La batalla de Zama

En 202, los cónsules elegidos fueron Servilio Púlex y Tiberio Claudio Nerón, primo del cónsul homónimo que había vencido a Asdrúbal Barca en la batalla de Metauro. Con el ejército de Aníbal ya en África, era éste el destino donde se podía alcanzar más gloria y más botín, y muchos nobiles pugnaban por conseguirlo. Con buen criterio, el senado mantuvo el mandato proconsular de Escipión. Sólo el cónsul Nerón viajó a África, pero lo hizo con la flota y con órdenes de apoyar por mar al ejército de Escipión.

En Cartago, entretanto, al ver a Aníbal con sus veteranos cundió cierto optimismo, y los ciudadanos empezaron a pensar que no tenían por qué aceptar aquellas condiciones de paz tan desfavorables. ¿No había demostrado su general Aníbal, la Gracia de Baal, que era invencible? Seguramente podría infligir otra derrota a los enemigos. La perspectiva de ganar la guerra contra la terquedad y los recursos romanos se antojaba inalcanzable; pero al menos podrían obtener un tratado lo bastante honroso como para dejar la situación en empate.

La tregua entre ambos estados se mantuvo hasta la primavera, pero se rompió debido a un incidente fortuito. Unos barcos mercantes romanos cargados de provisiones fueron arrastrados por vientos adversos hasta la bahía de Cartago. Sus tripulantes los abandonaron, y los cartagineses los remolcaron hasta su puerto y repartieron el trigo entre el pueblo. Cuando Escipión protestó, sus tres embajadores estuvieron a punto de ser linchados por la multitud de Cartago.

Una vez quebrada la tregua, Escipión se dedicó a devastar las ciudades del interior, esclavizando a todos sus habitantes. Había en ello parte de venganza, parte de provocación para sacar a Aníbal a campo abierto y parte de necesidad: le hacían falta provisiones.

Aníbal, que estaba acampado en la costa, en una ciudad llamada Hadrumeto, tardó en reaccionar a las peticiones del senado púnico. Por fin, se puso en marcha y avanzó hasta Zama, un lugar situado a cinco jornadas de camino de Cartago.

Allí se libraría la batalla final. Pero todavía se demoró unas semanas, porque Escipión tenía que esperar a que llegara Masinisa. Cuando éste terminó de pacificar su reino recién ampliado, cumplió su palabra y regresó con seis mil soldados de infantería y, lo más valioso, cuatro mil jinetes.

Por primera vez en el conflicto, un general romano no lucharía contra Aníbal en inferioridad de tropas de caballería, el arma que se había demostrado fundamental en la Segunda Guerra Púnica.

La víspera de la batalla ambos generales se entrevistaron. No es algo que encontremos frecuentemente en estos enfrentamientos, pero tampoco resulta extraño. Por un lado, era inevitable que sintieran curiosidad mutua. Aníbal, que por aquel entonces tenía cuarenta y cinco años, se había convertido ya en una leyenda. Escipión, con treinta y tres, era el más aventajado de sus discípulos y su sucesor natural, aunque fuese en el otro bando.

Se encontraron en terreno neutral, entre los dos campamentos y en un paraje despejado para evitar emboscadas. Los escoltas se apartaron para dejarles intimidad y, según Livio, sólo quedaron los intérpretes. Sin embargo, puesto que ambos eran hombres cultos había un idioma en el que podían entenderse perfectamente sin ayuda: el griego.

En su conversación, aparte de las zalemas habituales en la diplomacia entre enemigos, trataron de las condiciones de paz. Aníbal ofreció mantener el statu quo actual: Roma podría quedarse con España y con las Baleares, aparte de las islas que ya tenía, pero no tocaría el norte de África. Aunque suponía empeorar la situación previa al conflicto, dadas las circunstancias era lo mejor que cabía esperar.

Pero Escipión se negó a negociar ningún tratado. Tras la ruptura de la tregua exigía una deditio o «entrega», una rendición incondicional. «Si no queréis poner vuestra patria y vuestras personas a nuestra merced, derrotadnos en la batalla», desafió a Aníbal.

