Cartago

En su momento hablamos de Dido, la princesa fenicia que huyó de Tiro y se valió de la astucia de la piel de vaca cortada en tiras para conseguir el terreno donde se levantó la ciudad de Cartago. Sin embargo, es imposible conciliar las fechas de la Guerra de Troya con las de la fundación de Cartago, que ocurrió, según la tradición, en el año 814. Incluso esta fecha puede ser muy temprana según los arqueólogos. Hasta el momento, en las excavaciones no se han encontrado restos anteriores a la primera mitad del siglo VIII.

Fuera obra de Dido o cualquier otro fundador, el emplazamiento elegido era muy favorable. Eso explica en buena medida la grandeza posterior de la ciudad. El lugar era un promontorio unido al resto del continente por un istmo de casi cinco kilómetros de anchura. Con el tiempo, los cartagineses fortificaron esta lengua de tierra con una triple muralla de quince metros de altura y diez de anchura, provista de torres de vigilancia de cuatro pisos y con establos para trescientos elefantes y cuatro mil caballos en su interior.

Aparte de esta impresionante muralla, Cartago contaba con otras defensas naturales. La península estaba rodeada al norte y al sur por dos extensiones de agua —hoy día el lago de Túnez y el Sebkha Ariana—. En la parte oeste, en la costa, tenía un entrante natural que cobijaba a los barcos de vientos y tormentas. En esta ensenada se abrían dos puertos: uno para las naves comerciales, de forma rectangular, y otro circular para los barcos de guerra. Este último estaba construido alrededor de una pequeña isla, incluía hangares cubiertos y podía albergar hasta doscientas veinte naves.

En cuanto a los alrededores, Cartago tenía dos ríos cerca, el Bagradas al norte y el Catadas al sur, que, además de irrigar los campos, permitían viajar y comerciar tierra adentro con los naturales de la zona.

La región estaba poblada por bereberes, aunque por aquel entonces no recibían esta denominación. Los más cercanos a Cartago eran conocidos como «libios», mientras que algo más al oeste, en la actual Argelia, vivían los que los griegos denominaban Nomades, término del que proviene nuestro «nómadas», y que los romanos adoptaron en la forma «númidas». Dichos númidas eran célebres por los caballos que criaban, animales de poca alzada, pero muy resistentes, y también destacaban como jinetes. En la Segunda Guerra Púnica, la caballería númida sería una de las armas más utilizadas por Aníbal.

Todos estos pueblos del noroeste de África se organizaban en tribus y clanes, y eran seminómadas o estaban establecidos en pequeños asentamientos que no llegaban a la categoría de ciudades.

Esta estructura social también supuso una ventaja para los cartagineses: las colonias solían instalarse en lugares más atrasadas que la patria de los fundadores, y donde no hubiera otras ciudades importantes, ya que de lo contrario entraban en competencia. Eso explica, por ejemplo, que los griegos no establecieran colonias en Levante, que ya estaba ocupada por ciudades fenicias, ni por supuesto en Egipto.

Durante sus primeros siglos de historia, los cartagineses trataron con los nativos de la zona en igualdad de condiciones, y pagaron a las tribus libias una especie de arrendamiento para que les permitieran cultivar las tierras que rodeaban la ciudad. Pero en 480 se encontraron en una posición de fuerza y dejaron de pagar. A partir de ese momento, fueron conquistando un territorio equivalente en extensión al Túnez actual.

En aquella época, el norte de África era más fértil que ahora. Además, los cartagineses utilizaban métodos de producción muy adelantados, como el regadío o la rotación de cultivos, y convirtieron la agricultura en una ciencia sobre la que escribieron diversos tratados. El más famoso era el de Magón, en veintiocho libros. Tras la destrucción final de Cartago, los romanos, siempre prácticos, se llevaron aquella obra a su ciudad y la tradujeron. Por desgracia, sólo nos han llegado fragmentos, y es lo único que conservamos de la literatura cartaginesa.

Gracias a esa combinación de fertilidad y sabia administración, Cartago pudo no sólo alimentar a su población —que en el siglo III a.C. pasaba de setecientos mil habitantes—, sino incluso exportar excedentes agrícolas. Aparte de cereales en abundancia, producía vino, en particular el de pasas, muy apreciado por los romanos. Aquella tierra tan feraz daba también para mantener una cabaña ganadera más que considerable. Polibio, que visitó la zona en el año 153, comentó que nunca había visto tantos caballos, vacas, cabras y ovejas como en Cartago.

