Una batalla memorable

En diciembre de 217, el mandato de Fabio expiró. Él y Minucio volvieron a Roma y dejaron el ejército en manos del cónsul Gémino y de Régulo, que había sido elegido para sustituir al difunto Flaminio.

Lo que había hecho Fabio, retener a sus tropas para evitar un combate frontal contra Aníbal, iba contra el ethos guerrero de los romanos y contra el instinto agresivo que mamaban desde niños. En su momento fue muy criticado, a pesar de que la posteridad y los historiadores lo alabaron por su prudencia.

Después de tres derrotas seguidas, la táctica contemporizadora de Fabio permitió a los romanos reponer fuerzas. Ahora tenían de nuevo un ejército doble, que además había ganado experiencia con las marchas y moral con algunas escaramuzas.

Por otra parte, las tropas de Cneo Cornelio Escipión habían conseguido algunos éxitos en España, sobre todo en la batalla de Cisa, no muy lejos de Tarragona. Allí, Cneo mató a seis mil enemigos y tomó prisioneros a otros dos mil. Entre ellos estaba Indíbil, caudillo de los ilergetes —tribu que dio su nombre a Lérida—. Crecidos por esta victoria, los romanos le enviaron refuerzos, mandados por su hermano Publio, que ya se había repuesto de la herida recibida en la batalla de Tesino.

La situación para Aníbal no era del todo buena. Aunque había conseguido vencer por tres veces, los aliados no abandonaban la República, y él empezaba a sufrir problemas de suministros.

Conscientes de ello, los romanos decidieron que era el momento de volver a enfrentarse a él en una batalla decisiva. Hasta entonces, habían intentado combatir con dos ejércitos consulares juntos, pero no lo habían conseguido. En 217, Aníbal había derrotado y herido a Publio Escipión antes de que llegara su colega Sempronio, y al año siguiente Flaminio había muerto en la emboscada del lago Trasimeno antes de recibir la ayuda de Gémino.

Eso no volvería a ocurrir. Los dos cónsules elegidos a principios de año —para ellos, el mes de marzo— fueron Lucio Emilio Paulo y Cayo Terencio Varrón. El primero había sido ya cónsul en 219 y había luchado en Iliria. Varrón, por el contrario, era un homo novus, como el difunto Flaminio.

El ejército que llevarían iba a ser un monstruo, un auténtico juggernaut. Por primera vez en la historia de Roma, el senado decretó el alistamiento de ocho legiones juntas, cuatro por cada cónsul. Asimismo, cada legión disponía del máximo de efectivos, cinco mil soldados de infantería más trescientos de caballería, lo que suponía más de cuarenta mil hombres.

Como siempre, se exigió a los aliados que aportaran unidades equivalentes, más fuerzas de caballería superiores. El resultado fue un ejército de ochenta mil infantes y seis mil jinetes, que debía enfrentarse contra los cuarenta mil infantes y diez mil jinetes de Aníbal.

Un ejército tan numeroso —hablamos de cifras fiables esta vez, no de fantasías como las de Heródoto sobre los más de dos millones de persas de Jerjes— suponía serios problemas de logística.[19] Por eso, los romanos no podían permitirse el lujo de tenerlo seis meses movilizado sin combatir, como había hecho Fabio.

Eso demuestra que estaban decididos a acabar de una vez por todas con Aníbal. Y, puesto que sabían que no podían superarlo en astucia, como demostraban la emboscada de Trasimeno y la treta de los bueyes con las antorchas, resolvieron aplastarlo recurriendo a su especialidad, la fuerza bruta, y a sus valores como pueblo, el coraje y la agresividad.

Era una ocasión excepcional, y lo sabían. Por eso los tribunos de cada legión obligaron a sus hombres a prestar el sacramentum, el juramento que hasta entonces había sido voluntario: «Nunca abandonaré las filas por miedo ni para huir, sino tan sólo para recuperar o conseguir un arma, matar a un enemigo o salvar la vida a un compañero».

