Otros Magistrados

Por debajo de los cónsules se hallaban los pretores, cargo creado en el año 367. Desde su mismo origen lo pudieron desempeñar los plebeyos. Al principio sólo hubo uno, el praetor urbanus, especializado en administrar justicia, ya que el Estado no dejaba de crecer, y los cónsules tenían muchas responsabilidades y además pasaban buena parte del año fuera guerreando.[6]

Después, en el año 241, se creó el puesto de praetor peregrinus, encargado de juzgar pleitos entre extranjeros —a los que llamaban peregrini— y ciudadanos. Con el tiempo, cuando Roma conquistó cada vez más territorios, el número de pretores aumentó, y también la duración de su mandato. A principios del siglo I a.C. los pretores eran ocho, servían un año como jueces en Roma y pasado ese tiempo recibían el gobierno de una provincia como propretores.

Hay que añadir que era entonces cuando los magistrados empezaban a recuperar el dinero que habían invertido para llegar al cargo. Lo hacían gracias al botín obtenido en las campañas militares, y también recurriendo a ciertas dosis de corrupción. Pero eso ocurrió cuando Roma conquistó nuevos territorios, no en los primeros años de la República.

(Como curiosidad, nuestro término «candidato» proviene de candidatus, que a su vez deriva de la toga candida o blanca que vestían aquellos que se presentaban a las elecciones cuando paseaban por el Foro para saludar y convencer a sus posibles votantes).

El escalafón inmediatamente inferior al de pretor era el de edil. En la plenitud del sistema, había cuatro ediles, dos patricios y dos plebeyos. Los ediles se encargaban de cuestiones prácticas relacionadas con el funcionamiento de la ciudad. En sus manos estaba que llegaran víveres a Roma. También controlaban el orden y la limpieza de las calles, vigilaban que los comerciantes no hicieran trampas con las pesas en el mercado, inspeccionaban los baños públicos y los burdeles, verificaban el buen funcionamiento de las cloacas y evitaban —cuando podían— los incendios. En cierto modo, eran a la vez concejales y policías municipales, auxiliados por vigiles o vigilantes que en tiempos del Imperio llegaron a ser miles.

Una función no menos importante de los ediles era la de organizar espectáculos públicos, incluyendo los juegos de gladiadores. Se trataba de una ocasión magnífica para hacerse propaganda pensando en ser elegido para los cargos de pretor y cónsul. Volviendo al ejemplo de César, en su año como edil, el 65 a.C., celebró unos juegos en honor de su padre para los que trajo más de trescientas parejas de gladiadores, lo que provocó cierto nerviosismo en el senado, que recordaba todavía la rebelión de Espartaco.

Por debajo de los ediles estaban los cuestores, que se encargaban del tesoro público, de cobrar impuestos y también confiscaciones, multas y ventas de bienes estatales. No sólo recaudaban, sino que también distribuían: ellos pagaban el salario a los soldados y los gastos de las obras públicas. En el siglo I a.C. llegaron a ser veinte.

El sueño de todo romano importante era llegar a lo más alto de esta escala y convertirse en cónsul al menos una vez en su vida, lo que significaba la oportunidad de mandar un ejército, vencer a los enemigos de la ciudad y entrar en la urbe celebrando un triunfo. En suma, ser el hombre más importante de Roma, aunque fuera sólo durante doce meses. (El cargo se podía repetir, pero no dos años seguidos).

Para ello había que empezar desde abajo. El primer requisito era servir en el ejército durante al menos diez campañas anuales. Los romanos de clase alta lo hacían primero como soldados, normalmente en la caballería, y luego ascendían a tribunos militares, oficiales de alta graduación.

Después de esto, los ciudadanos de treinta años podían presentarse al cargo de cuestor. Si lo conseguían, aspiraban al puesto de edil, y más adelante al de pretor y cónsul, todo por este orden.

Al principio no había limitaciones rígidas de edad, pero luego se fijaron en treinta y seis años para los cuestores, treinta y nueve para los pretores y cuarenta y dos para los cónsules. Para un ciudadano, era un orgullo conseguir estas magistraturas suo anno, es decir, con la edad mínima posible. (De todos modos, se encuentran numerosas excepciones. Por ejemplo, Pompeyo el Grande fue cónsul con treinta y cinco años, y Escipión Africano con treinta y uno. Los romanos tenían una facilidad increíble para dictar un entramado de normas que luego ellos mismo se saltaban. Un alemán diría que se trata de algo inherente al carácter mediterráneo).

Esta sucesión de cargos era conocida como cursus honorum o «carrera de los honores». Si todos los años se podían elegir hasta veinte cuestores, pero sólo dos cónsules, es fácil entender que por pura matemática no todos los que emprendían esta carrera llegaban a lo más alto. Quienes lo conseguían y se convertían en cónsules gozaban desde ese momento de un rango especial. Eran los llamados «consulares», que tenían preferencia para hablar en el senado. De entre sus filas se elegía a un censor cada cinco años y a los dictadores en situaciones de emergencia. Los consulares eran la auténtica cúspide de la pirámide social en Roma.