La dinámica de la batalla

No es fácil reconstruir las batallas antiguas. La razón es que sus cronistas dan muchas cosas por supuestas, y hay infinidad de aspectos concretos que no se molestan en explicar. Es como tratar de reconstruir un partido de fútbol no por la retransmisión televisiva, sino por la crónica en un periódico: una misión casi imposible.

Normalmente, los generales desplegaban a sus tropas antes del combate, lo que podía llevar unas horas. Si se trataba de un ejército consular estándar, las dos legiones romanas formaban en el centro, rodeadas por dos unidades de aliados. La caballería se colocaba en ambos flancos.

Según nos dan a entender los autores antiguos, en la primera fila de cada legión formaban los diez manípulos de astados, los soldados más jóvenes. No podían estar tan apretados como los hoplitas de una falange griega, que formaban escudo contra escudo, porque necesitaban cierto espacio para arrojar los pila.

Además, entre cada unidad se abría un espacio equivalente a un manípulo. Puesto que cada manípulo ofrecía un frente de unos veinte metros, dejaría por tanto veinte metros hasta el manípulo siguiente.

Por detrás de los astados formaban los diez manípulos de los príncipes, ocupando precisamente los huecos que dejaban los astados, en una formación que podríamos denominar de «tresbolillo» o «ajedrezado». Por último, en la retaguardia de la formación quedaban los veteranos triarios.

Una vez formadas las líneas, se llevaban a cabo los sacrificios a los dioses y se examinaban las entrañas de las víctimas para comprobar si los augurios eran favorables. Después, a no ser que el ejército enemigo se le estuviera echando encima, el general se dirigía a sus soldados.

Puesto que hablamos de un frente de entre uno y dos kilómetros y ejércitos de decenas de miles de hombres, o bien esta arenga la oían sólo los del centro o el general recorría las primeras filas a caballo para exhortarlos a todos con unas cuantas frases de ánimo, no con largos discursos. Se trataba, en todo caso, de subir la moral, no de brindar instrucciones detalladas.

Tras esto, se daba la señal para empezar la batalla moviendo el estandarte del general y con un toque de corneta que se repetía por todas las filas. (A veces una corneta tocaba por error, y el ejército avanzaba aunque el general no lo hubiera ordenado, como le ocurrió a Julio César en Tapso).

El combate solía empezar con los velites, los soldados de infantería ligera, que se adelantaban corriendo al resto de la formación y disparaban jabalinas, piedras y flechas contra el enemigo para hostigarlo. Normalmente, el adversario hacía lo mismo. En esta primera fase no se producían demasiadas bajas.

El siguiente choque se producía entre las fuerzas de caballería. A veces porque el general mandaba por delante a los jinetes, y a veces simplemente porque la caballería era más rápida que la infantería. Los choques entre estas unidades eran muy fluidos, con embestidas y retiradas constantes, y también con combates cuerpo a cuerpo que en algunos momentos parecían más de infantería: los jinetes antiguos tendían a desmontar y luchar también a pie.

Si una de las dos tropas de caballería cedía, la otra normalmente emprendía la persecución. Era el momento en que más bajas se producían. En ocasiones, unos jinetes en retirada podían lanzarse contra sus propias filas de infantería sembrando el caos. Ya hemos visto que ocurrió así en la batalla de Sentino, cuando los carros galos pusieron en fuga a la caballería romana.

De todos modos, lo habitual era que las caballerías de ambos bandos todavía estuvieran trabadas en combate en los extremos del campo cuando la infantería pesada entraba en acción.

Los primeros que avanzaban eran los manípulos de astados, los soldados más jóvenes. Cuando estaban a unos veinte metros, arrojaban sus venablos, los pila. A esa distancia ya distinguían perfectamente blancos individuales, así que no los disparaban por disparar, sino buscando a los enemigos que tenían enfrente. Aunque muchos pila caían al suelo sin causar daños, otros mataban o herían a sus objetivos y muchos más se clavaban en los escudos, inutilizándolos. (Manejar un escudo por cuya parte interior sobresalían uno o dos palmos de hierro era incómodo y peligroso).

Según algunos autores antiguos, los legionarios llevaban dos pila. Pero no parece posible que pudieran arrojar uno mientras sostenían el otro con la misma mano que también agarraba la manilla del escudo. Lo más fácil es pensar que esos pila de repuesto estaban en las filas de atrás y eran sus compañeros quienes se los pasaban.

A partir de ese momento podían ocurrir varias cosas. En teoría, los astados desenvainaban las espadas y se lanzaban al combate cuerpo a cuerpo. Digo «en teoría» porque a veces los pila provocaban más desorden en las filas rivales y a veces menos. Retroceder para coger más proyectiles y disparar una segunda andanada era una opción. Y, por supuesto, había que tener en cuenta lo que hacían los rivales, que a veces eran quienes embestían.