Escipión quería combatir. Había muchas razones para ello. No dejaba de ser un noble romano. Tenía la ocasión de conquistar la gloria definitiva venciendo al gran Aníbal; aunque es cierto que también corría el riesgo de ser aniquilado con su ejército en el interior del territorio enemigo. Pero si dejaba pasar el año, cuando nombraran nuevos cónsules, los entrantes intentarían arrebatarle el mando, al igual ya habían hecho otros. Eso le dejaría a otra persona la gloria. O, lo más probable, la derrota.

Pues Escipión estaba convencido de que sólo él podía vencer como general al hombre que tenía enfrente. Como ocurre con todos los líderes carismáticos, confiaba al cien por cien en sus posibilidades.

Era el momento de acabar con la esperanza que todavía mantenía a Cartago en pie. A saber, Aníbal y la élite de su ejército, los hombres que habían sembrado el terror por los campos de Italia.

Paradójicamente, el corazón de las tropas de Escipión lo formaban los legionarios que habían sufrido en sus carnes ese terror, los veteranos de Cannas. A veces el azar y la historia ofrecen la revancha, aunque sea muchos años después. Como dice el proverbio: «El plato de la venganza es mejor servirlo frío».

Sin llegar a ningún acuerdo, Escipión y Aníbal se despidieron. Al día siguiente, los dos generales sacaron a los ejércitos de sus campamentos y los desplegaron en la llanura para luchar. Esta vez no habría trucos: todos los recursos se hallaban a la vista.

Aníbal contaba para la ocasión con cuarenta y cinco mil soldados de infantería, seis mil jinetes y ochenta elefantes. En vanguardia puso a los paquidermos, con la caballería númida a la izquierda y la libia a la derecha.

Tras esa primera línea, repartió a su infantería en tres formaciones, una detrás de otra. La primera estaba compuesta por mercenarios ligures, galos y baleares, estos últimos armados con sus afamadas hondas. En la segunda formaban libios y ciudadanos de Cartago. Por último, a ciento cincuenta metros por detrás, apostó a los veteranos de Italia, cerca de veinte mil.

Por primera vez, Aníbal copiaba el sistema romano y mantenía a sus hombres más experimentados como reserva. ¿Cuál era la razón? Hasta entonces siempre se las había ingeniado para realizar maniobras envolventes, que alcanzaron su perfección en Cannas. Pero lo había conseguido gracias a que gozaba de una gran superioridad en caballería, la fuerza más móvil y elástica sobre el campo de batalla.

Ahora su rival, aliado con Masinisa, contaba con tantos jinetes como él. Al no poder envolver a su adversario, necesitaba un centro fuerte que no se colapsara como solía ocurrirles a los ejércitos que recibían la carga frontal de las legiones romanas. Su idea era pelear por fases: cuando llegaran a la unidad en la que de verdad confiaba Aníbal, los hombres que lo habían acompañado durante tantos años en Italia, los legionarios romanos ya estarían cansados y rotos después de un largo combate.

Frente a él, Escipión dispuso un despliegue clásico, sin buscar innovaciones. Lo que había hecho contra Asdrúbal Giscón en la batalla de Ilipa estaba muy bien, pero ahora tenía delante a un general que se las sabía todas y era mejor no complicarse demasiado.

El procónsul colocó en el ala izquierda a la caballería romana e italiana, mientras que los cuatro mil númidas de Masinisa se apostaron a la derecha. En el centro formaban las legiones y las alae en triple línea.

La única variación que se permitió Escipión fue la disposición de los manípulos. En lugar de colocarse en ajedrezado como otras veces, los príncipes se plantaron justo detrás de los astados, dejando unos amplios pasillos que conducían directamente hasta los triarios. Pero el enemigo no podía ver esa especie de calles, pues Escipión apostó en ellas velites de infantería ligera que, cuando llegara el momento, tendrían que apartarse. Durante la batalla se descubriría el motivo de este cambio.

Eran dos formaciones similares, como si a fuerza de guerrear romanos contra cartagineses se hubieran acabado pareciendo. Y de hecho debían semejarse, pues muchas de las armas de los veteranos de Aníbal eran botín de guerra expoliado a los romanos caídos.