Casi el 30 por ciento de los senadores formaban en aquel ejército, en el que además se habían alistado muchos de sus hijos. Entre los tribunos militares, que normalmente eran jóvenes aristócratas que empezaban su carrera, había muchos veteranos ya talluditos, y bastantes de ellos habían sido pretores o cónsules. Incluso Minucio, que había sido el magister equitum de Fabio Máximo, servía como tribuno.

En esta ocasión, los nobles romanos demostraron que no sólo luchaban por la gloria, sino que, cuarentones y cincuentones incluso, podían asumir mandos inferiores a los que habían ostentado antes por servir a su patria.

Aníbal había pasado el invierno en Gerunio, cerca del espolón que le brota a la bota italiana por encima del tacón. En verano abandonó este lugar y se dirigió a la comarca de Apulia, al sureste. Allí, sin que nadie lo molestara, tomó una pequeña ciudadela junto al río Aufido.

El lugar no poseía gran importancia, pero en él se encontraba un gran depósito de provisiones almacenadas por los romanos. Gracias a ellas, Aníbal pudo dejar de enviar durante un tiempo partidas de forrajeo, actividad que siempre resultaba peligrosa: los forrajeadores podían caer en emboscadas, y apartarlos del grueso del ejército dividía las fuerzas.

Las tropas de los dos cónsules no tardaron en llegar allí desde el norte, y montaron dos campamentos al otro lado del río Aufido. La visión de un ejército tan enorme sembró cierta inquietud entre los cartagineses. Un oficial llamado Giscón comentó que nunca había visto una hueste tan grande, a lo que Aníbal respondió: «Pues ya ves, seguro que con todos los que son ninguno se llama Giscón». No está muy claro si se trataba de un chiste o quería decir que aquellos ochenta y seis mil hombres valían menos que cualquier cartaginés, pero su comentario suavizó la tensión.

Pasaron unos días sin que se planteara la batalla. Los dos cónsules ejercían el mando en días alternos, pero discutían los dos planes entre sí. Según el relato de los historiadores, Paulo prefería una táctica prudente y no le convencía el terreno de las inmediaciones porque era demasiado llano, lo que favorecía a la caballería. En cambio, Varrón quería luchar como fuera. He matizado «según el relato» porque Varrón, como homo novus, cargaba con las antipatías de los nobles romanos cuyas crónicas surtieron luego de material a autores como Polibio o Tito Livio.

El 1 de agosto, Aníbal desplegó a sus tropas para ofrecer batalla. Paulo, que estaba al mando ese día, la rehusó. Para provocarlo, Aníbal envió a los jinetes númidas a hostigar a los esclavos romanos que cogían agua en el río, pero no consiguió nada.

Al día siguiente, 2 de agosto, Varrón tomó el mando. Él sí quería combatir, pero no en la llanura más cercana al campamento, sino al otro lado del río. Allí podían cubrir su flanco izquierdo con el propio Aufido y el derecho con las elevaciones al norte de la ciudadela abandonada. No eran precisamente montañas, pero aquel terreno resultaba menos propicio para la caballería y podía evitar que Aníbal realizara una maniobra envolvente por ese lado. A lo que más temían los romanos era a su caballería, cuerpo en el que los cartagineses gozaban de superioridad numérica.

Al amanecer, el ejército cruzó el río y empezó a desplegarse. Junto a las colinas, protegiendo su ala izquierda, Varrón se apostó con la caballería aliada, tres mil seiscientos hombres. En la derecha, pegados a la orilla del Aufido, estaban los dos mil cuatrocientos jinetes romanos bajo el mando del otro cónsul, Paulo. Y en el centro, el grueso del ejército, formado por las ocho legiones y las ocho alae aliadas.

Dentro de las legiones, los manípulos formaron como siempre, en triple línea: astados, príncipes y triarios. Pero esta vez lo hicieron en una formación mucho más apretada. Si en otras ocasiones constaban de ocho o diez líneas de fondo, ahora redujeron el frente a cinco hombres y dieron a cada manípulo una profundidad de veintinueve líneas. Considerando que había manípulos de astados, príncipes y triarios, toda la formación tenía setenta y cuatro líneas de profundidad y cubría un frente de poco más de un kilómetro.

