La batalla de Pidna
Cuatro días después de su llegada, el estado de ánimo del ejército había cambiado tanto —para mejor— que el cónsul decidió ponerse en marcha. Los romanos dejaron el campamento de Fila y avanzaron hasta la orilla sur del río Elpeo.
Desde allí, la posición enemiga parecía inexpugnable. No obstante, varios oficiales, llevados tal vez por el ardor guerrero de los últimos días, aconsejaron a Emilio Paulo un asalto frontal.
Sin dar explicaciones a nadie para evitar filtraciones, el cónsul decidió recurrir a una añagaza. Una fuerza de algo más de ocho mil hombres al mando de Escipión Násica se dirigió al norte por la costa, hacia Heraclea, como si preparase ese ataque frontal. El movimiento de tantos soldados a la luz del día alertó a los macedonios, que prepararon sus defensas.
Sin embargo, cuando cayó la oscuridad, Násica reveló a sus legionarios el plan verdadero. En silencio, se alejaron del mar y se dirigieron hacia la ladera sur del monte Olimpo en una larga marcha nocturna.
Mientras los hombres de Násica atravesaban los desfiladeros y rodeaban la montaña por el oeste, Emilio Paulo hizo formar a sus vélites durante tres días seguidos al sur del río para fingir que ofrecían batalla, aunque en alguna ocasión le costó sufrir bastantes bajas por la artillería enemiga. Al tercer día, la columna de marcha de Násica apareció por la retaguardia de las líneas macedonias y bajó hacia la llanura.
La maniobra no salió del todo bien. El rey Perseo se percató a tiempo y se retiró unos cuantos kilómetros al norte. Allí, cerca de Pidna, tomó posiciones en una llanura que le pareció adecuada para desplegar sus falanges. Sin duda su padre, escarmentado tras su propia derrota, le había advertido de que no debía luchar contra las legiones en un terreno tan accidentado como el de Cinoscéfalas.
Cuando las tropas de Násica se unieron a las del cónsul, todo el ejército romano avanzó hacia el norte. El día 21 de junio, tras una marcha agotadora, llegaron a la vista de las líneas enemigas.
Pese a la fatiga, los soldados y muchos de los oficiales querían atacar de inmediato. Tenían sus razones: Perseo se les había escapado durante tres años. Ahora lo veían frente a ellos, en una llanura y dispuesto a luchar. ¿Qué pasaría si no aprovechaban la ocasión?
Pero el cónsul no quería combatir ese día. Tras formar a las tropas, las tuvo durante unas horas al sol. Al cabo de un rato los hombres, con la boca seca y pastosa de polvo, empezaron a dar cabezadas sobre los escudos o a apoyarse en las lanzas. Viendo que la sed y el cansancio vencían a las ansias de combate, Emilio Paulo ordenó deshacer la formación y retirarse al campamento recién levantado.
Esa noche, la del 21 al 22 de junio,[24] se produjo un eclipse de luna. Como solían hacer en estos casos, los romanos agitaron antorchas en el aire y aporrearon las cacerolas de cobre para invocar al astro de vuelta.
Según cuenta Tito Livio, los soldados no se asustaron gracias a que un tribuno militar instruido en astronomía, Cayo Sulpicio Galo, les había avisado del eclipse y además les había explicado que se debía a que la propia Tierra se interponía entre el Sol y la Luna, algo que sólo podía ocurrir durante el plenilunio. La historia es verosímil; muy distinta habría sido si Sulpicio hubiese intentado predecir un eclipse de Sol, ya que éstos sólo se contemplan desde una franja de la superficie terrestre que la ciencia de la época no podía precisar.
Este mismo fenómeno provocó consternación en el campamento enemigo. Aunque entre los griegos y macedonios tenía que haber personas versadas en astronomía —de hecho, más que entre los romanos—, era inevitable recordar la tradición según la cual los eclipses predecían la caída de los reyes.
Al día siguiente, Emilio Paulo hizo formar a sus tropas, pero no las lanzó a la batalla de inmediato. Antes del combate, ordenó sacrificar un buey y examinar sus vísceras en busca de augurios favorables. Como no los encontraron, mandó matar otro, y otro, y así hasta veinte. Por fin, las tripas del buey número veintiuno ofrecieron buenos auspicios: los romanos ganarían la batalla…, pero sólo si se mantenían a la defensiva.
