El Tíber y las siete colinas
Se tratara de Rómulo y Remo o de pobladores que se asentaron poco a poco en el germen de la futura Roma, ¿por qué eligieron aquel emplazamiento?
El sitio escogido ofrecía diversas ventajas que en ciertos aspectos también eran inconvenientes. En primer lugar, estaba el río Tíber. El agua, aunque acarree ciertos riesgos, resulta imprescindible para la vida. Pero también es importante que las aguas fluyan para que no se estanquen: el estancamiento acaba provocando malos olores y enfermedades como disentería o paludismo.
Así pues, nada mejor que un río, que suministra agua corriente para beber y también para regar los cultivos. Además, sirve para librarse de los residuos. Incluso, si es lo bastante ancho y se puede navegar, funciona como vía de comunicación. Es lógico que las primeras civilizaciones importantes surgieran a orillas de ríos caudalosos, como ocurrió con Egipto y el Nilo o con Mesopotamia y el Tigris y el Éufrates.
El Tíber es el río más largo de la región central de Italia, con cuatrocientos kilómetros de longitud. No se trata precisamente del Amazonas, ni siquiera del Tajo. Pero hay que tener en cuenta la forma de Italia, una península estrecha y alargada, y dividida en el centro por la cordillera de los Apeninos: no hay espacio material entre las montañas y el mar para cursos de mil kilómetros o más.
Al llegar a la zona de Roma, el Tíber traza una curva en forma de C. Un poco por debajo de esa curva se halla la isla Tiberina, el lugar más seguro para cruzar el río. Allí se construyó con el tiempo el pons Sublicius, el primer puente de Roma.
Más al este, en la desembocadura del Tíber, había extensas marismas de las que se extraía abundante sal. La sal no se usaba sólo para condimentar las comidas, sino también para curtir pieles y preservar alimentos, y era tan apreciada que de su nombre deriva el término «salario».[2] Por el cruce del río, en el emplazamiento elegido por los primeros colonos, pasaba un camino que se usaba para transportar esa sal desde la costa hacia el interior, al territorio de los sabinos; un camino que con el tiempo se convertiría en la vía Salaria.
En contrapartida de estas ventajas, el Tíber es proclive a las riadas. Las inundaciones las sufría sobre todo la explanada conocida como Campo de Marte, en la que apenas había edificios. El resto de la ciudad se salvaba gracias a otra característica que dio gran fama a Roma: las siete colinas.
Estas colinas no eran precisamente montañas, como pueden descubrir los lectores curiosos si visitan Roma con Google Earth y comprueban la altitud del terreno en cada punto. Pero resultaban lo bastante elevadas para proteger a sus habitantes de las crecidas del río y para ofrecerles un campo de visión amplio. Eso les permitía divisar a tiempo a cualquier enemigo que se aproximara: es la razón evidente por la que castillos, ciudadelas y fortalezas se construyen siempre en alto.
Al oeste, de norte a sur, se alzaban los montes Capitolio, Palatino y Aventino, el núcleo fundacional de la ciudad. Formando otra línea de elevaciones más al este se hallaban el Quirinal, el Viminal, el Esquilino y el Celio.
De todos estos montes, el Capitolio era el más pequeño. Pero también poseía las laderas más escarpadas, por lo que resultaba más fácil de proteger como una fortaleza natural. Fue allí donde se refugiaron los últimos defensores de Roma durante la invasión de los galos del año 387. En este cerro se construyó el templo al más importante de los dioses, Júpiter, que fue conocido como el Júpiter Capitolino. Junto a él se encontraba el Auguráculo, un templete donde los sacerdotes etruscos conocidos como augures seguían el ejemplo de los fundadores Rómulo y Remo observando el vuelo de las aves para vaticinar el futuro.
Al sur, junto al entrante de la curva del Tíber, se levantaba el Palatino, el más central de los montes y el lugar preferido por Rómulo para fundar la ciudad. La tradición romana acierta en esto, pues se han encontrado restos de edificios que datan más o menos del año 1000. En época antigua incluso se conservaba la choza de madera en la que, según contaban, había vivido el propio Rómulo.
Desde el Palatino se controlaba el cruce del río, lo que lo convertía en un punto estratégico, y también se dominaba el Foro. En su parte superior había una explanada de unas diez hectáreas. Allí se encontraban las viviendas de los aristócratas. Más adelante los emperadores construyeron sus palacios, que ocuparon prácticamente toda la colina.
En cambio, el Aventino, situado más al sur, era un lugar más popular. En él se instalaron los colonos plebeyos que llegaron durante el reinado del cuarto monarca de Roma, Anco Marcio.
En cuanto a las otras colinas, en el Quirinal se asentaron los sabinos, de los que enseguida hablaremos. El Celio correspondió a los habitantes de Alba Longa, que se instalaron durante el reinado de Tulo Hostilio. En época republicana se alzaban en él lujosas moradas, como ocurrió también durante el Imperio, tras un terrible incendio en el año 27 d.C. En el Esquilino hubo un primitivo cementerio, pero más adelante Servio Tulio lo incluyó en el recinto de la ciudad, junto con el Viminal. Con el tiempo, Nerón levantaría en el Esquilino su gigantesco palacio, la Domus Aurea.
Aparte de las siete colinas, al otro lado del río se alzaba el Janículo, cuyo nombre deriva del importante dios Jano. Es más alto que las otras elevaciones, y hoy día es el punto que mejor panorama ofrece de toda la ciudad. En la Antigüedad servía como una especie de atalaya. Cuando la asamblea de centurias —los comitia centuriata— se reunía en el Campo de Marte, una bandera roja ondeaba en lo alto del Janículo. Si la bandera se arriaba, la asamblea se disolvía automáticamente. Como el Campo de Marte se hallaba extramuros, era una forma de evitar que los ciudadanos recibieran un ataque enemigo por sorpresa: el aviso de la bandera les daba tiempo para poner pies en polvorosa y refugiarse tras la muralla.
Esa bandera protagonizó una anécdota curiosa en el año 63 a.C. Los comicios centuriados estaban juzgando a un tal Gayo Rabirio, ya anciano, por su complicidad en un asesinato cometido casi cuarenta años atrás. Lo defendía el mismísimo Cicerón, el orador y abogado más célebre de Roma. Mas, pese a su elocuencia, Cicerón no logró convencer a los asistentes a la asamblea.
En realidad, lo que se ventilaba allí no era una especie de memoria histórica, sino la lucha política entre el senado y los llamados «populares», entre los que se encontraba Julio César. Los populares tenían más peso en los comicios y estaban decididos a condenar a muerte a Rabirio. Pero cuando iban a hacerlo, el pretor Metelo, que pertenecía al bando senatorial, ordenó que se bajara la bandera del Janículo. La sesión quedó automáticamente suspendida y Rabirio se salvó de la condena, ya que no podía ser juzgado dos veces por el mismo delito.
¿Por qué se mantenía esta costumbre en una época en que Roma era tan poderosa que no podía recibir ningún ataque por sorpresa? Los romanos eran muy conservadores y no abolían del todo ninguna institución ni costumbre, una característica común en los pueblos antiguos. Incluso cuando derrocaron la monarquía, mantuvieron una especie de rey simbólico, el rex sacrorum.