Era un despliegue insólito. En la batalla, tan sólo combatían realmente los hombres de las primeras líneas. ¿Para qué acumular tanta gente atrás? Algunos podrían lanzar sus pila sobre las cabezas de sus compañeros, pero tan sólo en los manípulos de los astados, y como mucho los de las cinco primeras filas.

Los expertos han buscado razones de índole psicológica. Incluso en el combate del siglo XX se ha observado que los hombres tienden a agruparse buscando la tranquilidad que brinda tener cerca a los semejantes. Durante mi servicio militar en infantería, recuerdo la típica orden de «¡Dispersión!» en la instrucción de combate. Sin embargo, nos juntábamos en grupos de cinco o seis, pese a saber que éramos mucho más vulnerables a una ametralladora o una granada virtuales…, o a un arresto real.

En páginas anteriores hemos hablado muchas veces de la agresividad de los romanos y de su ethos guerrero. Pese a todo, no deja de ser una generalización. Muchos de los jóvenes y no tan jóvenes que formaban en esas legiones se sentían aterrorizados ante la perspectiva de enfrentarse al enemigo.

Los tratadistas antiguos recomendaban poner en la primera fila a los hombres más valientes para que lucharan, pero también en la última para evitar que los demás pudieran escapar. En el ejército romano ésa era una función de los optiones, los mandos inmediatamente inferiores en rango a los centuriones. Éstos, por su parte, luchaban en la primera fila.

En una formación tan profunda como la que ordenaron Varrón y Paulo, los soldados de coraje más dudoso estarían rodeados por camaradas, lo que aumentaría al mismo tiempo su valor y la vergüenza de que los demás los vieran flaquear o tratar de huir. Era una forma de mantener por más tiempo la moral de todo el ejército, con la idea de que la del adversario se quebrara antes. Pues el miedo es una emoción que se contagia colectivamente con tanta rapidez como los impulsos de odio y agresión, o como la euforia del triunfo.

Por otra parte, desde el punto de vista táctico una formación profunda ofrecía ciertas ventajas. Una columna avanza más rápido y en línea más recta que una fila extendida. Además, de ese modo, el empuje de las legiones era más intenso y concentrado: lo que querían los romanos era romper el centro enemigo. Sabían que se hallaban en inferioridad en caballería, pero pensaban resistir el tiempo suficiente para que las ocho legiones y las ocho alae —dieciséis legiones a todos los efectos— no sólo superaran a la infantería adversaria, sino que la destrozaran.

En las mentes de los cónsules y también en sus arengas debieron conjugarse mucho los equivalentes latinos de los verbos «machacar», «aplastar», «laminar». Su idea no era abrir una brecha entre las unidades de Aníbal, sino pasarles por encima como una apisonadora. Después, ya se encargarían de la caballería enemiga, que no tendría nada que hacer contra unas formaciones cerradas, erizadas de lanzas y de pila y con la moral muy alta tras su victoria.

Cuando las legiones cruzaron el río y empezaron a desplegarse, Aníbal aceptó el desafío e hizo lo propio. Los romanos pudieron ver cómo frente a los jinetes latinos de Varrón, en el ala derecha de las tropas enemigas, se apostaba la caballería númida mandada por Mahárbal. En el ala izquierda, para luchar contra los equites romanos de Paulo, estaban los jinetes celtas e hispanos, con armamento más pesado que los númidas.

Entre ambas caballerías se extendía la infantería, los galos en el centro y los hispanos a ambos lados. Para cubrir el mismo frente que los romanos, que los superaban en número, Aníbal los dispuso en una línea larga y delgada, con tan sólo cuatro o cinco filas de profundidad.

Todo se hallaba dispuesto. El sol había subido ya y empezaba a apretar de firme, pues se encontraban en plena canícula. En la llanura había más de ciento veintiséis mil hombres —los romanos habían dejado diez mil para guardar el campamento— y dieciséis mil caballos.

Obedeciendo las señales de las trompetas y los estandartes, ambos ejércitos empezaron a avanzar.

En ese momento ocurrió algo extraño. En lugar de caminar al mismo ritmo que las demás, las unidades de galos situadas en el centro de la línea púnica se adelantaron, formando poco a poco una media luna. Era allí, en el medio, donde la formación de Aníbal se había roto en la batalla de Trebia. Ahora era de esperar que ocurriera lo mismo, puesto que en esa zona estaban las mejores legiones romanas.