Sabedores de que enfrente tenían al mejor general del bando contrario, ni Aníbal ni Escipión querían arriesgar con peligrosas filigranas. Ninguno de ellos había perdido una batalla campal hasta ahora. Pero, al final del día, uno de los dos conocería la derrota por primera vez. Era inevitable.

Aníbal dejó que otros oficiales arengaran a las dos primeras filas. Él se dirigió tan sólo a los escogidos que guardaba en reserva diciéndoles:

¡Recordad que somos camaradas desde hace diecisiete años! Durante todo ese tiempo hemos chocado muchas veces con los romanos, y jamás hemos sido derrotados. ¡Pensad en Trebia, en Trasimeno y sobre todo en Cannas! Estos hombres que se nos enfrentan ahora son menos que nosotros. Peor aún, muchos de ellos son las sobras de los que derrotamos en Italia. No echéis a perder ahora vuestra gloria ni la mía, mis hermanos de armas. Luchad con denuedo para recordar a todo el mundo lo que ya sabe: ¡sois invencibles!

Por su parte, Escipión pronunció una soflama parecida, en la que seguramente recordó a los supervivientes de Cannas que tenían la ocasión de vengar el mayor desastre sufrido por su patria. Tras las arengas, ambos ejércitos principiaron el avance al son de trompetas y gritos.

Aníbal tenía pensado empezar desatando su arma más devastadora, los elefantes. Para su desgracia, toda aquella batahola de música, tambores, cánticos y entrechocar de armas asustó a varios paquidermos. De haber estado bien adiestrados no habría sucedido, pero muchos habían sido domesticados a toda prisa por la urgencia de la ocasión. Los que estaban a la izquierda se desviaron en su estampida y se precipitaron sobre la caballería númida, desordenándola.

Al otro lado del campo de batalla, Masinisa vio su oportunidad y cargó contra aquellos que deberían haber sido sus súbditos. No tardó en derrotarlos y los persiguió lejos del campo de combate entre una nube de polvo.

Mientras tanto, por el centro, los elefantes más disciplinados obedecieron a sus mahouts y cargaron contra las filas romanas. Pero los velites les salieron el paso, arrojándoles jabalinas y consiguiendo que muchos de ellos, enloquecidos de dolor, entraran en estampida.

Finalmente, fueron pocos los que llegaron a la primera fila de legionarios. Éstos se apretaron como pudieron y guiaron a los elefantes hacia los huecos. Ahora se comprendió la razón de que los príncipes formaran justo detrás de los astados: eso dejaba unos pasillos mucho más largos entre unidades, lo suficiente para contener la acometida de los elefantes. Al final, aguardaban los triarios con sus largas lanzas, como una muralla erizada de pinchos. Rodeados de legionarios por ambos lados, los paquidermos recibieron una densa lluvia de pila, y aunque causaron algunas bajas, su ofensiva resultó un fiasco.

Por el lado derecho de Aníbal las cosas no fueron mucho mejor. Allí también se desmandaron algunos elefantes acosados por la infantería ligera, y al desviarse buscando lugares más tranquilos y seguros embistieron contra la propia caballería cartaginesa. Lelio, el amigo de Escipión, imitó el ejemplo de Masinisa y aprovechó para atacar con sus jinetes romanos e italianos. Su carga puso en fuga a los enemigos, pero en lugar de quedarse en el sitio, Lelio emprendió la persecución.

En cuestión de pocos minutos, la caballería había desaparecido del campo de combate. Ahora todo estaba en manos de la infantería pesada.

Las dos primeras filas del ejército púnico siguieron su avance contra los romanos. Los astados hicieron lo mismo y lanzaron sus pila, mientras detrás de ellos los príncipes y los triarios aporreaban los escudos con las espadas y los jaleaban en medio de una algarabía infernal. Pues no sólo se combatía con las armas, sino que también se libraba una batalla moral con voces y gestos.

El combate fue muy duro. Los mercenarios de la primera unidad cartaginesa resistieron varios asaltos y mataron a muchos astados, pero finalmente cedieron.

