Asia Menor o a orillas del mar Negro, como Pérgamo, Armenia, el Ponto o Bitinia, que sobrevivían como podían.
En cuanto a la Grecia continental, las ciudades estado y las tribus que seguían siendo independientes habían comprendido que eran demasiado pequeñas para sobrevivir por su cuenta en aquella época de grandes potencias. Por eso se habían asociado en alianzas como la Liga Etolia, al norte del golfo de Corinto, o la Liga Aquea, al sur. Tan sólo Atenas y Esparta se mantenían fuera de estas federaciones, aunque en muchas ocasiones se veían obligadas a pactar con ellas.
De los tres grandes reinos helenísticos, el más próspero era el de Egipto, gobernado por la dinastía de los Lágidas. Se llamaban así por Lago, padre de Ptolomeo, que fue general de Alejandro y primer rey macedonio de Egipto.[22] Pero, como todos sus descendientes se llamaron también Ptolomeo —para distinguirlos utilizamos números o apodos como Filopátor, Filadelfo o Auletes—, estos monarcas son más conocidos por este nombre colectivo.
El Egipto de los Ptolomeos es famoso sobre todo por el mayor símbolo de su florecimiento cultural: la Biblioteca de Alejandría. Escribo el nombre con mayúscula porque su leyenda la ha convertido en la biblioteca por antonomasia de toda la historia de la humanidad. En la época de la que hablamos, la Biblioteca se hallaba en su máximo esplendor, y en ella habían trabajado sabios de la talla del grandísimo Arquímedes, de Euclides o de Eratóstenes.
(Existe la creencia de que Julio César destruyó la gran Biblioteca en el año 48 a.C. Aunque no sea tema de este libro, adelanto aquí que lo que se incendió fue un almacén en el que ardieron unos cuarenta mil volúmenes. Una gran pérdida, pero no la ruina total que a veces se comenta, pues la Biblioteca llegó a albergar en sus mejores momentos más de medio millón de volúmenes).
El reino más extenso era el de los seléucidas, descendientes de Antíoco y su hijo Seleuco. A finales del siglo III, sus dominios abarcaban buena parte de Asia Menor y se extendían por los actuales Irak e Irán. Su monarca, Antíoco III el Grande, acababa de conseguir que se le sometieran otros territorios que antaño pertenecieron a Alejandro, como Partia o el reino de los grecobactrianos, de modo que sus fronteras se extendían hasta la India.
Por último, el tercero de los grandes reinos era Macedonia. Sus monarcas, los Antigónidas, no poseían territorios tan extensos como los seléucidas ni tantas riquezas como los Ptolomeos. A cambio, gobernaban en el corazón del reino de Filipo y Alejandro, lo que les otorgaba un gran prestigio, y por su cercanía geográfica eran quienes más se inmiscuían en los asuntos de Grecia. Esa misma proximidad fue la que provocó que Macedonia chocara con Roma antes que los demás reinos.