La guerra en Italia
Los romanos habían decidido que, si podían evitarlo, no se enfrentarían de nuevo en campo abierto a aquel demonio púnico que siempre conseguía engañarlos. Pero batallar contra sus subordinados era otra cosa.
En 214, Aníbal estaba preparándose para asaltar la ciudad de Nola, en Campania. Antes de lanzar el ataque, envió un mensaje a uno de sus oficiales, Hanón, para que le trajera mil doscientos jinetes númidas y diesiete mil guerreros lucanos y brutios desde el sur.
Al pasar por el río Calor, cerca de Beneventum, le salió al paso Tiberio Sempronio Graco, que había sido cónsul el año anterior. Graco mandaba un ejército de volones, esclavos que se habían presentado voluntarios tras el desastre de Cannas. Estos hombres, espoleados por la promesa de la libertad, lucharon con tal fiereza que aniquilaron a los enemigos. El propio Hanón se salvó a duras penas.
Pese a estos problemas, Aníbal siguió manteniendo en Italia un ejército potente, de entre sesenta y setenta mil hombres. Gracias a eso pudo atacar ciudades grandes como Neápolis y Tarento. Además, combatió en batallas importantes. En el año 212 venció al pretor Fulvio Flaco en Herdonea, causándole dieciséis mil bajas. En ese preciso lugar volvió a derrotar al mismo personaje dos años después. Fulvio fue exiliado por incompetencia, y los supervivientes enviados a Sicilia, donde se unieron por fuerza a las legiones Cannenses.
En 208 Aníbal infligió otro duro golpe a la República. Los cónsules de aquel año, Quintio Crispino y Marcelo, cayeron en una emboscada cuando llevaban a cabo una misión de reconocimiento con doscientos veinte jinetes. Marcelo murió de un lanzazo y Crispino falleció pocos días después de las heridas. Sin duda, que los dos máximos magistrados de Roma se arriesgaran juntos con tan pocas tropas fue una gran imprudencia.
Aníbal brindó honores funerarios a Marcelo, el conquistador de Siracusa, y se dice que envió sus cenizas a su hijo. Pero, a cambio, se aprovechó de su anillo para enviar una carta con su sello y ordenar a la guarnición de la ciudad de Salapia, aliada de Roma, que le abriera las puertas. Gracias a que Crispino había enviado un aviso antes de morir, la astuta maniobra fue abortada.
Pese a los éxitos que Aníbal alcanzaba en persona, sus dominios se veían cada vez más limitados al sur de Italia. Los romanos se concentraron sobre todo en recuperar a sus antiguos socios. Quienes volvían de forma voluntaria a la alianza recibían un trato exquisito, pero las ciudades que caían por la fuerza eran castigadas sin piedad.
Por otra parte, derrotas como la que Hanón había sufrido en Beneventum con sus guerreros brutios y lucanos desanimaban a otros pueblos. La mayoría de los supuestos aliados de los cartagineses se mostraban muy remolones a la hora de arriesgar tropas lejos de su territorio. Sobre todo, temían las represalias de los romanos.
Para colmo, Aníbal no conseguía recibir refuerzos de fuera de Italia. Desde España no sólo no le enviaban tropas, sino que se las pedían a Cartago, debido a los éxitos de los romanos.
La situación pareció cambiar en la primavera de 207. Asdrúbal, el hermano de Aníbal, logró cruzar los Alpes con treinta mil soldados y quince elefantes. El pánico cundió en Roma: si ambos bárcidas juntaban sus fuerzas, ¿qué más desastres les esperaban?
El senado repartió a los dos cónsules. Claudio Nerón partió hacia el sur con cuarenta mil hombres para contener a Aníbal. Al mismo tiempo, Livio Salinátor viajó al norte, donde reforzó sus tropas con las del pretor Porcio Licino y las de Varrón, que era propretor en Etruria.
Asdrúbal envió una carta a Aníbal para pedirle que se uniera a él en el sur de Umbría. Pero los seis mensajeros que la transportaban fueron interceptados por el cónsul Claudio Nerón.
Éste comprendió que debía tomar la iniciativa y actuar con rapidez. Sin esperar la autorización del senado, escogió a sus siete mil mejores hombres y partió hacia el norte, despachando mensajeros a caballo por delante para que las ciudades del camino les tuvieran provisiones preparadas. De este modo, pudieron viajar a marchas forzadas y sin apenas impedimenta.
Nerón apareció de noche en el campamento de su colega Salinátor. Para ocultarle a Asdrúbal que llegaban refuerzos, sus hombres entraron al amparo de la oscuridad y se alojaron en las tiendas de los soldados del otro cónsul.