Todo debía ser una maniobra del cónsul, que no estaba dispuesto a combatir hasta que las circunstancias no le ofreciesen alguna ventaja, por mínima que fuese. Tenía sus razones. Se encontraba en territorio enemigo y en inferioridad numérica: contaba con unos treinta mil hombres, incluidas sus dos legiones reforzadas, mientras que Perseo había movilizado más de cuarenta mil. Aunque ambos bandos se hallaban parejos en caballería, con unos cuatro mil jinetes cada uno, el rey macedonio ganaba en infantería pesada, sobre todo con su enorme falange formada por veintiún mil hoplitas.
Para colmo, éstos se habían desplegado en terreno llano, donde resultaban prácticamente invulnerables. Es comprensible que Emilio Paulo prefiriese no lanzar a sus hombres a un ataque frontal, para evitar que se ensartasen en las puntas de las sarisas. Como confesó más tarde a algunos amigos, no había visto en su vida un espectáculo más terrible y espantoso que el de la falange cerrada y erizada de picas, aun teniendo en cuenta que había participado en tantas batallas como el que más.
Es posible que influyera también el ejemplo familiar. En la Segunda Guerra Púnica, tras las tácticas dilatorias del dictador Fabio Máximo, el padre de Emilio Paulo y su colega Varrón se habían sentido en la obligación de actuar de forma más agresiva. El resultado había sido el mayor desastre militar de la historia de Roma.
El Emilio Paulo actual se negaba a que esto volviera a ocurrir bajo su mando. Dándole un poco de tiempo a Perseo, pensaba, el rey o sus hombres se impacientarían y lanzarían su propio ataque, y al hacerlo tendrían que salir de la explanada para atravesar un terreno más accidentado donde la falange perdería buena parte de su ventaja.
Pero la batalla se libró ese mismo día, 22 de junio, más o menos a mediodía. No queda claro que es lo que ocurrió. Según Tito Livio, unos esclavos que se acercaban al río para traer agua perdieron el control de una mula, que escapó a la otra orilla. Cuando dos guerreros enemigos quisieron apoderarse de ella, tres soldados italianos cruzaron el río, que cubría hasta las rodillas, y los mataron. Como había ocurrido otras veces en circunstancias similares —por ejemplo, en Trebia y Cinoscéfalas—, esta pequeña escaramuza fue creciendo como una bola de nieve hasta resultar incontrolable.
Hay otra versión que cuenta Plutarco, según la cual el propio cónsul hizo soltar un caballo y enviarlo desbocado contra las líneas enemigas para provocar la refriega. Pero no parece verosímil: más bien, la batalla se desencadenó contra la voluntad del cónsul.
Como señala el historiador J. E. Lendon, en Pidna los soldados romanos se vieron sometidos a un terrible conflicto entre dos valores ancestrales: la virtus, el coraje guerrero que los incitaba a la agresión, la competitividad e incluso el duelo singular, y la disciplina —en latín igual que en español— que los obligaba a mantener la formación y obedecer las órdenes de sus superiores.
Aquel día, 22 de junio del año 168 a.C., la virtus predominó, y los legionarios se lanzaron al combate.
Resignado a luchar, Emilio Paulo se quitó el yelmo y la armadura para demostrar que despreciaba a los enemigos y que estaba dispuesto a morir con sus hombres: una exhibición de valor nada desdeñable en alguien que ya había cumplido los sesenta. Él mismo tomó el mando de la I legión, en el centro y a la derecha, y el excónsul Postumio Albino le siguió con la II.
El choque empezó por el flanco derecho, ya que las tropas del cónsul estaban avanzando de forma escalonada. Los primeros en toparse con el enemigo fueron los pelignos, aliados italianos. Al llegar a unos quince metros arrojaron sus venablos, como hacían los legionarios romanos. Pero en esta ocasión no lograron desordenar las filas rivales tanto como esperaban, y cuando cargaron contra las puntas de las sarisas quedaron clavados en el sitio.
