El armamento

Empezaremos por el armamento defensivo. ¿Con qué se cubrían el cuerpo los legionarios? La típica coraza romana que nos viene a la cabeza, formada por placas metálicas horizontales, aún no existía. Muchos soldados llevaban simplemente un pectoral de bronce o de hierro que cubría el centro del tórax y se ataba con correas. Si el golpe iba dirigido al corazón o los pulmones, el pectoral podía detenerlo. De lo contrario, mal asunto para nuestro legionario. (No nos alarmemos por él: para eso contaba con el escudo).

Otros llevaban cotas de malla, fabricadas con miles de pequeños anillos de hierro trenzados entre sí. Este tipo de armadura, inventado por los herreros celtas hacia el siglo IV, era muy flexible y resistente a los golpes tajantes, precisamente los que más asestaban los celtas con sus largas espadas de doble filo. (Ésa es la razón por la que carniceros y pescaderos suelen llevar un guante de malla metálica en la mano que no maneja el cuchillo: precaverse de sus propios tajos).

La cota de malla se convirtió en la protección típica de los jinetes galos porque en el combate de caballería, debido a que se luchaba a lomos de un corcel y había más distancia entre los enemigos, era más fácil golpear con el filo que estoquear con la punta. De hecho, el arma típica de los soldados de caballería en las guerras del XIX era el sable, más apropiado para dar tajos que estocadas.

A cambio, la cota de malla o lorica hamata adolecía de algunos inconvenientes. El primero que, teniendo en cuenta el número de horas que debían emplear los herreros para fabricarla, su precio era muy alto. Por eso, sólo se la podían permitir los soldados romanos más adinerados, y era una pieza muy codiciada cuando llegaba la hora del saqueo.

El segundo era que no resultaba tan eficaz contra los golpes punzantes, ya que la punta aguzada de una espada o una lanza podía penetrar en el diámetro interior de un anillo y abrirlo. Por eso, las cotas a veces se reforzaban con placas metálicas en las zonas más delicadas.

La tercera pega era su peso, unos quince kilos que se sufrían sobre todo en los hombros, aunque los soldados se la ceñían con un cinturón para repartirlo por todo el cuerpo. En la batalla del lago Trasimeno, muchos legionarios romanos que trataron de huir a nado se fueron al fondo con sus cotas de malla. Por otro lado, el peso se incrementaba con la gruesa túnica acolchada que llevaban debajo para evitar rozaduras y para que los propios anillos de hierro no se clavaran en la carne al recibir un golpe.

Imaginemos por un momento cómo se sentiría un guerrero luchando a brazo partido en pleno verano, cargado con esa túnica y con la cota de hierro que además se recalentaba bajo el sol. Sin duda, más de un soldado se desplomaba en el sitio por un golpe de calor.

La principal arma defensiva era el escudo o scutum. Tenía forma ovalada y medía como promedio 1,2 metros de altura por 0,7 de anchura. Su superficie era curvada para desviar mejor los golpes. Más adelante, en la época de Augusto, le cortaron los bordes exteriores, y el resultado fue un escudo rectangular pero combado, como una gran teja.

El peso variaba mucho, entre seis y diez kilos. Dependía no sólo de su tamaño, sino también del material. A veces los fabricaban en maderas ligeras como abedul, tilo o chopo, con tiras o chapas encoladas entre sí. Obviamente, si usaban roble, la protección aumentaba, pero el peso también.

Por la parte exterior, el escudo iba forrado de cuero o fieltro. Los bordes superior e inferior solían ir reforzados por una orla de metal que contribuía a detener los golpes y evitaba que la madera se estropeara al poner el escudo en el suelo. Por dentro llevaba una manilla horizontal, protegida por un umbo, una pieza de metal que proyectaba una concavidad por fuera del escudo.

La forma de utilizar el scutum de los legionarios romanos era más activa que la de los hoplitas griegos, gracias en buena parte a que lo sujetaban sólo con la mano y no con el brazo entero. Aunque debía resultar agotador cargar todo el peso así, la manilla permitía al soldado mover el escudo en todas direcciones e incluso proyectarlo adelante como un arma ofensiva más para golpear o empujar al adversario.

El escudo era muy pesado, pero ofrecía una buena protección y compensaba de sobra el hecho de que muchos legionarios no llevaran en el cuerpo más que un pequeño pectoral.

La cabeza era otra cosa. A nadie se le ocurría ir a la batalla sin protegérsela. El casco que mejor blindaje proporcionaba era el de tipo corintio, que cubría toda la cabeza, sólo dejaba dos huecos para los ojos y una ranura vertical para respirar, y confería a su portador un aspecto siniestro. El problema era que, en cuanto el yelmo se movía un poco, no dejaba ver. Además, tapaba los oídos y, en general, resultaba sofocante y claustrofóbico. Por eso los propios griegos no tardaron en sustituirlo por otros modelos.

El que más utilizaban los romanos en el siglo III era el conocido por los arqueólogos como «Montefortino». Normalmente era de bronce, en forma de cúpula. En la parte posterior tenía un reborde, una especie de visera destinada a proteger la nuca, y en los lados llevaba dos carrilleras unidas al resto con remaches. Por tanto, cubría de golpes asestados de arriba abajo y de tajos laterales, pero no de estocadas dirigidas de frente al rostro. No se podía tener todo: la protección y la comodidad suelen ir reñidas.

