Los primeros reyes de Roma

Tras gobernar treinta y siete años, Rómulo murió, arrebatado por una tormenta repentina. Un tal Próculo aseguró que había visto cómo entre las nubes aparecía un carro alado manejado por su padre Marte, que se lo llevó a los cielos: se trata de otro típico motivo folclórico que aparece, por ejemplo, en la historia del profeta Elías. A partir de ese momento, Rómulo sería adorado como un dios más.

El siguiente rey, elegido por el pueblo, fue Numa Pompilio. Según la tradición fue él quien puso orden en la religión romana. Lo de orden es un decir. Aparte de los dioses que luego identificarían con los olímpicos griegos, había un sinfín de divinidades exclusivamente romanas, a las que denominaban con nombres colectivos como indigetes y semones, por no hablar de los manes de los antepasados, los lares del fuego del hogar o los penates de la casa. Me imagino a los niños romanos aprendiéndose los nombres y atributos de todos sus dioses como los críos de ahora memorizan los de los Pokémon.[3]

En esta labor ayudaron a Numa los mismísimos dioses, pues una ninfa llamada Egeria le daba consejos en persona y, al parecer, le otorgaba otro tipo de favores.

En contraste con su antecesor Rómulo y su sucesor Tulo Hostilio, Numa fue un rey pacífico. La tradición cuenta que fue él quien hizo construir el templo de Jano, el dios bifronte. Este santuario estaba formado por dos arcos, uno de entrada y otro de salida, unidos por muros: en realidad, era muy parecido a un arco triunfal, pero más ancho y con puertas. Éstas se cerraban en tiempo de paz y se abrían cuando se declaraba una guerra. Durante los cuarenta y tres años del reinado de Numa permaneció cerrado, lo que demuestra su talante pacifista.

Conociendo el temperamento de los romanos, resulta muy difícil creer algo así: tras la muerte de Numa, el templo sólo se cerró en el año 235 a.C., tras la Primera Guerra Púnica, y en el 31 a.C., al comienzo de la larga paz de Augusto.

Jano era el dios de los límites y las puertas, que podía vigilar a la perfección gracias a que tenía dos caras opuestas. A él le estaba consagrado el mes de enero, Ianuarius.

Por aquel entonces, el año no empezaba con el mes de Jano, sino con el de Marte: Martius o marzo. Eso explica los nombres de los últimos meses de nuestro año, septiembre, octubre, noviembre y diciembre, que se corresponden con los ordinales séptimo, octavo, noveno y décimo.

Enero pasó a convertirse en el primer mes en el 153 a.C. Por aquel entonces, Roma andaba enfrascada en la conquista de Hispania. En el primer mes del año se elegía a los cónsules y se procedía al reclutamiento de las legiones, que luego había que adiestrar y enviar a los lugares donde eran necesarias. Mientras las guerras de los romanos se limitaron a Italia, todo iba bien. Pero cuando las legiones empezaron a combatir en escenarios más alejados, el proceso se alargaba demasiado y pasaba el verano, temporada bélica por excelencia. De modo que se adelantó el inicio del año oficial dos meses. Así que les debemos a nuestros belicosos antepasados hispanos que enero sea el primer mes del año: acordémonos de ellos la próxima vez que tomemos las uvas.

Hablando de gente belicosa, el tercer rey fue Tulo Hostilio, que gobernó del 673 al 642. Como su segundo nombre indica, se trataba de un soberano guerrero. El hecho más renombrado de su reinado fue la guerra contra la ciudad madre de Alba Longa. Para resolverla, romanos y albanos decidieron librar un duelo que más que singular habría que llamar triangular. Por los romanos combatieron los tres hermanos Horacios y por los albanos otros tres, los Curiacios.

Ante las miradas expectantes de los guerreros de Roma y Alba, los duelistas se acometieron. Tras el primer asalto, dos de los hermanos Horacios cayeron muertos. Sólo quedaba un romano contra tres enemigos, pero gozaba de una ventaja: él había quedado ileso, mientras que los otros habían recibido heridas de diversa gravedad. El superviviente, llamado Publio, dio la espalda a sus adversarios y huyó, lo que provocó el júbilo de los albanos y el desánimo y los abucheos de sus compatriotas romanos.

