Desenlace y consecuencias

Pirro regresó a Tarento con ocho mil soldados de infantería y quinientos jinetes. Después de la derrota ni siquiera le quedaba dinero para pagar a tan pocos. Decidió que era el momento de abandonar Italia, y esta vez resultó la definitiva.

Tras aquella larga aventura, viajó a Macedonia. Allí derrotó a Antígono Gonatas y le arrebató el trono, con lo que se convirtió en rey macedonio por segunda vez. De posaderas inquietas, como siempre, Pirro no se conformó con esto y se dirigió al sur de Grecia, donde se involucró en la política espartana sin demasiado éxito.

En el año 272 nuestro hombre estaba luchando no muy lejos de Esparta, en la ciudad de Argos. Por aquel entonces, Antígono Gonatas había reconquistado el trono de Macedonia —o más bien lo había reocupado por abandono de Pirro—, y se había trasladado con un ejército al sur de Grecia para luchar contra él. El combate se trabó en las calles de Argos, entre los hombres de Pirro por un lado y los habitantes de la ciudad y los soldados que Antígono había logrado infiltrar por otro.

En medio del tumulto, Pirro se enfrentó en combate singular contra un ciudadano argivo. La madre de éste, al ver a su hijo en peligro, lanzó una teja sobre el rey del Epiro. El golpe le rompió las cervicales, soltó las riendas y cayó al suelo. Allí, un soldado llamado Zopiro le cortó la cabeza.

Cuando se la llevaron a Antígono, éste lloró por aquel héroe caído que ahora era su enemigo, pero que antaño había combatido en el mismo bando de su padre. Después, hizo que limpiaran y adornaran su cadáver —cabeza y cuerpo incluidos— y le dio el entierro que aquel bravo guerrero merecía.

Algunos autores han señalado que Pirro pasó su vida ganando batallas y perdiendo guerras. Tal vez hay que pensar que era más encarnación del espíritu de Aquiles que del de Alejandro, y que para él el combate no era un instrumento para conquistar el poder, sino un fin en sí mismo. En cierto modo, este brillante general mercenario fue siempre un desterrado de sí mismo: su única patria era la guerra.

Un pequeño apéndice a la historia de Pirro. Como ya hemos contado, antes de viajar a Italia había consultado al oráculo de Delfos, que le contestó: Aio te Romanos posse vincere, expresión que el rey interpretó «Digo que tú puedes vencer a los romanos».

¿Le había engañado el oráculo?

No del todo. La respuesta era ambigua, como sabrán quienes conozcan la sintaxis latina. Te y Romanos están en acusativo, el caso que expresa el complemento directo, pero que también actúa como sujeto cuando hay infinitivos como posse o vincere. Pirro debió pensar que te —«tú»— hacía de sujeto del verbo «poder», y Romanos de complemento directo del verbo «vencer», y se frotó las manos.

No consta que reclamara daños y perjuicios ante el oráculo, pero éste podría haberle contestado: «Te equivocas. El sujeto de “poder” era el acusativo Romanos, y el complemento directo de “vencer” era el acusativo te, por lo que la interpretación correcta habría sido: “Digo que los romanos pueden vencerte”».

El orador Cicerón arguyó que todo esto era imposible, pues la pitonisa de Delfos no hablaba latín. Pero la misma ambigüedad sintáctica del latín se da también en griego, por lo que la anécdota, aunque esté traducida, podría ser verídica. Aunque, hay que decirlo, era una respuesta bastante tramposa del oráculo: en casos de anfibología como éste, lo normal era que el oyente utilizara el orden de palabras —primero sujeto, luego complemento directo— para salir de la duda.

¿Cuáles fueron las consecuencias del triunfo para Roma? Benevento supuso una victoria no sólo militar, sino también propagandística. Habían derrotado a un gran señor de la guerra, el condotiero más famoso de su tiempo.

De pronto, el mundo helenístico se dio cuenta de que había que contar con esta nueva potencia italiana. En 273, Ptolomeo II de Egipto envió una embajada a Roma. En reciprocidad, varios embajadores romanos visitaron Alejandría, ciudad que les impresionó por su lujo y riquezas. El historiador Timeo compuso una monografía sobre la guerra contra Pirro, el poeta Calímaco escribió un poema protagonizado por un romano llamado Cayo y el polifacético Eratóstenes redactó un tratado muy elogioso sobre el sistema de gobierno de Roma.

En el primer enfrentamiento entre la falange y la legión, ésta había sido derrotada dos veces y en la tercera ocasión había ganado a costa de grandes pérdidas. Pero los romanos, a diferencia de Pirro, se las podían permitir. Y, en el ínterin, aprendieron mucho de sus enemigos y de sí mismos.

En cuanto a Tarento, que había desencadenado la guerra, los romanos la tomaron en 272. Los tarentinos tuvieron que convertirse en aliados forzosos, admitir una guarnición romana dentro de sus murallas y entregar rehenes para garantizar su buena conducta a partir de entonces. A cambio, mantuvieron bastante autonomía… con un gobierno oligárquico, por supuesto.

Por otra parte, la guerra contra los samnitas y los lucanos continuó durante los siguientes años. Fortalecida por su victoria, Roma conquistó una ciudad tras otra y fundó colonias como Pesto, Benevento y Esernia en territorio rival para asegurarse su dominio.

Los romanos tomaron poco después Regio, en la punta de la bota. En realidad, esta ciudad había sido aliada suya durante la guerra contra Pirro. Pero los romanos habían dejado en ella una guarnición formada por mercenarios campanos.

Al igual que sus parientes mamertinos en Sicilia, estos soldados de fortuna decidieron probarla por su cuenta y rebelarse contra quienes les pagaban. Pero en 270 los romanos recuperaron la ciudad. En represalia por su traición, se llevaron a trescientos mercenarios a Roma, los azotaron y los decapitaron con hachas.

Ahora que se habían apoderado de Regio, tenían al alcance de la vista y prácticamente de la mano Mesina, al otro lado del estrecho.

La profecía de Pirro no tardaría en cumplirse. La próxima guerra de los romanos, la más cruenta y decisiva de su historia, empezaría a librarse en Sicilia y se libraría en tres fases a lo largo de más de cien años.