En la guerra hay mucho de exhibición y ritual. Por eso los yelmos incluían soportes para dos largas plumas que hacían parecer más altos a los soldados, y a menudo llevaban también crines de caballo.

El armamento defensivo se completaba en ocasiones con las grebas, unas espinilleras de metal. Según algunos autores, los romanos las llevaban sólo en la pierna izquierda, que era la que adelantaban más debido a su forma de combatir, poniendo por delante el escudo y semiagazapados tras él para lanzar estocadas al adversario.

Sin embargo, cuando se han encontrado grebas en tumbas hay más parejas que ejemplares sueltos. (Conocemos muchas de estas armas porque sus dueños se hacían enterrar con ellas o con las que habían arrebatado al enemigo: las armas eran una posesión preciada por el dinero que costaban y por el prestigio que se conseguía usándolas o despojándolas).

Ya hemos visto cómo se protegían los romanos. ¿Qué armas usaban para atacar? Antiguamente, como todos los guerreros que combatían en el seno de una falange, llevaban lanzas de madera con punta de hierro y contera de bronce, un arma similar a la de los hoplitas griegos. Aunque la llamemos «lanza» no se lanzaba, pues pesaba demasiado para ser un arma arrojadiza, sino que se empuñaba con la mano derecha para herir al adversario a cierta distancia.

En la época de la que hablamos, sólo los triarios, los veteranos que servían en las últimas filas, seguían llevando esta lanza. En una ocasión, en las luchas contra los galos del valle del Po, los triarios les pasaron sus picas a los astados de la primera fila para que contuvieran a pie firme la acometida de los galos. Pero, salvando circunstancias especiales, los legionarios que entraban en combate, tanto astados como príncipes, usaban otra lanza más pequeña que sí era arrojadiza y que denominaban pilum (término neutro cuyo plural es pila).

El pilum, aunque compartía ciertas características con otras jabalinas celtas o ibéricas, era típicamente romano, y un arma tan práctica que las legiones lo siguieron utilizando durante más de cinco siglos. Tenía un asta de madera de 1,2 metros de longitud unida a una delgada vara de hierro de sesenta centímetros, rematada por una punta piramidal. (Por supuesto, hablamos de un promedio: las medidas variaban mucho).

Debido a su parte metálica, el peso del pilum se concentraba en la parte delantera, lo que le daba una gran capacidad de penetración. Experimentos actuales han demostrado que a una distancia de cinco metros un pilum perfora una plancha de madera de pino de tres centímetros de grosor: más que de sobra para taladrar un escudo.

Pues los pila, aparte de que podían ensartar un cuerpo humano de parte a parte, estaban diseñados sobre todo para actuar contra los escudos. Según otras pruebas, un pilum arrojado a doce metros podía traspasar las tablas del escudo, y toda la vara de hierro sobresalía por el otro lado. Eso prácticamente lo dejaba inutilizado: para extraer el pilum había que dar la vuelta al escudo, con el consiguiente peligro en medio de una batalla.

Por otra parte, las maderas que se usaban para fabricar los escudos solían ser esponjosas. Tras recibir el impacto, el agujero se cerraba un poco. Cuando el enemigo en cuestión tiraba del pilum para sacarlo, la punta, más ancha que el resto de la varilla, se enganchaba en los bordes del agujero. No era imposible librarse de él, pero el soldado que tenía que hacerlo perdía un tiempo precioso y provocaba cierto caos entre sus propias filas.

Durante un tiempo se extendió la creencia de que los romanos diseñaban los pila para que al impactar con el escudo o con el cuerpo del enemigo se doblaran y así el enemigo no pudiera reutilizarlos. La razón es un texto de Plutarco sobre el general Mario. Si ocurrió tal como lo cuenta Plutarco, debió de tratarse de una innovación a la que se recurrió durante un breve tiempo: los expertos en armas antiguas aseguran que los pila no estaban hechos para doblarse.

Cuando los astados y los príncipes arrojaban sus jabalinas contra el enemigo todavía disponían de otra arma ofensiva, la espada. Mientras que para los griegos se trataba de un recurso secundario del que echaban mano si se les rompía la lanza, los romanos la utilizaban de forma sistemática y practicaban con ella de forma individual. La que usaron a partir del siglo III era el llamado gladius hispaniensis, una evolución ibérica de la espada gala. Aunque se suele hablar de ella como espada corta, tenía una hoja de unos sesenta centímetros, una longitud respetable. (Mientras escribo esto, he comprobado que la hoja de la katana que tengo en el despacho mide setenta centímetros: la diferencia no es tan grande).

El gladius se forjaba con un doble filo que lo hacía apto para dar tajos y una punta muy aguzada para asestar estocadas. Se guardaba en una funda de cuero que se enganchaba con anillas a un tahalí cruzado en bandolera del hombro. La espada quedaba colgando a la derecha y no a la izquierda, que habría sido el lado más cómodo. La razón era que ahí estaba el escudo. De todos modos, al no ser excesivamente larga, la espada podía desenvainarse con la diestra sin problemas.

¿Qué armas usaban los soldados de infantería ligera, los velites? Puesto que sus principales virtudes eran la agilidad y la movilidad, recurrían a un escudo redondo mucho más pequeño. Se cubrían la cabeza con un yelmo, que muchos de ellos adornaban con pieles de león o de oso, llevaban varias jabalinas de menos de metro y medio y una espada. Con el tiempo, los romanos fueron incluyendo otras unidades de infantería ligera especializada, como arqueros y honderos.