Otra de las claves de la prosperidad de Cartago era su situación estratégica: prácticamente dominaba el paso del Mediterráneo oriental al occidental. Entre el cabo Bon, al norte de Cartago, y la isla de Sicilia había ciento cuarenta kilómetros, una distancia relativamente corta incluso para las naves de la Antigüedad. (Un amigo marino me comentó que al pasar por el centro en barco, en días claros pueden divisarse al mismo tiempo la orilla africana y la europea).

Es comprensible, por tanto, que Sicilia se convirtiera desde muy pronto en un punto de interés para los cartagineses. Éstos controlaban el extremo oeste de la isla, y así dominaban a la vez los dos extremos de este estrechamiento del Mediterráneo.

Los cartagineses, como fenicios[14] que eran, estuvieron siempre volcados al mar. Aparte de comerciar con las tribus del norte de África, y también de España, enviaban expediciones más allá de las Columnas de Hércules (el estrecho de Gibraltar).

Un marinero llamado Himilcón escribió un relato de su viaje por las costas de la Bretaña francesa. Por la misma época, otro navegante llamado Hanón recorrió la costa occidental de África y fundó colonias en Mogador y Agadir. Se contaba que llegó incluso al golfo de Guinea, donde encontró una tribu de mujeres velludas a las que llamó «gorilas», de donde se sacó el nombre para este animal.

Aunque Cartago empezó dependiendo de Tiro, no tardó en separarse de ella. No obstante, siempre reconoció los lazos con su ciudad madre enviando tributos voluntarios para el templo de Melkart.

Políticamente, la monarquía de los primeros tiempos se convirtió en una oligarquía que Aristóteles alababa por considerarla un régimen moderado. La clase dominante estaba formada por un número reducido de familias que copaban los diversos órganos de gobierno; una situación parecida a la de Roma.

Uno de dichos órganos era una especie de senado llamado adirim que constaba de entre doscientos y trescientos miembros. Sus reuniones se celebraban en la plaza principal y a veces en el templo de Eshmún (al que los romanos identificaban con Esculapio).

Los más altos magistrados de Cartago eran los sufetes. Aunque los detalles no están claros, parece que había dos, como los cónsules en Roma. A diferencia de éstos, los sufetes no tenían mando militar. Para la guerra, los cartagineses elegían generales, en su idioma rab mahanet, que no servían por un periodo de tiempo determinado, sino para campañas y operaciones concretas.

En cuanto a la religión, eran politeístas, y adoraban a dioses que los griegos y romanos podían reconocer y asimilar a los suyos propios. Había una pareja suprema, formada por Baal —al que los romanos identificaban con Júpiter— y Tanit. Entre otras divinidades, destacaba Astarté, derivada de la Ishtar de Mesopotamia, que para los romanos era Venus, la diosa del amor.

Tal como cuenta la Biblia, los fenicios de Tiro ya tenían la costumbre de inmolar bebés en los altares de sus dioses. Ese rito lo heredaron los cartagineses. El sacrificio se llevaba a cabo ante los altares de Baal y Tanit. Según el vivo retrato del historiador Diodoro de Sicilia, los sacerdotes ponían a los niños en los brazos de una estatua de bronce, y desde ahí los pequeños resbalaban a las llamas de un gran fuego en el que ardían vivos. Plutarco añade que los padres ricos que no querían sacrificar a sus hijos compraban a los bebés de otras familias para que murieran en su lugar.

Una de las ocasiones en que se llevó a cabo este espantoso ritual fue en 310, cuando la ciudad se vio amenazada por la invasión del siracusano Agatocles. En aquel momento, los cartagineses decidieron recurrir al sacrificio supremo y quemaron a quinientos niños de familias nobles.

Eso es lo que cuentan los autores antiguos. ¿De veras un pueblo tan refinado en otros aspectos inmolaba a sus propios hijos? Muchos historiadores creen que se trata de una calumnia propalada por sus enemigos griegos y romanos. Los cartagineses perdieron la guerra y, como no nos han llegado sus textos, ignoramos su versión de los hechos y sabemos sobre ellos principalmente lo que nos cuentan sus vencedores.

Existe un cementerio en Cartago, el Tofet, en el que se han encontrado los restos de decenas de miles de niños de menos de un año. Los expertos siguen debatiendo si estos bebés morían por causas naturales y luego los incineraban, o si los sacrificaban directamente en las llamas. Personalmente, me inclino más por la hipótesis del sacrificio. Pero hay que añadir que el infanticidio era un método de control de natalidad muy extendido en el mundo antiguo. Lo que diferenciaba a los cartagineses de griegos y romanos era que convertían esa práctica en un ritual.