Los romanos se preguntaron qué pretendía Aníbal con aquella maniobra. ¿Pasar cuanto antes por el amargo trance de ver aplastado el corazón de su formación? ¿O era fruto de la impaciencia de los guerreros celtas?

Mientras las unidades pesadas avanzaban lentamente, haciendo retemblar el llano con sus pisadas, la infantería ligera de ambos ejércitos se adelantó. Durante unos minutos intercambiaron proyectiles y se libraron algunos combates individuales entre ellos. Aquellos movimientos y el avance de los demás levantaron las primeras polvaredas, lo que dificultaba la visibilidad. En realidad, los soldados romanos que estaban por detrás de las primeras filas ni siquiera debían ver al enemigo, sólo un bosque formado por las plumas que coronaban los cascos de sus propios compañeros.

Normalmente, el enfrentamiento entre ambas infanterías ligeras no resolvía nada. ¿Por qué se producía, entonces?

En cierto modo era un ritual, pero no se trataba sólo de eso. Estas tropas veloces no resultaban aptas para el choque cuerpo a cuerpo, pero podían hostigar con sus proyectiles a la infantería pesada y acercarse lo suficiente como para hacer puntería y matar a bastantes soldados de las primeras filas si no andaban con cuidado. Por eso, todo ejército debía disponer de infantería ligera para contrarrestar la del enemigo.

Tras estos preliminares, las tropas ligeras se retiraron: algunos se colaron entre los huecos de las primeras filas y otros acudieron a las alas para reforzar la caballería.

Después, Asdrúbal se lanzó a la carga con la caballería hispana y gala, y el cónsul Paulo hizo lo propio con los equites romanos. En otras ocasiones, se producían maniobras con embestidas y retiradas alternativas, pero esta vez los escuadrones chocaron de frente. El combate se trabó, y muchos de los jinetes desmontaron y lucharon cuerpo a cuerpo. Aunque los romanos pelearon con coraje, los enemigos eran más y poco a poco los hicieron retroceder hasta el río.

En el otro flanco, el cónsul Varrón y la caballería aliada se enfrentaron a los númidas. Allí la lucha presentó otra índole muy distinta. Los númidas galopaban en pequeños escuadrones, montando a pelo y manejando a sus caballos con las rodillas mientras lanzaban sus jabalinas contra los enemigos. Tras disparar volvían grupas al instante y, entre burlas y provocaciones, se retiraban antes de que los pudieran alcanzar.

De momento, más que causar graves daños, esos ataques molestaban a Varrón y sus hombres. El cónsul podría haber perseguido a los númidas, pero se conformó con mantener la posición: su misión era proteger el flanco izquierdo, y era lo que estaban haciendo.

Mientras la caballería luchaba en ambos lados con suerte dispar, las legiones y las alae siguieron avanzando. Debido a lo profundo de su formación, los manípulos eran casi columnas, de modo que caminaban más rápido de lo habitual. En cambio, la primera línea de Aníbal, con aquel centro que se había adelantado a los demás, refrenó el paso y se quedó quieta para recibir la embestida.

Antes del choque, los astados de las primeras filas romanas lanzaron sus pila, hiriendo a bastantes enemigos e inutilizando muchos escudos. Al mismo tiempo, recibieron andanadas de venablos, entre ellos el temible saunion ibérico, un proyectil forjado por completo en hierro. Los dardos de los enemigos contaban con una ventaja: se había levantado un viento local, el Volturnus, que arrojaba polvo contra los ojos de los romanos y al mismo tiempo frenaba sus proyectiles e impulsaba los del ejército cartaginés.

Tras soltar los pila, los legionarios desenvainaron las espadas y se lanzaron a la carga entre gritos de guerra.

Pese a que la formación de celtas e hispanos era mucho menos profunda, a la hora de la verdad tan sólo podían usar sus lanzas y sus espadas los hombres que estaban en la primera fila, por lo que el ejército cartaginés resistió la primera embestida.

