Intermedio en Sicilia y desenlace en Italia

Pirro se sentía frustrado por aquella campaña que estaba desgastando sus recursos, mientras que los de aquel obstinado enemigo parecían inagotables. ¿Cómo podría largarse de Italia de forma honrosa, sin que pareciera que huía con el rabo entre las piernas?

La oportunidad le llegó en forma de dos ofertas de trabajo. (No olvidemos que en realidad era un mercenario, un auténtico condotiero adelantado al Renacimiento). Una venía de Grecia continental, agobiada por la amenaza de tribus celtas. La otra de Sicilia, donde las ciudades griegas estaban sufriendo graves reveses en su guerra secular contra los cartagineses.

Pirro se decidió por Sicilia. Allí obtuvo algunos éxitos, entre ellos tomar al asalto la fortaleza de Érix. Él mismo trepó por una escala y se plantó en el adarve el primero, pese a que ya era cuarentón. Siguiendo la tradición de Alejandro y otros caudillos macedónicos —muy parecida a la de los romanos—, Pirro daba ejemplo como jefe luchando en primera fila y destacando entre los demás por su habilidad con las armas y su valor.

Pese a todo, tampoco consiguió expulsar a los cartagineses, que se aferraban como lapas al extremo occidental de la isla. También luchó contra los mamertinos. Estos individuos eran mercenarios procedentes de Campania que se decían hijos de Marte (Mamers para ellos) y que habían sido contratados por Agatocles de Siracusa años atrás. Ahora, sin jefe ni pagador, los mamertinos se habían convertido en bandidos organizados que extorsionaban a las ciudades de la zona oriental de Sicilia. Pirro los derrotó en varias batallas y los confinó poco a poco al extremo nordeste de la isla.

Mientras tanto, sus antiguos aliados en Italia se llevaban una paliza tras otra, como muestran los fasti triumphales, las listas de triunfadores: en ellos se registran victorias de Roma sobre lucanos, brutios y samnitas. Ésta es otra demostración de que la presencia de Pirro marcaba diferencias.

Pero la popularidad de Pirro en Sicilia no duró mucho. Al igual que antes que él había hecho Agatocles, planeó invadir África para llevar la guerra al territorio de los cartagineses y obligarlos a negociar. Cuando intentó reclutar remeros para la flota, se encontró con que la población griega se resistía al alistamiento con uñas y dientes. De nuevo era un problema que los romanos, con su moral guerrera, no solían tener; al menos, hasta tal punto.

Frustrado por segunda vez, Pirro aprovechó una nueva llamada de sus aliados italianos para retirarse de Sicilia salvando el honor. Es cierto que podríamos llamarlo un picaflor de la guerra, pero tenía sus razones. Si los griegos, los más interesados en expulsar a los púnicos de la isla, no colaboraban, ¿qué podía hacer él?

Al abandonar la isla, se cuenta que exclamó: «¡Qué buen campo de batalla dejo aquí para cartagineses y romanos!». ¿Realmente pensaba eso, relegándose a sí mismo a un papel secundario? Quizá a esas alturas de su vida ya empezaba a sospechar que jamás iba a cumplir su sueño de convertirse en el nuevo Alejandro.

Su cruce de Sicilia a Italia tampoco se libró de sobresaltos. Una flota cartaginesa lo atacó, haciéndole perder setenta barcos, y una vez en tierra una hueste de mil mamertinos se dedicó a hostigarlo por el camino. Pero los derrotó y logró llegar de nuevo a Tarento.

Habían pasado cinco años desde que arribó a Italia por primera vez. Pirro disponía más o menos de tantas tropas como antes de la batalla de Heraclea, pero su calidad era muy inferior: había perdido a la mayoría de los soldados que trajera consigo del Epiro, y los había sustituido en buena parte por mercenarios italianos tan poco de fiar como los mamertinos. Como ya comenté antes, la desventaja de un ejército profesional contra otro de milicias ciudadanas era que resultaba más difícil reemplazar las bajas.

