Camilo y la llegada de los Galos
En el año 391 se declaró una epidemia[9] en Roma. Los dos cónsules enfermaron al mismo tiempo y quedaron incapacitados para el cargo. ¿Qué ocurría en un caso así? ¿Y si, aún peor, morían ambos?
En tales situaciones, el derecho a tomar auspicios en nombre de la ciudad, esto es, a consultar la voluntad de los dioses, recaía en el senado. No se trataba de una mera formalidad: los actos públicos sólo podían llevarse a cabo auspicato, «tras haber tomado los auspicios». Eso incluía las elecciones, la toma de posesión de un magistrado, la elaboración del censo y, por supuesto, cualquier acción militar.
No hay que confundir auspicio con augurio. El auspicio no predecía el futuro, tan sólo revelaba a los humanos si los dioses aprobaban o desaprobaban lo que estaban haciendo; por ejemplo, lanzar un asalto contra una ciudad. ¿Qué ocurría si los auspicios no eran favorables? La acción se posponía, y al día siguiente se repetía la consulta, pues se interpretaba que los dioses no se oponían a la acción en sí, sino a que se llevara a cabo en ese momento.
Los augurios, en cambio, no tenían límite en el tiempo. Si los dioses manifestaban, por ejemplo, que no querían que un templo se construyera en un lugar determinado, había que trasladarlo a otro sitio. Además, sólo podían tomar augurios los sacerdotes del colegio de los augures, una institución de origen etrusco.
En cuanto a su naturaleza, tanto los auspicios como los augurios eran muy variados. A veces se buscaban señales en el cielo: por ejemplo, un trueno o un rayo podían manifestar la desaprobación de Júpiter, lo que significaba que se suspendía la reunión de los comicios en un día determinado. El canto o el vuelo de las aves también se interpretaban, como habían hecho Rómulo y Remo al fundar la ciudad.
Uno de los auspicios más curiosos era el llamado ex tripudis. Un individuo denominado pullarius tenía a su cargo los pollos sagrados. Llegado el momento de tomar el auspicio, abría la puerta de la jaula y les echaba granos de cereal o trozos de bizcocho. Si los pollos estaban tan hambrientos que al comer los granos saltaban de su boca al suelo —lo que se denominaba tripudium—, se consideraba un auspicio de lo más favorable. Si se negaban a comer o batían las alas, mal asunto.
Hoy día nos puede parecer gracioso que los civilizados romanos tomaran decisiones políticas o militares basándose en el comportamiento de unos pollos, pero para ellos era una cuestión muy seria. Cuando lleguemos a la Primera Guerra Púnica y la batalla de Drépana, volveremos a encontrar a estos pollos sagrados y lo comprobaremos.
En 391, debido a la incapacidad de los cónsules, el senado eligió como primer interrex a Marco Furio Camilo. Él tomó los auspicios en nombre de la ciudad durante cinco días, tal como estaba prescrito, y luego nombró a su vez a otro interrex, que designó a un tercero, quien, por fin, convocó los comicios para elegir nuevos cónsules. Pero en este caso la asamblea no nombró dos cónsules, sino seis tribunos con poderes consulares. La razón era la propia epidemia: los romanos pensaron que, eligiendo a seis magistrados, habría menos probabilidades de que todos murieran o se vieran incapacitados al mismo tiempo.
Poco antes, tal vez por la misma enfermedad, había muerto Cayo Julio, que desempeñaba el cargo de censor. En su lugar fue nombrado como censor sufecto otro patricio llamado Marco Cornelio. En su momento no se dio demasiada importancia a este hecho. Pero en el mismo lustro se produjo un terrible desastre para la ciudad del que enseguida hablaremos. (Recordemos que el lustro era la ceremonia de purificación de la ciudad que se llevaba a cabo cada cinco años, después de la elaboración del censo). Los romanos interpretaron que dicho desastre se debía, entre otros motivos, a que habían sustituido al censor muerto por otro, y jamás volvieron a repetir esta práctica, que desde entonces consideraron una ofensa religiosa. De nuevo, como vemos, se tomaban muy en serio todo lo relacionado con los dioses.
Siguiendo con señales y portentos, por aquel entonces un plebeyo llamado Marco Cedicio informó a los tribunos consulares de que no muy lejos del templo de Vesta había oído en el silencio de la noche una voz sobrehumana que le dijo: «Avisa a los magistrados de que vienen los galos». Según Tito Livio, los tribunos no le hicieron caso en parte porque el informante era de condición humilde, y en parte porque todavía ignoraban quiénes eran los galos. Del mismo modo que he señalado cómo el portento del lago Albano es histórico, en este caso parece bastante evidente que se trata de una profecía a posteriori.