Los galos del centro, al estar más adelantados, chocaron antes que los demás. Los guerreros celtas enarbolaban sobre sus cabezas sus largas espadas de doble filo, lanzando tajos de arriba abajo. Los legionarios levantaban sus escudos para detener los golpes y, agazapándose, trataban de estoquear a sus enemigos en las piernas o en las ingles.

Aunque los galos eran en promedio más altos que los romanos, éstos podían ver por detrás de sus cabezas las figuras de los oficiales que cabalgaban tras sus líneas. Allí estaban el propio Aníbal y su hermano Magón, dando instrucciones y ánimos a sus tropas.

Pero, a pesar de estos ánimos, tras breves pausas seguidas de nuevas cargas, los hombres de Aníbal empezaron a retroceder. Quizá la causa era la idiosincrasia de los guerreros galos, que se batían con denuedo en los primeros minutos de la batalla, pero luego se desanimaban si veían que tardaban en vencer. (Esto aseguraban los autores romanos; puede tratarse del típico cliché despectivo sobre otro pueblo, por supuesto).

El retroceso de esta vanguardia hizo que se rompiera la figura de la media luna. Los romanos siguieron presionando, y ahora el centro del ejército de Aníbal retrocedió tanto que la forma cóncava del principio se convirtió en convexa.

A esas alturas, todo el frente había entrado en contacto. Más de mil metros de gritos, empujones, tajos, estocadas, clangor de hierro contra hierro, sangre, vísceras y nubes de polvo. Sin embargo, donde más presión seguía produciéndose era en el medio, y allí los romanos estaban venciendo, tal como esperaban. El propio cónsul Paulo dejó a sus jinetes peleando a orillas del río y acudió cabalgando para exhortar a sus hombres, pues sabía que la victoria se estaba jugando en el centro del tablero.

Poco a poco, los huecos entre los manípulos desaparecieron, conforme más y más tropas romanas y aliadas convergían en el medio para incrementar el impulso y terminar de romper las líneas enemigas.

Y por fin lo consiguieron. Los galos cedieron en muchos puntos, se dieron la vuelta y echaron a correr. Entre gritos de victoria, los jóvenes astados los persiguieron. Muchos de los que habían reservado sus pila los lanzaron o se los pasaron a los camaradas adelantados para que practicaran el tiro al blanco con las espaldas de los celtas.

Fue entonces cuando esos primeros hombres, al sobrepasar la línea rota de los galos, pudieron ver parte del campo de batalla que hasta entonces les había permanecido oculta. Y se llevaron una inquietante sorpresa.

A ambos lados había dos formaciones de infantería que hasta entonces no habían entrado en liza. En lugar de estar desplegadas hacia el frente, formaban en perpendicular, dos columnas que dibujaban entre ellas un ancho pasillo.

Eran los soldados de la infantería pesada libia, unos diez mil hombres en total. Perfectamente alineados y descansados, al recibir la orden de Aníbal giraron noventa grados en el sitio, unos a la derecha y otros a la izquierda, de tal manera que se quedaron mirando al centro de aquel pasillo por el que los legionarios seguían entrando en tropel.

A esas alturas, el puro apelotonamiento había desorganizado a los romanos. Mientras los que se encontraban en los flancos se giraban para hacer frente a la nueva amenaza de los libios, por detrás de aquella formación de más de setenta filas los soldados seguían avanzando y empujando, ignorantes de lo que ocurría y convencidos de que la victoria estaba cerca.

Todo había sido una trampa, una inmensa ratonera preparada por el genio táctico de Aníbal. El centro adelantado no era más que un señuelo para atraer allí la presión de los romanos y conseguir que poco a poco apretaran aún más sus filas formando una gigantesca cuña. Para tender ese cebo había sacrificado a muchos galos, pero gracias a eso los romanos habían entrado por su propio pie en la boca del lobo.

Y ahora las fauces plagadas de colmillos empezaban a cerrarse.

Incluso las tropas celtas e iberas de la primera fila, que habían soportado lo peor del combate y sufrido miles de bajas, se recompusieron y volvieron al ataque. En cuestión de minutos, los romanos quedaron embolsados por tres lados.

