La tercera guerra Macedónica
Antíoco III murió poco después del tratado, en 187, cuando intentaba saquear un templo en Persia (sus finanzas habían quedado muy quebrantadas por la derrota y el pago de las indemnizaciones).
El otro monarca vencido por Roma, Filipo V de Macedonia, vivió unos cuantos años más. Al principio supo plegarse a las circunstancias y colaboró con la República en su guerra contra Antíoco, escoltando a los legionarios hasta el Helesponto, el estrecho mar que separaba Europa de Asia, y ofreciéndoles tropas. Agradecidos, los romanos le perdonaron la indemnización que todavía les debía y liberaron a su hijo Demetrio, al que retenían como rehén.
Como solía ocurrir cuando se intercambiaban prisioneros entre las élites gobernantes, Demetrio había vivido muy bien en Roma y había entablado amistad con muchos nobles de la República. Por eso, al regresar a Macedonia influyó en su padre para que siguiera adelante con su política prorromana.
Pero Filipo tenía otro hijo, Perseo, mayor que Demetrio. Según los autores romanos, lo había concebido con una concubina, por lo que legalmente era bastardo. Eso explicaba que desconfiase de Demetrio, ya que sospechaba que cuando llegara el momento su padre lo nombraría heredero del trono de Macedonia.
Su condición de hijo espurio puede ser tan sólo un rumor propalado por los romanos. Los odios y asesinatos entre los miembros de las familias reales eran una práctica muy común en los reinos helenísticos (y en muchos más a lo largo de la historia, hay que añadir). Ser el hijo mayor, aunque fuese legítimo, no convertía automáticamente a Perseo en sucesor de Filipo.
Pero librarse de su hermano sí. Perseo se dedicó a emponzoñar los oídos de su padre contra él. Finalmente, lo convenció de que Demetrio intercambiaba cartas con Flaminino y otros senadores romanos para conspirar.
Filipo hizo ejecutar a Demetrio. En verdad éste debía de ser su hijo favorito, como lo era del pueblo macedonio, porque tras su muerte le asaltaron los remordimientos y no tardó en enfermar y morir.
Perseo subió al trono de Macedonia en el año 179. En cuanto asumió el poder, empezó a rearmarse contratando a diez mil mercenarios. Para hacerse más popular en su propio reino, decretó una amnistía general e hizo regresar a todos los macedonios a los que su padre había desterrado.
Por el tratado de alianza con Roma, Macedonia estaba obligada a pedir la aprobación de la República para todas sus acciones de política exterior. Sin embargo, Perseo empezó a obrar por su cuenta enseguida y emprendió negociaciones con el monarca seléucida Antíoco IV, con Rodas, con Bitinia y hasta con Cartago. Por otra parte, al comprobar que los romanos favorecían regímenes oligárquicos en las ciudades griegas, él entró en tratos con los grupos más populares para presentarse como campeón de la democracia.
A pesar de todo, el conflicto se mantuvo larvado hasta 172. En ese año, el rey Eumenes de Pérgamo se presentó en Roma con informes detallados sobre los recursos y los planes bélicos de Perseo, que, según él, pretendía convertirse de nuevo en el amo de ambas orillas del Egeo.
A los romanos no les hacían falta muchas excusas para declarar una nueva guerra. Para colmo, cuando Eumenes regresaba a su reino fue asaltado en las cercanías de Delfos. Los asesinos, que fracasaron en su atentado, habían sido contratados por Perseo; de nuevo, según la versión de Eumenes.
La guerra se declaró oficialmente a principios del año 171. El cónsul Publio Licinio Craso estaba decidido a reclutar las mejores tropas, lo que significaba recurrir a veteranos de las guerras anteriores.
Por eso, el senado decretó que, si los cónsules y tribunos elegían a cualquier ciudadano con menos de cincuenta y un años, éste no podría negarse al alistamiento.
Una edad más que respetable, como vemos. Y que desmiente la creencia extendida de que en la Antigüedad quienes pasaban de cuarenta años eran prácticamente ancianos. Es cierto que la esperanza media de vida era muy inferior a la de nuestros tiempos. Pero en ello influía la alta mortalidad infantil y el hecho de que personas perfectamente sanas podían morir casi de un día para otro por enfermedades e infecciones que hoy no suponen apenas peligro.
El historiador Tito Livio nos transmite el discurso que pronunció uno de estos veteranos, Espurio Ligustino, para animar a sus compañeros a que se alistasen en esta nueva guerra aunque fuese en puestos inferiores a los que habían desempeñado antes:
¡Oh, romanos! Soy Espurio Ligustino, de la tribu crustuminia, descendiente de los sabinos.