Después de su interregno, empezaron las desgracias para Camilo. Primero murió su hijo, tal vez por la misma plaga que azotaba Roma. Después, el tribuno de la plebe Lucio Apuleyo le acusó de no haber repartido bien el botín obtenido tras la toma de Veyes. Al saber que iba a ser condenado, Camilo se exilió voluntariamente. En su ausencia, le impusieron una fuerte multa.
Y fue entonces cuando llegaron los galos.
«Galos» era el término utilizado por los romanos para referirse a una serie de pueblos celtas. Algunas tribus de esta etnia habían empezado a cruzar los Alpes ya en el siglo V, y tal vez antes. En el 400, varios pueblos galos, como los boyos, los insubres o los senones, se habían instalado en la parte norte de la fértil y extensa llanura del Po, un territorio al que los romanos denominarían Galia Cisalpina, la Galia «de este lado de los Alpes», por oposición a la Transalpina. Por aquel entonces no la consideraban parte de Italia.
En esa zona había ciudades etruscas como Felsina o Mantua, pues durante el siglo VII los etruscos se habían expandido desde sus fronteras originarias hacia el norte. Ahora, sin embargo, esas poblaciones cayeron en manos de los galos. No contentos con el territorio que dominaban, estas tribus empezaron a cruzar los Apeninos y a internarse en Italia propiamente dicha en expediciones de pillaje.
En el año 387 —según la cronología que parece más acertada—, en una de estas correrías, una horda de galos senones atravesó, o más bien barrió, Etruria, penetró en el valle del Tíber y se dirigió hacia el sur. Roma envió un ejército para frenar su avance. Ambas fuerzas se enfrentaron a orillas del pequeño río Alia, un afluente del Tíber.
Era la primera vez que los romanos se enfrentaban a los galos. Y resultó una experiencia traumática para ellos.
En primer lugar, como promedio, los galos eran bastante más altos que ellos, gigantes de piel pálida, ojos azules y pelo rubio. Llevaban los cabellos largos, y a veces los peinaban en trenzas que caían sobre los hombros, mientras que en otras ocasiones se los untaban de cal, formando una especie de púas blancas que debían de hacer su aspecto aún más temible. Llevaban pantalones, prenda que los romanos no usaban, vestían túnicas o mantos con rayas y cuadros de vivos colores —antepasados de los cuadros escoceses—, y se calzaban con botas de cuero. Como adorno, los principales guerreros llevaban torques, gruesos collares de oro, plata u otros metales, retorcidos como trenzas.
Por si su aspecto no fuera lo bastante amenazador, eran mucho más fieros que los adversarios contra los que los romanos estaban acostumbrados a luchar. Según todas las descripciones de los autores clásicos, atacaban en oleadas haciendo soplar sus cuernos de guerra, y cargaban de frente sin preocuparse demasiado de minucias tales como el orden de combate, la superioridad o inferioridad numérica o los accidentes del terreno. Algunos de ellos, para demostrar su desprecio por el enemigo o tal vez porque estaban de cerveza o hidromiel hasta las trancas, se lanzaban a la batalla desnudos.
Los galos eran, pues, guerreros a la antigua usanza como los héroes de Homero: grandes luchadores individuales, pero no tan buenos en lo colectivo (aunque bajo el mando de un gran general como Aníbal esto cambió de forma radical). Al igual que los romanos, despojaban de sus armas a los vencidos, pero ellos iban más allá. También cortaban las cabezas de sus enemigos derrotados y las embalsamaban con aceite para que se conservaran más tiempo como trofeo. Ése fue el destino de la cabeza de un cónsul, Lucio Postumio, que murió en 216 luchando contra ellos.
Con el tiempo, los romanos se irían acostumbrando al aspecto de estos nuevos enemigos. Pero en esta ocasión la primera acometida de los galos, doce mil guerreros, abrió una brecha en su ejército, que contaba con unos quince mil soldados. Mientras los hombres del centro eran masacrados, los del ala izquierda huyeron despavoridos a la cercana Veyes, que ahora les pertenecía. Los del flanco derecho, que eran menos, se retiraron a Roma.
Tras su victoria, los galos se dedicaron a recoger el botín. Después se pusieron en marcha, y tres días más tarde se presentaron en Roma.
Por aquel entonces, la ciudad no tenía una muralla que la protegiera por entero, de modo que los galos pudieron entrar en ella y saquearla prácticamente a placer. Era la primera vez que ocurría en la historia de la República. Una desgracia así no se repetiría hasta ochocientos años después, cuando otros bárbaros, en esta ocasión germanos —los visigodos de Alarico—, entraron en Roma y sembraron la destrucción.