Tan sólo los que estaban en contacto directo con el enemigo sabían lo que pasaba, o al menos lo sospechaban. Pero incluso algunos de ellos cayeron en la confusión. Aníbal había equipado con armamento romano a buena parte de los infantes libios. Entre la polvareda y el griterío, muchos legionarios creyeron que los soldados que venían hacia ellos eran camaradas, y no salieron de su error hasta que les clavaron las lanzas.

La situación en el núcleo de aquella enorme masa humana debía de ser muy distinta. Imaginemos una manifestación, la salida de un partido de fútbol o una hora punta en el metro: muchos hombres apenas veían sobre sus cabezas, y empujaban y eran empujados sin saber lo que pasaba, quizá convencidos de que los empellones eran una molestia pasajera y de que todavía estaban ganando la batalla.

Toda coyuntura es susceptible de empeorar, y la de los romanos lo hizo. Junto a la orilla del río, la caballería hispana y gala de Asdrúbal había terminado de destruir y poner en fuga a la romana. Después, volvió grupas hacia la derecha y cabalgó en ayuda de los númidas que luchaban contra Varrón y los aliados.

El cónsul, al ver que los atacaban por la espalda, comprendió que se iban a encontrar atrapados entre los númidas de Mahárbal por un lado y los jinetes de Asdrúbal por otro. Eso significaba su aniquilación segura, así que antes de que los acorralaran dio orden de retirada, y él y sus hombres huyeron del campo de batalla. En ese momento, los romanos ya no disponían de caballería.

Asdrúbal dejó que Mahárbal se encargara de la persecución con los veloces númidas, expertos en esas lides. Después, siguiendo las instrucciones recibidas antes de la batalla, ordenó a sus hombres que cargaran contra la retaguardia de las legiones.

De pronto, los veteranos triarios, que no esperaban entrar en combate, oyeron gritos y relinchos a su espalda. Al volverse, descubrieron que los escuadrones de caballería pesada hispana y gala embestían contra ellos entre nubes de polvo.

La trampa, que hasta entonces tenía tres lados, terminó de cerrarse por el cuarto. Los romanos seguían siendo más que sus enemigos, pero de poco les valía su superioridad numérica. Tan sólo los que estaban en contacto directo con el enemigo podían luchar, pero lo hacían en completo desorden y no podían retroceder porque a la espalda se topaban con una masa compacta formada por sus compañeros. En cambio, los hombres de Aníbal disponían de sitio de sobra y podían recular, tomar aire o dejar que otros compañeros los sustituyeran en la labor.

Porque de una siniestra labor se trataba ahora. Los romanos se habían convertido en atunes atrapados en una almadraba, y sus enemigos en atuneros que los masacraban a golpe de arpón.

Antes no mencioné el nombre de la ciudadela en la que se encontraba el depósito de víveres.

Por supuesto, era Cannas.

La batalla de Cannas, la obra maestra de Aníbal. Una maniobra envolvente doble, la perfección suprema, la aniquilación definitiva del ejército adversario. Una batalla que se ha estudiado como ejemplo en las academias militares de Occidente a través de los siglos.

Pero, tras la brillante táctica de Aníbal, ahora venía la parte más siniestra.

La matanza.

Cuando el sol se hundió en el horizonte, la llanura se había convertido en un enorme cementerio. Cincuenta mil soldados romanos y aliados yacían muertos sobre el polvo o en confusas montoneras sobre los cadáveres de sus camaradas.

No es un detalle que haya encontrado en ningún libro o artículo sobre la batalla, pero estoy convencido de que la mayoría de esos cadáveres no presentaban heridas de lanzas o espadas. Si las tenían, las habían recibido después de muertos. Enseguida me explicaré.

El experto Peter Connolly, conocido por sus magníficas ilustraciones, afirma que si murieron tantos legionarios fue porque debieron romper las filas y huir. De haberse mantenido en el sitio y luchado hasta el último momento, sostiene él, no habrían perecido tantos hombres.

Es cierto que la mayoría de las bajas se producían en el último momento, cuando los contendientes de un bando rompían filas, arrojaban los escudos y huían despavoridos.