Por ejemplo, si se trataba de galos. Así, en el año 223 las tropas del cónsul Flaminio se enfrentaron a dos tribus, los insubres y los cenomanos. En lugar de abalanzarse contra ellos con los pila, tomaron las lanzas de los triarios, más largas y pesadas, apretaron los dientes y recibieron y contuvieron su carga.

Por otra parte, hay que tener en cuenta que los soldados eran hombres, no autómatas. Arremeter contra una fila de enemigos armados de lanzas o espadas, protegidos tras sus escudos y tocados con plumas o crines que los hacían parecer más altos, requería hacer acopio de valor, o más bien conseguir que la adrenalina y el impulso de agresión superasen el instinto de conservación.

A menudo, la primera fase del combate consistía en carreras, acercamientos, disparos de proyectiles y provocaciones con gritos y gestos, sin llegar al choque real. Algo ritualizado en cierta forma.

Pero llegado el momento, si los legionarios percibían debilidad en los adversarios, por sus gestos o porque su formación se desordenase, cargaban de frente contra ellos. En el combate cuerpo a cuerpo usaban la espada, preferentemente para lanzar estocadas contra las partes desprotegidas: la pierna izquierda por debajo del escudo, el brazo derecho, la cabeza. Por supuesto, aunque los hubieran adiestrado para usar la punta, también recurrían a los filos si era necesario. El mismo escudo se usaba como arma para empujar al adversario, desequilibrarlo y aprovechar este momento para tirarle una estocada al cuerpo.

Tras un rato de refriega, el enemigo podía ceder y emprender la huida. Era el momento en que se producían más bajas, pues al dar la espalda a sus atacantes se quedaban prácticamente indefensos. Por supuesto, lo primero que tiraba quien quería escapar era el escudo.

Si el enemigo aguantaba la posición, eran los astados los que retrocedían, sin perderle la cara. Hay que tener en cuenta que, con todo el peso que cargaban, el calor —normalmente guerreaban en verano—, el puro esfuerzo físico y la tensión, los momentos de choque no podían durar más que unos minutos, como un asalto de boxeo.

Según Tito Livio, al retroceder los astados, como entre sus unidades habían dejado espacios igual de anchos que los propios manípulos, por esos huecos se adelantaban los príncipes, que venían frescos, y repetían la misma operación: descarga de pila, embestida y combate cuerpo a cuerpo.

Pero eso deja una pregunta clave. Los enemigos que estaban justo en la zona donde había un hueco de unos veinte metros ¿qué hacían? ¿Se quedaban mano sobre mano esperando a que llegaran los príncipes y diciendo: «Qué suerte, no nos ha tocado pelear»?

Lo normal habría sido que los adversarios de los romanos aprovecharan esos huecos para atacar a los manípulos de astados por los flancos. Por eso, muchos expertos han sugerido que los legionarios al avanzar desplegaban el doble de frente. Me explicaré: si justo antes de la batalla formaban con ocho líneas de fondo y quince hombres de frente, al avanzar contra el enemigo se abrían, dejaban sólo cuatro líneas y organizaban un frente de treinta. De esta manera, cerraban el hueco. Luego, al retroceder, volvían a adoptar la formación anterior, reduciendo su frente a quince hombres para dejar hueco a los príncipes.

Todo esto tiene un problema. No se hallaban haciendo la instrucción en el patio de armas de una academia militar. Se encontraban sobre un terreno desigual, en medio de un estrépito ensordecedor, probablemente rodeados de nubes de polvo y acosados por los enemigos, que no tenían la cortesía de decirles: «Replegaos tranquilos, que nos quedamos esperando a vuestros colegas».

La solución que propone el autor J.E. Lendon y que desarrolla más el experto español Fernando Quesada es la que muestra la imagen de la página siguiente.

La formación de estas líneas, como se ve, es mucho más laxa. En la parte inferior están los velites. Detrás de ellos hay tres manípulos de astados. Cada uno de ellos lleva dos estandartes que se corresponden a dos centurias. Por detrás se encuentran los príncipes, y al final los manípulos de triarios, en formación mucho más cerrada.

El término que utiliza Lendon para los manípulos de astados y príncipes es blobs, algo así como «borrones», o nubes de legionarios agrupados alrededor de los estandartes, que se extendían y contraían como una ameba, pero sin separarse del resto de la unidad. (La metáfora de la ameba, que me parece muy acertada, es de Quesada).

Una vez retirados los velites, los astados avanzaban y la ameba se expandía hacia los lados. Los soldados de los extremos tan sólo tenían que abrirse unos diez metros para juntarse con los del manípulo de al lado y cerrar filas. Por otra parte, éstas no tenían que ir tan rectas como en una falange de hoplitas griegas, pues cada legionario combatía de forma individual y no se veía obligado a cubrir a su compañero con la parte izquierda de su escudo.