El saqueo del año 387 fue una experiencia inesperada para los romanos, que tras la conquista de Veyes casi habían duplicado su territorio y se sentían fuertes y seguros. También resultó humillante y dolorosa. Tanto que inventaron una serie de leyendas sobre ese saqueo, en parte exagerando la devastación y en parte adecentando un poco su propio papel. Como suele ocurrir, es difícil deslindar la historia del mito, así que presentaré el relato tradicional.
Buena parte de la población huyó: ancianos, niños, mujeres —incluidas las vestales que portaban el fuego sagrado de la ciudad—. Los que podían luchar se refugiaron en el Capitolio, que de los siete montes era el más fácil de defender. Pero hubo un grupo de patricios, los senadores más viejos, que ya no tenían edad de combatir y, por otro lado, se negaban a abandonar la ciudad. De modo que se sentaron en el Foro y aguardaron en silencio.
No tardó en llegar un grupo de galos. Al ver a aquellos ancianos sentados sin moverse ni pestañear, durante un rato se quedaron sin saber qué hacer. Después, un guerrero se acercó a un patricio llamado Marco Papirio y le dio un tirón de la barba para ver si reaccionaba. (Por aquella época, los romanos llevaban barba). El viejo le asestó un bastonazo en la cabeza, y el galo respondió matándolo con su espada. Aquélla fue la señal para masacrar a todos los demás.
El saqueo duró varios días, pero no había forma de tomar el Capitolio. Hasta que un día los invasores encontraron en una escarpada ladera huellas de que alguien había trepado por allí. Era un mensajero que los senadores asediados habían enviado a Ardea, donde estaba desterrado Furio Camilo, para nombrarle dictador y pedirle ayuda.
Breno, el rey de los galos senones, pensó que por donde había subido un solo hombre podían subir cientos. Esa noche, unos cuantos treparon por la ladera y llegaron a las alturas, tan silenciosos que ni los guardias ni los perros detectaron su presencia. Tuvieron que ser los gansos sagrados de Juno, que estaban pasando tanta hambre que andaban más nerviosos de lo habitual, quienes se dieron cuenta. Sus estridentes graznidos despertaron a los defensores, que tomaron las armas y lograron rechazar a los asaltantes. El primero en atacar y matar a un galo fue Manlio, que por esta acción se ganó el cognomen[10] de Capitolino.
El relato tiene su encanto, pero se antoja incluso más legendario que el de los ancianos senadores sentados como estatuas. Muy negligentes debían de ser los guardias del Capitolio para no oír a los galos. Sobre todo, cualquiera que tenga un perro en casa —o en la del vecino— sabrá que, de noche especialmente, oyen lo inaudible y despiertan a todo el mundo con sus ladridos.
El asedio del Capitolio se prolongaba para desesperación de galos y romanos. Por fin, los bárbaros aceptaron marcharse de la ciudad si les pagaban mil libras de oro, una auténtica fortuna. Los romanos bajaron con objetos preciosos y los galos fueron pesándolos y echando cuentas. Quinto Sulpicio, a la sazón tribuno consular, se dio cuenta de que estaban usando pesas amañadas en uno de los platillos para sacarles más oro incluso que el convenido. Cuando protestó, el rey Breno se carcajeó de él, soltó su espada en el platillo y dijo: Vae victis!, «¡Ay de los vencidos!».
Los romanos tuvieron que resignarse y poner oro de más, no ya sólo para compensar las pesas falsas sino también la espada. Sólo así consiguieron que se fueran los galos.
La historia sigue contando que, cuando Breno y sus hombres volvían hacia el norte, Camilo, nombrado dictador, apareció con un ejército, derrotó a los galos y recuperó el oro. Él también soltó su latinajo —lógico, considerando que era su idioma—: Non auro, sed ferro recuperanda est patria, o sea: «La patria no ha de salvarse con oro, sino con hierro».
¿Qué pudo pasar en realidad? Aquellos galos no eran más que una banda de saqueadores. Debieron derrotar a un ejército romano, porque si no, no se explica que pudieran entrar en la ciudad. Pero el registro arqueológico no revela huellas de una gran devastación por esa época, así que su pillaje tuvo que ser rápido, y seguramente no se molestaron en destruir ni incendiar las casas. Es posible que intentaran tomar el Capitolio, pero no que estuvieran sitiándolo siete meses: ni entonces ni nunca tuvieron los galos paciencia para largos asedios.
Que los romanos se vieran obligados a pagar un rescate para librarse de ellos resulta muy verosímil. Pero que lo recuperaran gracias a la victoria de Camilo sí que parece una creación posterior para salvar su honor. Algo así como la supuesta batalla de Calatañazor en que los reyes cristianos por fin lograron derrotar al invencible Almanzor.