Cincinato

El otro pueblo montañés que causó problemas a los romanos durante estas décadas fue el de los ecuos. En estas guerras, el personaje que más destacó y pasó a la historia —o de nuevo a la leyenda— fue Lucio Quincio Cincinato.

Cincinato era un noble que se oponía a la igualdad entre patricios y plebeyos. Pero su hijo Cesón era mucho más radical que él. Cuando los tribunos de la plebe intentaban hablar en el Foro, él y sus amigos —amigotes, cabría decir— los echaban por la fuerza. Y no sólo a ellos, sino que si algún plebeyo osaba levantar la voz en público le propinaban una paliza y lo desnudaban delante de todos.

(Cuando se habla de las instituciones romanas, todo parece muy frío y reglamentado. Pero, como demuestran estos ejemplos, las sesiones y las votaciones de los comicios podían ser mucho más ardientes. A menudo se llegaba a las manos y a algo más que las manos, y se blandían estacas y volaban piedras por los aires. Ocurrió así durante todos los siglos de la República).

Los tribunos, como era de esperar, acabaron llevando a juicio al joven patricio por aquel comportamiento salvaje. Cesón escapó al país de los etruscos y fue condenado a muerte en ausencia. Su padre Lucio tuvo que pagar una multa tan grande que se quedó prácticamente en la miseria. Salió de la ciudad y se dedicó a cultivar en persona un terreno que tenía al otro lado del Tíber y que no llegaba a las dos hectáreas.

Años después, en 458, el cónsul Minucio quedó atrapado con su ejército —que debía constar de una legión completa— en los montes Albanos, rodeado por empalizadas y terraplenes de los enemigos. Cinco jinetes lograron huir del cerco y cabalgaron hasta Roma.

La emergencia era grave. Miles de soldados estaban en peligro de muerte, en una época en que Roma todavía no disponía de las enormes reservas humanas que la harían casi invencible en el futuro. El senado y el cónsul que se había quedado en Roma decidieron que la situación era lo bastante peliaguda como para llegar al recurso extremo que permitían las instituciones de la República: nombrar un dictador.

El dictador en cuestión se encontraba arando su sembrado al otro lado del río. Cuando le llegó la noticia, Cincinato se secó el sudor, se limpió la tierra de las manos y se puso la toga que le trajo a toda prisa su esposa Racilia. Tras cruzar el río en una embarcación, se encontró con un gran recibimiento de sus familiares y senadores, pero con la desconfianza de la plebe.

El dictador aunaba los poderes de los dos cónsules en una sola persona; la demostración visible era que lo escoltaban veinticuatro lictores, y no doce. Sin embargo, no podía montar a caballo y tenía que nombrar un lugarteniente subordinado, el magister equitum o jefe de la caballería. Cincinato eligió a un tal Tarquicio, y después ordenó a todos los romanos en edad militar que se presentaran en el Campo de Marte antes de la puesta de sol con provisiones para cinco días y doce estacas de madera cada uno.

Cuando tuvo organizada así una legión entera, Cincinato ordenó que se pusieran en marcha al instante. Las operaciones nocturnas, fueran marchas o batallas, acarreaban peligros que en la Antigüedad solían evitarse: se corría el riesgo de que las unidades se perdieran en el camino o confundieran a amigos con enemigos. No obstante, el tiempo apremiaba, ya que miles de hombres podían ser aniquilados por los ecuos. Cincinato y sus hombres recorrieron a toda prisa los veinte kilómetros que los separaban del monte Albano. Allí, en la estribación oriental, se hallaba la primera legión, cercada por los ecuos.

Cincinato ordenó a sus hombres que formaran una larga columna y, en silencio, rodearan a su vez a los ecuos. Después, cada soldado empezó a excavar una zanja frente a él para clavar sus doce estacas, mientras todos proferían gritos de guerra. Eso aterrorizó a los ecuos y al mismo tiempo infundió ánimos a los romanos cercados en la garganta, que lanzaron un ataque contra los enemigos.