La lucha llegó al segundo cuerpo del ejército de Aníbal, formado por ciudadanos cartagineses y por libios. La refriega volvió a ser muy sangrienta, y esta vez Escipión ordenó que los príncipes reforzaran a los astados en muchos puntos, pues el cansancio y las bajas los hacían flaquear.

Cuando la unidad norteafricana cedió también, sus componentes volvieron la espalda para huir. Allí, a algo más de cien metros, aguardaban impertérritos los veteranos.

Los libios y cartagineses intentaron refugiarse entre sus filas, pero se encontraron con una pared de lanzas por orden de Aníbal, que no estaba dispuesto a que entraran en su formación y la desordenaran. Los que no cayeron bajo la persecución de los legionarios se retiraron a los lados para recomponer el despliege más atrás.

Había llegado el trance decisivo. Los verdaderos soldados de Aníbal, con las filas prietas y ordenadas, bien descansados y confiados en su superioridad, aguardaban a los romanos, que, poseídos por la euforia momentánea de la victoria, perseguían y remataban enemigos.

El terreno que llevaba hasta los hombres de Aníbal se hallaba sembrado de cadáveres, y también resbaladizo por las armas caídas y la sangre. Escipión comprendió que lanzarse a la carrera por allí equivalía a caer en el caos, y que había llegado el momento de reorganizarse.

En medio de la polvareda y el griterío, el procónsul volvió a demostrar el asombroso control que ejercía sobre unas tropas sedientas de sangre. Pero ese control que parecía sobrenatural no se debía sólo a su carisma, sino a incontables horas de instrucción que habían condicionado a sus hombres para convertirlos en una máquina colectiva y perfectamente engrasada.

Cuando las cornetas sonaron, los astados abandonaron su persecución y retrocedieron a los lugares marcados por sus estandartes, como si se encontrasen en el terreno de instrucción y no en el campo de batalla. Después, con perfecta disciplina, formaron sus manípulos, mientras los heridos eran evacuados a la retaguardia.

En esta ocasión, Escipión cambió su formación. Los soldados que tenían enfrente eran los más duros del mundo, y no era cuestión de dejar que los jóvenes astados se enfrentaran a ellos sin ayudas. A ambos flancos, Escipión colocó a los príncipes y a los triarios. Después, todos juntos avanzaron con paso marcial, despacio para no tropezar con los cadáveres ni los charcos de sangre y no perder el orden de las filas.

Las dos huestes que se enfrentaron en este último choque eran equivalentes en número, en armas, en calidad y en valor. Fue un choque largo y sangriento, el más violento e igualado de aquella larga guerra. Allí ya no había reservas, nadie se guardaba nada y ya no valían argucias ni estratagemas.

Es imposible saber qué habría ocurrido, cuál de los dos ejércitos habría cedido primero o si habrían seguido luchando como héroes homéricos hasta caer la noche. Pero entonces aparecieron Lelio y Masinisa con sus escuadrones de caballería, tras abandonar la persecución de sus enemigos.

Aquellos jinetes de refresco se precipitaron sobre la retaguardia de Aníbal, quien por primera vez en su vida sufrió la maniobra envolvente que tantas veces había llevado a cabo. Dejó de ser una batalla y se convirtió en una masacre. Miles de hombres del ejército púnico murieron luchando en el sitio. A los que huyeron les dieron caza los jinetes. Aquel paraje era una llanura despejada, sin ningún sitio donde esconderse, y la mayoría cayeron alanceados o atravesados por jabalinas.

En Zama murieron veinte mil hombres del ejército cartaginés, y otros tantos cayeron prisioneros. Al menos, Aníbal logró escapar con unos cuantos jinetes y se retiró a su base de Hadrumeto.

Por su parte, los romanos sólo habían sufrido mil quinientas bajas. Como siempre en los combates antiguos, la mayor parte de las muertes se habían producido al final. Eso significa que, de no haber aparecido a tiempo la caballería romana, el resultado podría haber sido muy distinto. En general, como ocurre siempre al examinar la historia con la ventaja que otorga conocerla, todo parece inevitable. Pero ni lo habían sido las victorias de Aníbal ni lo fue tampoco ésta, su única derrota.