Me convertí en militar durante el consulado de Publio Sulpicio y Cayo Aurelio. [Es decir, en el año 200 a.C.] Serví como soldado dos años contra el rey Filipo. En mi tercer año, Tito Quintio Flaminino me nombró centurión del décimo manípulo de los astados como recompensa por mi valor.
Tras la derrota de Filipo y de los macedonios, volví a Italia y me licencié. Pero me alisté de nuevo como voluntario para ir a Hispania con el cónsul Marco Porcio [año 195]. Él me honró nombrándome centurión de la primera centuria de los astados.
Por tercera vez me presenté voluntario en las tropas que fueron enviadas contra los etolios y el rey Antíoco [año 191]. Manio Acilio me nombró primer centurión de los príncipes.
Después serví dos veces más en campañas anuales en Italia. Más tarde serví otras dos campañas en Hispania, con el pretor Quinto Fulvio Flaco y con Tiberio Sempronio Graco [años 181 y 179].
En pocos años, fui nombrado cuatro veces jefe de los centuriones [primus pilus o primipilo]. He recibido treinta y cuatro condecoraciones por mi valor, y he conseguido seis coronas cívicas. Llevo veintidós años de servicio y tengo ya más de cincuenta años.
Sin embargo, mientras los encargados de reclutar el ejército me consideren apropiado para servir como soldado, jamás renunciaré a mi deber. Que los tribunos militares me otorguen la graduación que crean conveniente.
Del mismo modo me dirijo a vosotros, mis camaradas soldados, para pediros que obedezcáis el mandato del senado y de los cónsules y que penséis que cualquier puesto o rango en el que luchéis por la defensa de la República es igual de honorable.
Este discurso es un vivo retrato de la situación tras la Segunda Guerra Púnica: campañas constantes, y mucho más numerosas en el extranjero que en Italia. También refleja la ética guerrera de los romanos, y cómo soldados que habían combatido en varias campañas resultaban elegidos una y otra vez para el servicio. Algo perfectamente lógico, ya que eran las tropas de más calidad y, por tanto, las más ambicionadas por los mandos.
Durante los primeros años de la guerra no se libraron grandes batallas campales. En 171, Perseo venció al cónsul Licinio Craso en Calinico, en un combate que más bien fue una escaramuza de tropas de caballería. El año 170 tampoco trajo ningún éxito para la República.
En 169, el cónsul designado para la guerra fue Quinto Marcio Filipo, un veterano sesentón y obeso. Pese a sus kilos de más, Marcio demostró una gran iniciativa. No llevaba ni diez días en el mando cuando logró burlar la cadena de fortificaciones enemigas y cruzar de Tesalia a Macedonia.
Mientras el cónsul atravesaba los angostos desfiladeros que rodean el Olimpo, Perseo podría haberlo atacado y haber causado estragos en su columna de marcha, entorpecida por los elefantes de guerra, cuyos barritos y estampidas asustaban también a la caballería. Pero, en lugar de aprovechar la ocasión, el rey macedonio se retiró a Pidna y permitió que los romanos entraran en Macedonia y tomaran ciudades como Dión o Heracleo.
Aunque Manlio intentó obligar a Perseo a enfrentarse contra él en campo abierto, no lo consiguió. El ejército romano, que estaba agotando sus provisiones, tuvo que retirarse al sur. El cónsul acampó al otro lado del Elpeo, un río que baja desde las laderas del Olimpo y desemboca en el Egeo. Perseo los siguió y se fortificó en la orilla norte, en una posición difícil de atacar, sobre todo durante las crecidas de otoño e invierno.
Habían pasado ya tres años de guerra, y los ejércitos de la República no habían conseguido nada. Los romanos, tal vez malacostumbrados por los éxitos que habían conseguido contra Filipo y Antíoco, empezaron a criticar a sus mandos.
En el 168, el senado asignó las provincias consulares mucho antes de lo habitual. La guerra contra Perseo le fue encomendada a Lucio Emilio Paulo, hijo del cónsul del mismo nombre que había muerto en la batalla de Cannas.
Emilio Paulo tenía ya sesenta años, y su carácter más bien áspero no lo hacía demasiado popular entre los ciudadanos: había perdido varias elecciones y sólo había conseguido que lo eligieran cónsul en 182.
Tal vez ese mismo carácter fue el que le hizo divorciarse de su primera esposa, Papiria. Cuando los amigos le preguntaron el motivo, ya que la conducta de Papiria era intachable y le había dado varios hijos, Emilio se quitó el zapato y les dijo: «¿Os parece nuevo? ¿Os parece que está bien fabricado?». Cuando le contestaron que sí, Emilio añadió: «Pero ¿a que ninguno de nosotros es capaz de decirme dónde me aprieta?».