Sin embargo, creo que en Cannas las cosas ocurrieron de otro modo. Allí no había retirada: tan sólo diez mil hombres lograron escapar, pero una vez que se cerró del todo la trampa los demás quedaron encerrados.

En los bordes exteriores de aquella enorme masa humana en que se había convertido el doble ejército consular, los soldados luchaban y morían o mataban por las armas.

Pero en el interior, miles de romanos y aliados debieron de perecer aplastados unos contra otros, casi sin darse cuenta, sin comprender tan siquiera lo que estaba ocurriendo.

La razón es la llamada «asfixia compresiva». En grandes multitudes que se aglomeran contra un obstáculo como una pared o unas vallas, unas personas se aprietan tanto contra otras que sus propias costillas les comprimen la caja torácica impidiéndoles tomar aire. En el caso de Cannas, la pared estaba formada por los escudos, las espadas y las lanzas de los soldados de Aníbal.

Por desgracia, podemos encontrar paralelismos cercanos. En 1964, en el estadio de Lima perecieron trescientas dieciocho personas aplastadas y asfixiadas. En 1985, en el de Heysel murieron treinta y nueve personas ante las cámaras justo antes de la final de la Copa de Europa entre el Liverpool y la Juventus. Cuatro años después, en el estadio de Hillsborough murieron noventa y seis, todos ellos hinchas del Liverpool. Más cerca en el tiempo, veintiuna personas perdieron la vida en la Loveparade de Duisburg, en Alemania. Y la lista es mucho más larga.

Por los estudios periciales sobre estas tragedias, se calcula que la fuerza que puede actuar comprimiendo las costillas de una persona atrapada entre estas aglomeraciones es de casi quinientos kilos. En desgracias así, las pilas de cadáveres han llegado a alcanzar los tres metros de altura: imaginemos el peso que sufren quienes quedan debajo.

Para comprender lo que debieron experimentar los soldados romanos, traduzco a continuación los recuerdos de William Mason, un escocés que tenía dieciocho años en 1971, cuando se produjo uno de estos desastres en Ibrox Park. El equipo local, los Rangers de Glasgow, jugaba contra los Celtics:

Bien pasado el pitido final, mis cinco compañeros y yo nos dirigimos hacia la salida de la escalera 13. Como era habitual por aquel entonces, sobre todo en partidos importantes, había mucha aglomeración en la parte superior de las escaleras.

Cuando empecé a bajar, noté cómo mis pies se despegaban del suelo por la presión de la multitud. Eso también era habitual, pero cuando había recorrido la cuarta parte del trayecto empecé a caer hacia delante lentamente.

La aglomeración empezó a ser insoportable, hasta que cuando estaba a mitad de camino la multitud dejó de moverse, pero la presión continuaba.

Yo estaba atrapado, empezaban a aplastarme y me encontraba en posición casi horizontal. Aun así, me las arreglé para liberar la parte superior del pecho y conseguí al menos respirar.

A mí alrededor oía gritos y sollozos, pero conforme pasó el tiempo —estuve atrapado al menos cuarenta y cinco minutos—, las voces se fueron apagando hasta que se hizo casi el silencio.

Yo sólo quería dormir —era por la asfixia, por la falta de oxígeno—, pero el hombre que tenía a mi lado me abofeteó la cara para mantenerme despierto.

Seguí consciente hasta que la policía me rescató, y me llevaron al terreno de juego, donde me tumbaron. […] Ésta fue la peor parte.

«La peor parte» para el joven escocés fue ver el césped lleno de camillas con cadáveres. En aquella ocasión murieron sesenta y seis personas.

Pensemos ahora en lo que debió de ocurrir en el centro de la trampa tendida por Aníbal. En esta ocasión no había policías intentando ayudar a la gente, sino soldados enemigos agravando la presión con su propio empuje.

Cannas fue la peor matanza de la Antigüedad. Es evidente que las cifras de muertos de otras batallas están exageradas. A menudo, cuando un autor antiguo nos habla de veinticinco mil fallecidos hay que pensar más bien en veinticinco mil bajas, incluyendo heridos y soldados que huyen y no regresan a sus unidades.