En el año 275, Pirro se volvió a enfrentar a Roma. Como dice el refrán, «a la tercera fue la vencida». Los romanos enviaron a su cónsul Servilio Merenda con un ejército a Lucania, y a su colega Curio Dentato con otro a la región del Samnio. El rey del Epiro dividió sus fuerzas y envió la mitad a Lucania para luchar contra Merenda, mientras que él se encargó en persona de Dentato.

Los romanos habían acampado cerca de la ciudad de Malventum, en un valle de los Apeninos situado entre el Samnio y Campania. Pirro tenía unos veinte mil soldados de infantería, tres mil jinetes y veinte elefantes. Por su parte, Curio Dentato disponía del típico ejército consular formado por dos legiones romanas y dos de aliados: unos diecisiete mil infantes más mil doscientos soldados de caballería.

La intención de Pirro era evitar que ambos cónsules pudieran unir fuerzas, por lo que decidió atacar cuanto antes. Tras divisar una posición ventajosa, ordenó a sus tropas una marcha nocturna para ocuparla antes de que se adelantara el enemigo.

En la Antigüedad, las maniobras nocturnas resultaban problemáticas. En una época en que las comunicaciones eran tan primitivas, la falta de visibilidad solía provocar el caos. En el año 479, los griegos aliados contra los persas en Platea estuvieron a punto de sufrir un grave revés por una marcha similar a la que había ordenado Pirro. En 413, cuando los atenienses intentaron asaltar de noche las murallas de Siracusa, acabaron masacrados por el enemigo.

(Como maniobra nocturna exitosa hay que citar la de las Termópilas, en 480. Allí, los persas lograron rodear la posición espartana al amparo de la noche, y por un paraje agreste y desconocido. Lo que en muchos libros aparece como traición fue en realidad una maniobra muy brillante).

En el caso de Malventum, las tropas de Pirro se extraviaron en la oscuridad. Para colmo, el terreno, en las laderas de un monte, era muy boscoso.

Al amanecer, su ejército estaba disperso. Al bajar desde las colinas, la vanguardia asomó por delante de la línea de árboles, mientras el resto seguía avanzando por la espesura. Cuando vieron a los adelantados, los romanos se lanzaron al ataque y lograron derrotarlos, e incluso capturaron a algunos elefantes que no se retiraron a tiempo.

Tras esta primera escaramuza, el cónsul sacó sus tropas a campo abierto y se libró una batalla en toda regla. En una de las alas, los romanos vencieron a los soldados de Pirro, pero en la otra sucedió lo contrario.

Sin embargo, el éxito momentáneo no tardó en convertirse en descalabro. Cuando las tropas del Epiro persiguieron a los legionarios que se retiraban, se acercaron demasiado al campamento romano. Al pie de la empalizada y también en lo alto había miles de soldados que, al ver a los enemigos a tiro, empezaron a disparar.

Los elefantes, erizados de flechas y dardos como alfileteros gigantes, se dieron la vuelta para huir entre barritos de terror. Al hacerlo, sembraron el caos entre sus propias tropas. Los romanos, que no habían desordenado demasiado sus filas al recular hacia el campamento, comprendieron que era su oportunidad y volvieron a cargar.

Esta vez la derrota de Pirro fue total. El rey se dejó en el campo de batalla más de la mitad de sus efectivos. Las pérdidas del ejército consular también fueron muy grandes, pero ya sabemos que se las podían permitir.

Después de aquella victoria, los romanos cambiaron el nombre de la ciudad, que desde entonces se llamó Beneventum o «Buen suceso». (Hay ciertos problemas de falsa etimología en los que no entraré). El botín que cobraron los vencedores fue sustancioso: gracias a él, el cónsul Curio Dentato, nombrado censor tres años después, pudo emprender la construcción del segundo acueducto de Roma, el aqua Anio Vetus.