Los Catagineses en España
Para compensar la pérdida de las tres grandes islas del Mediterráneo central, los cartagineses decidieron extender su dominio al sur de España. De ello se encargó Amílcar Barca.
Amílcar se hallaba resentido porque su patria se había rendido cuando él todavía se encontraba en condiciones de luchar. Por las noches debía de dar vueltas en el lecho, diciéndose: «Si la flota de Hanón hubiera llegado a tiempo con los suministros», «Si hubiera logrado embarcar a mis tropas en esas naves», «Si me hubieran dejado lanzar un ataque contra Italia». La suma de tantos condicionales, sin duda, lo atormentaba.
Muchos han comparado la frustración que debía experimentar Amílcar con la de los militares alemanes tras la Primera Guerra Mundial, que dio lugar al mito de la «puñalada en la espalda» que tanto aprovechó Hitler: los políticos se habrían rendido antes de tiempo, dejando en una situación muy desairada a los militares que querían continuar con la guerra. Según éstos, Alemania podría haber seguido luchando, ya que sus ejércitos se mantenían prácticamente intactos.
Salvando diferencias, se trata de un paralelismo interesante. En 1923, Francia decidió cobrarse las indemnizaciones de guerra por su cuenta invadiendo el Ruhr, lo que agravó todavía más el resentimiento alemán. Del mismo modo, la ruin maniobra con que Roma arrebató Cerdeña y Córcega a los cartagineses y además les extorsionó mil doscientos talentos hurgó en la herida púnica en general y en la de Amílcar en particular.
En el año 237, la ciudad puso a Amílcar al mando de una expedición que, tomando como base la colonia fenicia de Gadir —luego Gades y más tarde Cádiz—, debía afianzar el dominio cartaginés en España y explotar sus recursos.
Antes de partir, el general realizó un sacrificio en el altar del dios Baal Shamim. Al terminar, ordenó que le trajeran a su hijo mayor, Aníbal, que por entonces tenía nueve años, y le preguntó si quería acompañarlo en la expedición. El muchacho contestó que sí con vehemencia, pero su padre le puso una condición. Lo llevó ante el altar, plantó la mano sobre la carne de la víctima del sacrificio y le dijo: «Entonces, debes jurar que jamás serás amigo de los romanos». El muchacho así lo hizo, y se mantuvo toda su vida fiel a este juramento: Roma no conocería jamás a un enemigo tan peligroso como Aníbal.
Durante ocho años, Amílcar extendió su dominio a partir de la fértil franja del valle del Guadalquivir —entonces llamado Betis. Algunas ciudades y tribus se aliaron de buen grado, y otras por la fuerza. Las minas de plata y oro de sierra Morena no tardaron en caer en su poder.
Más al norte se topó con la resistencia de los turdetanos y los celtíberos. Entre éstos había un caudillo llamado Indortes que consiguió reunir a cincuenta mil hombres. Debía tratarse de una horda indisciplinada más que de un ejército, porque Indortes no consiguió que plantaran batalla, y sus guerreros entraron en desbandada antes de combatir.
Aquel reyezuelo cayó en manos de Amílcar, que decidió recurrir a la estrategia del terror; o tal vez su corazón se había encallecido tras las atrocidades de la guerra contra los mercenarios. En cualquier caso, ordenó que le sacaran los ojos a Indortes, lo azotaran y lo crucificaran. Al menos, al resto de los prisioneros los liberó. Era una forma de alternar dureza con diplomacia, o palo con zanahoria por decirlo en términos más coloquiales.
Aunque Roma estaba ocupada en Iliria y en la Galia Cisalpina, las actividades de Amílcar no le pasaron inadvertidas. En 231, una embajada viajó a España a preguntar a Amílcar qué andaba tramando. El general púnico respondió que se dedicaba a extraer metales preciosos para enviarlos a Cartago, de modo que su ciudad pudiera pagar la indemnización a Roma.
Para ello, los cartagineses trabajaban en minas ya antiguas, como las de Riotinto, y en otras nuevas como las de Mastia, cerca de Cartagena. La producción de plata rondaba los mil quinientos talentos al año. No toda viajaba a Cartago. Amílcar se dedicaba a acuñar su propia moneda en Gadir para pagar a sus tropas: lo ocurrido con sus antiguos mercenarios le había hecho escarmentar y no quería acumular deudas con la soldadesca.
Las actividades de Amílcar estaban convirtiendo a Cartago en una potencia más terrestre que marítima. En el año 229 disponía de un ejército de cincuenta mil hombres bien preparados, más cien elefantes. En cambio, la armada, que en los momentos de esplendor había contado con trescientos cincuenta quinquerremes, ahora no llegaba a cien. Su apuesta por el ejército de tierra en detrimento de la flota rendiría sus frutos…, pero también acarrearía sus problemas.