Pero en Cannas fue distinto. A lo largo de la historia, los combatientes siempre han tendido a minimizar sus bajas y acrecentar las del contrario. Aquí son los propios romanos quienes nos hablan de la debacle sufrida por los suyos, y reconocen —otra rara circunstancia— que les sucedió hallándose en clara superioridad numérica.

Además, los datos que añaden sobre estas bajas son muy concretos, y muchos de los muertos tienen nombres y apellidos. Allí cayeron el cónsul Paulo, Gémino, cónsul del año anterior, y Minucio Rufo, que había sido lugarteniente del dictador Fabio Máximo. También perdieron la vida Atilio y Furio Bibulco, los dos cuestores que ejercían como ayudantes de los cónsules. Veintinueve de los cuarenta y ocho tribunos militares perecieron, y si no cayeron más fue porque muchos luchaban a caballo y lograron huir. De los inscritos en las listas del senado, murieron ochenta personas.

En suma, la carnicería fue tal que los historiadores la comparan con batallas del siglo XX como las del Somme o Verdún, con la diferencia de que en éstas las bajas se produjeron en frentes de decenas de kilómetros, mientras que aquí la matanza se concentró en un espacio que, con la presión final, no debía abarcar mucho más de un kilómetro cuadrado.

Los autores antiguos añaden ciertos detalles truculentos. Algunos muertos aparecieron con las cabezas enterradas en hoyos que ellos mismos habían excavado en el suelo. Pero lo que más horrorizó a los soldados que revolvían en las pilas de cadáveres fue encontrar a uno de los suyos, un númida que todavía respiraba bajo el cuerpo de un romano. Le faltaban las orejas y la nariz: el romano, antes de expirar, se las había arrancado a bocados.

En la guerra hay épica, pero esta épica siempre esconde su reverso tenebroso. Al pensar en esos miles de hombres, la mayoría jóvenes, saliendo de Roma con paso marcial, con sus armas brillantes y sus ropas limpias, despidiéndose de sus madres, sus mujeres y sus hijos, e imaginarlos luego cubiertos de sangre, polvo y moscas, fundidos en el anonimato de la muerte, dan ganas de llorar.

¿Cuántos se salvaron? Casi veinte mil hombres cayeron prisioneros entre el campo de batalla y los dos campamentos romanos. El cónsul Varrón logró huir con unos setenta jinetes. Por otra parte, unos diez mil soldados que habían logrado romper el cerco huyeron remontando el curso del río Aufido hasta Canusio. Allí se reorganizaron bajo el mando de cuatro tribunos.

Entre ellos se encontraba Publio Escipión, el mismo que había salvado la vida de su padre en la batalla de Tesino. Cuando algunos de los jóvenes nobles propusieron huir fuera de Italia y convertirse en mercenarios, Escipión desenvainó la espada y les obligó a jurar que seguirían siendo fieles a la República.

Después de esto, Escipión se enteró de que el cónsul se hallaba cerca, en Venusia, y le mandó un mensaje. Varrón regresó y se hizo cargo de los hombres. Es posible que el incipiente motín de los tribunos se hubiera extendido a muchos soldados y que el cónsul lo reprimiera, pero no queda nada claro.

Eso explicaría en parte cómo se comportó el Estado con los supervivientes. Varrón logró formar con ellos dos legiones, que recibirían el nombre de legiones Cannenses. Cuando llegó a Roma, los senadores salieron a recibirle y le dieron las gracias en público por no haber desesperado de la República. Aunque no volvió a ser cónsul, recibió varios mandos militares y participó en embajadas a Macedonia y África, lo que demuestra que, pese a ser un homo novus, no sufrió el ostracismo de sus pares.

En cambio, los hombres de esas dos legiones fueron castigados por el delito de haber sobrevivido a aquella terrible derrota. No sólo dejaron de pagarles, sino que los enviaron a la isla de Sicilia, donde permanecieron desterrados en la práctica hasta el año 204. Tan sólo ellos entre todos los romanos siguieron movilizados durante todo el conflicto con Cartago. Como las define Santiago Posteguillo en la novela del mismo título, eran «las legiones malditas». Pero al mismo tiempo se convirtieron en los soldados más experimentados, y rendirían grandes servicios a la República que con tanta crueldad las había tratado.