El biógrafo Plutarco añade que hay matrimonios que resisten a graves peleas y ofensas, mientras que en otras ocasiones marido y mujer no pueden convivir por culpa de pequeñas desavenencias y diferencias de temperamento. Esta anécdota nos revela que, aunque los romanos fuesen tan distintos de nosotros en tantas cosas, eran muchas más las que compartían.
Pese al carácter de Emilio, en esta ocasión los romanos pensaron que las circunstancias actuales requerían de un general veterano y duro y lo votaron como cónsul. Emilio, resentido por haber perdido antes otras elecciones, se había resistido al principio a presentarse a candidato. Pero después, presionado por su familia y sus amigos, acabó aceptando.
Antes de partir, el nuevo cónsul demostró su personalidad en el discurso que pronunció en el Foro. En aquella época, las polémicas entre los generales y sus críticos debían ser tan apasionadas como las que enfrentan hoy día a periodistas y aficionados contra entrenadores de fútbol. Por eso, Emilio dijo:
En cada corro de amigos y en cada círculo de comensales hay gente que se cree capaz de conducir ejércitos a Macedonia, que sabe dónde hay que colocar el campamento y apostar a las tropas, que conoce perfectamente cuáles son los mejores desfiladeros para entrar en Macedonia, dónde hay que levantar almacenes y cómo hay que llevar las provisiones. Por supuesto, esas personas también saben cuándo y cómo hay que enfrentarse con el enemigo. Y si el cónsul no actúa como ellos quieren, lo critican e inculpan como si estuviera en un juicio.
¿Es que un general no debe recibir consejo? Sí, pero de los que poseen experiencia en el arte de la guerra. Sobre todo, de quienes se encuentran en el lugar de la acción, ya que viajan en el mismo barco y comparten los mismos riesgos.
De modo que quien tenga algo positivo que aconsejar, que se aliste y venga conmigo a Macedonia. Si no se atreve o le parece incómodo, que se quede en tierra, pero que no pretenda dar lecciones de piloto a nadie.
Sin duda, la mayor parte de los asistentes aplaudió este discurso contra los estrategas de salón: en casos así, todo el mundo suele mirar al vecino y nadie se da por aludido personalmente.
Con refuerzos de quince mil hombres para complementar las legiones y alae que ya estaban en Grecia, Emilio cruzó el Adriático. Con él viajaban dos de sus hijos, que habían sido adoptados por sendas familias nobles, los Fabios Máximos y los Cornelios Escipiones —práctica habitual entre la aristocracia—. Uno de ellos era Escipión Emiliano, que con el tiempo asediaría y tomaría Cartago y Numancia.
(Es curioso que estos dos hijos fuesen los mismos que había tenido con Papiria, la esposa de la que se divorció por incompatibilidad de caracteres. ¿También se llevaba mal con ellos y por eso los sacó de casa entregándolos en adopción? De ser así, sorprende que lo acompañaran a la guerra).
A principios de junio, Emilio Paulo y sus refuerzos llegaron al campamento, situado en las afueras de Fila. El cónsul sexagenario demostró enseguida que la edad no había disminuido sus energías. Al ver que el suministro de agua era insuficiente, mandó a los utrarii, aguadores del campamento, a excavar pozos cerca de la playa. También despachó exploradores para reconocer a fondo la línea de fortificaciones que defendían el río Elpeo.
En general, Emilio reforzó la disciplina del ejército, que se había relajado durante los últimos meses. Para evitar que los centinelas se adormilaran apoyando la barbilla en el borde del broquel, prohibió que llevaran escudo. A cambio, como hombre práctico que era, redujo los turnos de vigilancia frente al campamento de Perseo de veinticuatro a doce horas, previniendo así que el aburrimiento y el cansancio relajaran demasiado la atención.
Igual que había hecho en el Foro con los ciudadanos, el cónsul se dirigió a los soldados. Esta vez usó palabras aún más duras. Su deber era obedecer las órdenes sin cuestionarlas, les dijo. Si tenían sus propias opiniones, debían guardárselas para sí y no manifestarlas ni en público ni en privado. Como soldados, tan sólo les correspondía preocuparse de tres cosas. En primer lugar, de mantener su cuerpo en forma. En segundo, de conservar las armas en buen estado. Y en tercer y último lugar, de tener siempre listas las provisiones por si recibían órdenes inesperadas para marchar o combatir de inmediato.
Todas estas acciones y palabras de Emilio Paulo no sólo revelan su carácter, sino que también nos brindan una información muy valiosa sobre el funcionamiento cotidiano del ejército romano, y por eso me he extendido en ellas.