Los Magistrados

Un magistrado era un cargo público elegido por algún tipo de asamblea. La raíz de la palabra es magis, «más», implicando la posición de superioridad del magistrado. El opuesto a magister es minister, «subordinado», que procede del adverbio minus, «menos». El significado de las palabras cambia mucho con el tiempo, y podríamos hacer algún que otro comentario ingenioso sobre el sueldo actual de los magistri —los maestros— y los ministri —los ministros.

Aun siendo diferentes, todas las magistraturas romanas poseían ciertos rasgos en común que enumeramos a continuación.

Primer punto: no se cobraba por desempeñarlas. Eran puramente honoríficas. De hecho, quienes aspiraban a ellas gastaban bastante dinero en la campaña electoral, así que, al menos aparentemente, resultaban muy onerosas.

Aquí tenemos un debate que llega hasta nuestros días: ¿cuánto debe pagarse a los políticos? Si es mucho, algunas personas buscarán los cargos con afán de prosperar o enriquecerse. Si se paga poco o nada, sólo podrán desempeñarlos quienes ya posean un patrimonio considerable. Cosa que ocurría en Roma, donde sólo las clases más altas podían aspirar a las magistraturas, salvo raras excepciones.

Segundo punto: los cargos estaban limitados a un año, por oposición al gobierno vitalicio de los reyes.

Existían dos salvedades. Los censores, que elaboraban el censo cada cinco años, servían durante dieciocho meses, pues la tarea era larga y requería más tiempo.

La otra excepción era el dictador, nombrado en circunstancias de emergencia nacional, que permanecía en el puesto seis meses como máximo. Puesto que el dictador poseía competencias excepcionales, la limitación de su mandato a medio año demuestra que los romanos —y en particular la élite dominante— querían impedir por todos los medios que alguien acaparase poder suficiente como para convertirse en rey o tirano.

Con el tiempo, Roma fue conquistando cada vez más territorios y la limitación de un año se convirtió en un problema. Cuando un general tenía que luchar o gobernar en un lugar alejado de Roma, como Sicilia, Hispania o Grecia, interrumpir su mandato al terminar el año oficial podía suponer un grave inconveniente.

En estos casos se nombraban promagistrados, como los procónsules y propretores. El prefijo pro- significa «en lugar de», de modo que un procónsul actuaba en lugar del cónsul en la provincia asignada. La duración de su cargo no era de un año, sino que solía determinarla el senado según las circunstancias.

Tercer punto: las magistraturas eran colegiadas. Eso significa que siempre había al menos dos magistrados del mismo rango, como ocurría con los cónsules. Los ediles, por ejemplo, eran cuatro, y los tribunos de la plebe diez. (De nuevo, la excepción la ponía el dictador).

Como ocurría con la limitación de un año, la colegialidad servía para evitar que alguien monopolizase el poder. Pero el sistema era muy curioso, al menos desde nuestro punto de vista. Los magistrados no estaban obligados a reunirse para ponerse de acuerdo antes de tomar una decisión, pues cada uno de ellos poseía competencias completas. Ahora bien, también tenían la potestad de vetar las decisiones de su colega o colegas.

Este sistema se antoja poco operativo. Si ahora tuviéramos dos presidentes a la vez, cada uno de un partido político, estarían vetando constantemente las decisiones del otro.

Eso le ocurrió a Julio César en el año de su consulado, el 59 a.C. Cuando propuso repartir tierras en Campania a los soldados veteranos de su aliado político Pompeyo, interpuso su veto Bíbulo, el otro cónsul. Como así no consiguió gran cosa, se dedicó a observar los cielos. Cada vez que César convocaba una asamblea o una sesión del senado, Bíbulo enviaba un mensajero para anunciar que había encontrado presagios desfavorables y que la reunión debía suspenderse. Al final, César se salió con la suya, pero durante todo el año su colega fue como una piedra en su zapato, por no utilizar otra comparación más grosera.

¿Cómo evitar que el Estado se paralizara cuando los dos cónsules discutían entre sí? Lo más normal era rotarse en el mando, al menos en la ciudad. El primer mes ejercía la autoridad el cónsul senior, el que más votos había obtenido en los comicios, y eso se manifestaba de forma visible porque sus lictores o guardaespaldas llevaban al hombro las fasces, mientras que los del otro cónsul iban con las manos desnudas. No obstante, la posibilidad del veto seguía existiendo.

En cuanto a la guerra, lo normal era mantener a los dos cónsules alejados el uno del otro. O bien uno se quedaba en Roma y otro salía de campaña o, si la situación exigía enviar dos ejércitos consulares, cada uno acudía a un teatro de operaciones distinto.

La batalla de Cannas fue una de las pocas ocasiones en que dos cónsules coincidieron en el campo de batalla, y se organizaron entre sí mandando en días alternos. Los resultados no fueron demasiado satisfactorios.