Aunque los cartagineses no eran tan dados a crear ciudades como los griegos, Amílcar fundó una llamada Akra Leuke que, si no era la antepasada de Lucentum —la futura Alicante—, debía de andar muy cerca. En el invierno de 239-238, dejó en ella el grueso de su ejército y sus elefantes y puso sitio a una ciudad cercana llamada Hélice, que tal vez fuera Elche o tal vez no. Cuando la tribu de los oretanos acudió en ayuda de los asediados, Amílcar tuvo que retirarse a toda prisa y, al cruzar un río a lomos de su caballo, pereció ahogado.
Hay otra historia sobre su muerte más pintoresca: los enemigos de una tribu mandaron grandes carros de paja tirados por bueyes que se aproximaron al ejército cartaginés. Al principio los soldados se rieron; pero, cuando los carros se incendiaron, cundió el pánico, y Amílcar pereció en la consiguiente estampida.
A Amílcar lo sucedió su yerno Asdrúbal, ya que Aníbal todavía no había cumplido veinte años y era demasiado joven para el cargo. Fueron las tropas quienes eligieron a Asdrúbal como general. Luego, en Cartago, las autoridades refrendaron esta elección.
Hay que añadir que la familia Barca dominó la política cartaginesa durante más de treinta años. A menudo se ha comentado que en Cartago existía una lucha de poder entre dos facciones, la de Amílcar y la de Hanón el Grande, y que el bando de este último saboteó constantemente los esfuerzos de los bárcidas. Seguramente lo intentaron, pero lo cierto es que entre los años 237 y 201 todos los generales en los puestos clave fueron bárcidas, y todas las decisiones del adirim y de los sufetes apoyaron sus propuestas. Tan sólo al final de la Segunda Guerra Púnica el grupo de Hanón consiguió más influencia.
Asdrúbal prosiguió la labor de su suegro, mezclando guerra y diplomacia. Como ejemplo de la primera, hizo traer refuerzos de África y, con un ejército de cincuenta mil infantes, seis mil jinetes y doscientos elefantes atacó a los oretanos y los aplastó, vengando la muerte de Amílcar. Como muestra de la diplomacia, se casó con una princesa ibera y animó a Aníbal a hacer lo mismo. Ignoramos si Asdrúbal había enviudado de su anterior mujer, la hija de Amílcar, o si practicó la bigamia por motivos políticos.
En el año 229, aprovechando un magnífico puerto natural rodeado por cinco cerros, Asdrúbal fundó una ciudad a la que, siguiendo la tradición púnica, llamó Qart-Hadašt, «ciudad nueva». Para no confundirla con su metrópolis, los romanos la denominaron Carthago Nova, lo que supone una redundancia. El nombre original se conserva en parte en su topónimo actual, Cartagena, que se repetiría al otro lado del charco con la fundación en 1533 de Cartagena de Indias. Como señala el historiador Serge Lancel, es un capricho del destino que este nombre semítico acabara cruzando el Atlántico para bautizar el mayor puerto del Caribe: esos grandes navegantes que eran los fenicios se habrían sentido orgullosos.
Bajo el mandato de Asdrúbal, el ejército púnico en España aumentó hasta sesenta mil soldados de infantería, más ocho mil de caballería que en varias ocasiones mandó el joven Aníbal. Su imperio —por llamarlo así— ocupaba ya más de la mitad de la península.
Los romanos miraban esta expansión con desconfianza, pero no podían hacer gran cosa por evitarla; andaban muy ocupados enfrentándose a la invasión de boyos, insubres y sus aliados, los «nudistas» gesatas. Por eso, enviaron una embajada para negociar con Asdrúbal. Es curioso que no la mandaran a Cartago, sino directamente a él, lo que demuestra que lo veían como una especie de rey o, al menos, como un general casi plenipotenciario. Tal vez este ambicioso fundador de ciudades pretendía convertirse en un soberano independiente.
La reunión se celebró en otoño de 226, probablemente en Cartagena. Tras ella se firmó un tratado por el que a los cartagineses les quedaba prohibido viajar al norte del Ebro portando armas. En aquel momento, la frontera del nuevo imperio púnico todavía se hallaba muy lejos del río, así que no debía resultar una imposición excesivamente humillante.
El problema surgió después, cuando los romanos firmaron un pacto con la ciudad de Sagunto, situada casi ciento cincuenta kilómetros al sur del Ebro. ¿Por qué lo hicieron? Sagunto era una ciudad poderosa y bien amurallada. Tal vez querían tenerla como una especie de puesto avanzado enclavado en territorio enemigo, o con esa alianza pretendían humillar a Cartago y recordarle que Roma estaba a un nivel superior e inalcanzable y podía hacer lo que le viniera en gana.
En cualquier caso, los romanos seguían enfrascados en otros asuntos. Primero las luchas contra los galos y la conquista del valle del Po, y después, en 219, la Segunda Guerra Ilírica los mantuvieron apartados de España.
En el año 221, Asdrúbal fue asesinado por un esclavo a cuyo amo hispano había hecho matar. Por aquel entonces, Aníbal ya tenía veintiséis años y los soldados lo consideraron lo bastante maduro como para nombrarlo general por aclamación.
Los romanos todavía no se habían enterado, pero en el mismo momento en que Aníbal se convirtió en jefe del ejército cartaginés los acontecimientos se precipitaron hacia una nueva guerra.