En realidad, se trataba de una astuta táctica. Los Curiacios emprendieron la persecución del único romano superviviente. Como cada uno se encontraba más o menos impedido por las heridas, se fueron distanciando entre sí. Al cabo de un rato, Publio Horacio se dio la vuelta y se enfrentó al primero de los Curiacios. Éste fue el duelo más difícil, pero consiguió matarlo. Después, dar cuenta del segundo resultó mucho más sencillo, y al tercero prácticamente lo sacrificó segándole el cuello con la espada como a una víctima en el altar.

La historia no termina aquí. El epílogo demuestra el duro carácter de estos romanos de los primeros tiempos. Cuando Publio llegó a casa con los despojos de los tres enemigos, su hermana rompió a llorar, pues estaba prometida a uno de los tres Curiacios y había reconocido el manto que ella misma le tejió. Publio, que tenía que enterrar a dos hermanos, montó en cólera y la mató con la espada, exclamando: «¡Que perezca así toda mujer romana que llore a un enemigo!».

El propio Publio sólo se salvó de la ejecución por intercesión de su padre, que no quería perder a sus cuatro hijos el mismo día.

Esta historia se suele considerar legendaria. Pero el núcleo central, la forma de resolver un conflicto por duelo, no es en absoluto inverosímil, y revela mucho sobre el carácter de los romanos. Más adelante hablaremos sobre otros duelos y sobre la forma de ganar los spolia opima, la condecoración más valiosa que concedía el Estado.

Resuelto el conflicto con la victoria de Publio Horacio, Alba Longa aceptó el resultado del duelo y se convirtió en una ciudad vasalla de Roma. Sin embargo, este arreglo duró poco. Los albanos estaban obligados a apoyar a los romanos en su lucha contra los etruscos de Veyes, pero los abandonaron en plena batalla. La venganza de Tulo Hostilio fue ejecutar al rey de Alba, destruir la ciudad y trasladar a todos sus habitantes a Roma, lo que duplicó su población.

Los inmigrantes albanos se instalaron en el monte Celio, y sus descendientes formarían parte de familias patricias como los Servilios, los Quintos o los propios Curiacios. Con el tiempo, la más ilustre de estas familias o gentes —en singular gens— sería la Julia. Con mucho tiempo, debo añadir, pues no fue hasta el siglo I a.C. cuando uno de sus miembros pasó a la posteridad. Por supuesto, hablo de Julio César…, pero ésa es otra historia que será narrada en su momento.

Tras la muerte de Tulo Hostilio, los romanos eligieron a Anco Marcio (obsérvese que hablamos de una monarquía electiva y no hereditaria). A él se le atribuye la construcción del primer puente sobre el Tíber, el pons Sublicius, construido al sur de la isla Tiberina, en la zona por la que pasaba la ruta tradicional desde las marismas de sal.

Este puente se llamaba así porque era sólo de madera (sublica significa «pilar de madera»). Por mandato religioso, no podía tener ninguna pieza de metal. Algo que recuerda a la prevención que las hadas, gnomos y otras criaturas mágicas sienten contra el hierro en el folclore tradicional. Como es de suponer, hubo que reconstruirlo muchas veces por las crecidas del río, y también porque la tablazón se pudría con la humedad y el paso del tiempo. Para los romanos los puentes poseían una gran importancia religiosa. Como prueba, el título que recibía su principal sacerdote: pontifex maximus, pontífice máximo o «sumo hacedor de puentes».

También se atribuye a Anco Marcio la instalación de nuevos colonos en el monte Aventino. Pero éstos no recibieron la misma consideración social ni los mismos derechos que los fundadores originales, y se convirtieron en los plebeyos. Al menos, eso contaba la tradición. La distinción entre patricios y plebeyos era bastante complicada, pero hablaremos de ella con más detalle al comentar las instituciones de la República.