Al día siguiente, sin apenas descanso, Nerón convenció a Salinátor de que había que batallar cuanto antes para pillar desprevenido a Asdrúbal. Pero cuando se desplegaron las tropas, el cartaginés se dio cuenta de que había más romanos que otros días y rehusó pelear.
Comprendiendo que se hallaba en peligro, el hermano de Aníbal decidió retirarse esa misma noche. Para su desgracia, los guías locales lo traicionaron. Al amanecer, su ejército estaba perdido y desorganizado junto a la orilla del río Metauro.
Así lo sorprendieron los romanos, que habían emprendido la persecución en cuanto supieron que se retiraba hacia el norte. El día 22 de junio, los dos ejércitos se enfrentaron. Asdrúbal lanzó su ataque contra el flanco izquierdo enemigo, donde se hallaba Salinátor. Los elefantes empezaron causando destrozos en las filas de los astados, pero luego les entró el pánico a ellos y sembraron el caos equitativamente para ambos ejércitos.
La lucha estaba bastante igualada. Pero Nerón, que mandaba el ala derecha, tomó a la mitad de sus hombres, pasó por detrás de su propio ejército y atacó el flanco derecho del enemigo, donde luchaba la infantería ibérica. Ésta, que ya se hallaba bajo la presión de los hombres del otro cónsul, colapsó.
Asdrúbal, al darse cuenta de que la batalla estaba perdida, prefirió la muerte que el deshonor o el cautiverio y cargó contra los enemigos. Aunque su autoinmolación le valió elogios de los historiadores, fue inútil. Diez mil de sus hombres murieron en la batalla, pero él podría haber reorganizado a los supervivientes para seguir dando quebraderos de cabeza a los romanos en la Galia Cisalpina. Al sacrificarse de aquella forma le hizo un flaco favor a su hermano.
Fue una gran victoria para los romanos. Habían demostrado que eran capaces de moverse con rapidez, anticiparse a sus enemigos e improvisar maniobras en medio del caos de la batalla.
El alivio en Roma fue tan grande que el senado decretó tres días de acción de gracias. A Salinátor se le concedió el triunfo y a Nerón, que no mandaba un ejército entero, una ovación. Pero cuando Nerón cabalgaba junto a su colega, que desfilaba en el carro, recibió aún más vítores que él: el pueblo romano reconocía que su rapidez de reflejos y su decisión habían sido las claves de la victoria.
Cayo Claudio Nerón no es de los personajes más conocidos de esta historia. Se sabe que fue censor en 204 y embajador en Egipto en 201, y poco más. Sin embargo, es difícil sobreestimar su papel. Si no hubiera interceptado a esos mensajeros y asumido la iniciativa, primero para viajar al norte a toda prisa y después para realizar una rápida maniobra en plena batalla, tal vez Asdrúbal y Aníbal habrían podido unir sus ejércitos. Con cerca de cien mil hombres a su disposición, ¿de qué habría sido capaz Aníbal?
Como tantos otros «¿Y si?» de la historia, éste quedará sin respuesta.
Aníbal había tratado con respeto a muchos de sus enemigos muertos: había buscado el cuerpo de Flaminio después de Trasimeno, enterrado a Emilio Paulo tras Cannas y enviado al hijo de Marcelo las cenizas de éste. Los romanos no le brindaron el mismo honor. Nerón, tan admirable en otros sentidos, hizo que le cortaran la cabeza a Asdrúbal, la llevaran a Apulia y la arrojaran al campamento de Aníbal como una siniestra ofrenda.
Cuando la vio, Aníbal se quedó conmocionado y dijo: «Aquí veo el destino que le aguarda a Cartago». Sin los refuerzos, sabía que no podía ganar la guerra en Italia. Roma era como la hidra que luchó contra Hércules: por más cabezas que le cortara, seguían brotándole más.
El rey Agesilao de Esparta había recomendado a sus súbditos que no combatieran a menudo con los mismos enemigos para no enseñarles a guerrear. A Aníbal le estaba ocurriendo con los romanos. A fuerza de luchar contra él, sus generales se volvían cada vez más astutos y sus tropas más profesionales. No es extraño: había más de veinte legiones movilizadas como media. En los años de máximo esfuerzo, el 212 y el 211, Roma llegó a tener veinticinco legiones entre Italia, Sicilia y España, más doscientos barcos de guerra, lo que suponía casi doscientos cincuenta mil hombres implicados en acciones militares. Esos soldados pasaban tanto tiempo en la milicia que su calidad equivalía a la de los mercenarios profesionales.
Tras este fracaso, Aníbal decidió abandonar Lucania y se retiró al extremo sur, a Brindisi, mateniendo los puertos de Crotona, Caulonia y Locri. Allí, arrinconado en el tacón de la bota, pasó los últimos cuatro años de su campaña en Italia.