Los ecuos se vieron sorprendidos entre dos frentes y lucharon contra las tropas del cónsul asediado. Eso permitió que los hombres de Cincinato terminaran de construir su empalizada sin ser molestados. Al amanecer, tras varias horas de combate, los enemigos se dieron cuenta de que estaban rodeados y se rindieron, suplicando al dictador que no los aniquilara.

Cincinato los dejó marchar, pero antes los obligó a abandonar sus armas y a pasar por debajo del yugo, formado por dos lanzas verticales y una horizontal. Era una humillación y al mismo tiempo una señal de sumisión que los propios romanos sufrirían mucho tiempo después en la triste jornada de las Horcas Caudinas.

Cincinato repartió el botín entre sus soldados, sin reservarse nada para él. Tampoco le dio nada al cónsul que se había dejado cercar ni a los miembros de su legión: una cosa era acudir en su auxilio y otra premiar su torpeza. Después emprendieron el regreso, y él y sus hombres entraron en Roma celebrando un gran triunfo.

EL TRIUNFO

El triunfo se concedía a los generales que hubieran vencido en una batalla decisiva, siempre que se cumplieran ciertas condiciones. Para empezar, el vencedor debía ser un alto magistrado. En segundo lugar, la guerra tenía que ser legítima y contra enemigos extranjeros, no un conflicto civil. Por eso, cuando Julio César celebró un triunfo contra los hijos de Pompeyo fue muy criticado.

También había que matar al menos a cinco mil enemigos en una batalla campal, pero sufriendo pocas bajas en las filas propias. Sobre todo, el territorio en litigio debía quedar tan seguro y pacificado como para que las tropas pudieran abandonarlo y acompañar a su general de regreso a Roma.

Si se cumplían todos estos requisitos, el vencedor recorría las calles de la ciudad entrando por la porta Triumphalis, que estaba cerrada para el resto de la gente. La enorme comitiva empezaba con los despojos arrebatados al enemigo, transportados en carretas o sobre unas angarillas cargadas a hombros. También iban los animales destinados al sacrificio, y cautivos cargados de cadenas.

Después de los cautivos pasaba el carro del general, tirado por cuatro caballos. El atavío del triunfador, incluso en época republicana, era propio de un rey: la toga picta, un manto púrpura bordado con estrellas de oro. El homenajeado se pintaba la cara de rojo, imitando la estatua de terracota de Júpiter Capitolino, y llevaba una corona de laurel. Para que tanta gloria no se le subiera a la cabeza, un esclavo iba detrás de él diciéndole: «Recuerda que has de morir». Al menos, ése es uno de los tópicos más extendidos sobre el triunfo romano. En realidad, las noticias que tenemos sobre el esclavo y su deprimente cantinela son tardías y contradictorias.

Por último, desfilaban los soldados, que entonaban cantos obscenos dedicados a su general. La intención no era rebajarle los humos, sino alejar el mal: la obscenidad se consideraba apotropaica —palabreja que precisamente significa «que ahuyenta el mal».

Tras recorrer las calles, la procesión llegaba al pie del Capitolio. Ante el templo de Júpiter se hacían sacrificios y ofrendas, y después se celebraban festines para el pueblo y también para los soldados. En algunas ocasiones, incluso se ejecutaba al caudillo enemigo, como ocurrió con Vercingetórix en el triunfo de César en el 46 a.C.

A Cincinato le quedaban seis meses de mandato. Pero a los quince días, para sorpresa de todos, el dictador renunció al puesto, cruzó el río y volvió a su humilde parcela sin haberse enriquecido ni un ápice.

El ejemplo de alguien que, teniendo un poder casi absoluto, renunciaba voluntariamente a él quedó grabado en el recuerdo de los romanos, y también en la cultura popular. Muchísimos siglos después, al final de la Guerra de Independencia de Estados Unidos, se formó la llamada Sociedad de los Cincinnati, cuyo primer presidente fue George Washington, y que defendía los mismos ideales de servicio desinteresado a la nación que ejemplificó Cincinato. El nombre de la ciudad de Cincinnati, en el estado de Ohio, se debe a esta sociedad.