La figura de Aníbal
Si hubiera que elegir a los mejores generales de la Antigüedad, Aníbal estaría en uno de los tres primeros puestos en todas las votaciones. Los antiguos ya confeccionaban esas listas, y en ellas solía aparecer el primero Alejandro Magno. En los Diálogos de los muertos, una obra burlesca del siglo II d.C., su autor, Luciano, nos presenta precisamente a Aníbal y Alejandro debatiendo cuál de los dos es el mejor general de la historia, hasta que tercia Escipión en la disputa.
Esta discusión se sigue suscitando hoy día, ya que la historia bélica del mundo antiguo despierta a veces unas pasiones en los foros de Internet que parecen más propias de la política actual o del fútbol.
Como ya comenté, Alejandro tuvo la —relativa— suerte de morir joven antes de sufrir ninguna derrota seria. En cualquier caso, en la época de Aníbal ya había pasado un siglo de su muerte, pero su mito no dejaba de crecer. Alejandro era el modelo de todos aquellos generales que pretendían ser grandes estrategas y conquistadores: lo fue de Pirro, y lo fue siglos después de Pompeyo el autodenominado Magnus. También de Julio César, que al contemplar un busto del macedonio en Hispania se lamentó de que a la misma edad en que Alejandro había conquistado medio mundo él no había conseguido nada de renombre.
¿Influyó Alejandro en Aníbal? Entre fenicios y griegos —incluimos entre éstos a los macedonios— existía cierta relación de amor-odio, una mezcla de desconfianza y admiración. A menudo chocaban en el campo de batalla, pero también se influían mutuamente. Si allá por los siglos VIII-VII a.C. los fenicios eran superiores, y lo demostraron prestando el alfabeto a los griegos e influyendo en su arte, en cambio en los siglos IV-III la cultura helenística había adelantado a la púnica.
Aníbal hablaba griego, tuvo maestros griegos y griegos fueron los historiadores que llevó en su campaña. Con este bagaje cultural, es seguro que conocía la historia militar de Alejandro. Sus conquistas debían inflamar su imaginación. El macedonio se había atrevido a cruzar de Europa a Asia para vengar, siglo y medio después, la invasión de Jerjes, el rey persa que había llegado a incendiar la ciudad de Atenas.
Los motivos de venganza de Aníbal eran mucho más recientes. Cuando su patria firmó la rendición él ya había nacido, y durante su infancia tuvo que escuchar en su hogar cómo los romanos, en contra de toda ética, habían arrebatado Córcega y Cerdeña a los cartagineses y, unilateralmente, habían decidido subir la indemnización de guerra. Su juramento en el altar de Baal —«¡Jamás seré amigo de los romanos!»— es por tanto más que comprensible.
Sin embargo, no debemos dejarnos llevar por esta anécdota para imaginarnos a un hombre resentido y consumido por el odio. Sus hechos demuestran que Aníbal sabía mantener la cabeza fría y, aunque como enemigo fue implacable, también parece evidente que sentía admiración por sus adversarios los romanos.
¿Por qué digo «sus hechos demuestran», «parece evidente»? Por desgracia, tan sólo sabemos lo que contaron de él sus enemigos. Pese a que los romanos también lo admiraban, tal como queda patente en los textos en medio de las críticas a su crueldad o su supuesta falta de escrúpulos, el retrato que nos dejaron está inevitablemente distorsionado.
En cualquier caso, tenemos que deducir en una labor casi detectivesca las intenciones que impulsaban sus actos, así como sus razonamientos y sus estados de ánimo. Una lástima, porque este cartaginés es uno de los personajes más interesantes de la historia de Roma.