Lo mismo ocurrió con las alae de soldados italianos. Ahí, un oficial llamado Salvio llegó a arrojar el estandarte de la unidad entre las picas macedonias. Sus hombres, enrabietados, se abrieron paso apartando las puntas de hierro con las espadas y los escudos para recuperar el estandarte. Pero, aunque lo consiguieron, la falange cerró de nuevo su formación y los obligó a retroceder.
Combates de este tipo se repitieron por todas las líneas. El hijo de Catón el Viejo perdió su espada entre los enemigos, y para recuperarla reunió a un grupo de camaradas y se abrió paso entre las picas enemigas hasta que la encontró.
Proezas individuales aparte, los macedonios iban ganando poco a poco. Animados, los hombres de Perseo empezaron a avanzar, tal vez recordando la petición del general tebano Epaminondas a sus hombres en Leuctra, cuando consiguieron derrotar a los espartanos: «¡Dadme un paso más y obtendremos la victoria!».
Pero el éxito momentáneo acarreó el desastre. Al avanzar, los hoplitas salieron del llano cuidadosamente elegido por su rey y empezaron a pisar un terreno más irregular. En ese momento, la falange hasta entonces tan compacta se dividió en unidades más pequeñas.
Al ver que se abrían amplias brechas entre los batallones, los romanos olieron la sangre de su rival. Como había hecho aquel tribuno en Cinoscéfalas, los centuriones tomaron la iniciativa. Mientras unos manípulos se mantenían en el sitio interponiendo los escudos para contener el avance de las sarisas, otros de reserva se colaron entre las líneas enemigas y atacaron por los flancos descubiertos.
En cuestión de pocos minutos, lo que había ocurrido en Cinoscéfalas se repitió por todo el centro del campo de batalla. Los grupos de romanos que se filtraron entre las líneas se dedicaron a acuchillar con sus espadas a los falangitas, impedidos por sus pesadas picas de siete metros.
Para colmo, el flanco izquierdo de los macedonios sufrió el ataque de los elefantes enemigos. La falange empezó a desmoronarse del todo en esa zona, y el desorden cundió por todas las filas como las ondas de un seísmo.
Al ver lo que ocurría, Perseo huyó del campo de batalla con la caballería pesada. Ni siquiera había llegado a entrar en combate, lo que explica que los supervivientes de la infantería lo acusaran más tarde de cobardía.
Apenas había pasado una hora, y la batalla ya se había convertido en carnicería. En aquella jornada cayeron más de veinte mil macedonios. La élite de su infantería fue prácticamente barrida del mapa.
Por comparación, las pérdidas de los romanos fueron insignificantes: apenas cien muertos, y algunos cientos de heridos.[25] Al terminar el día, Emilio Paulo suspiró de alivio. La batalla no se había librado como él quería —casi nunca ocurría—, pero había terminado con una victoria incluso más aplastante que la de Cinocéfalas. La superioridad de las legiones sobre las falanges se confirmaba una vez más. Y en esta ocasión, de forma definitiva: el rey de Macedonia ya no tenía soldados con los que formar una nueva falange.
Se suele señalar como razón del triunfo de los romanos que sus legiones resultaban más flexibles tácticamente y que sus soldados eran mejores combatientes individuales. Hay que añadir que la formación en triplex acies que los romanos atribuían a Camilo, «segundo fundador de la ciudad», les permitía usar reservas, mientras que los ejércitos contra los que luchaban apenas recurrían a ellas.
Así, en la batalla de Metauro, el cónsul Nerón tomó a parte de su caballería y dirigió un ataque inesperado contra el flanco derecho de la infantería de Asdrúbal. En Cinoscéfalas, aquel tribuno anónimo desequilibró la batalla al lanzar veinte manípulos contra la retaguardia de Filipo V. En Magnesia, las tropas de reserva que guardaban el campamento consiguieron detener la audaz carga de la caballería de Antíoco el Grande. Y en Pidna, la segunda línea de legionarios logró infiltrarse entre los huecos de los batallones enemigos mientras la primera contenía sus sarisas.
En suma, se trataba de la victoria de un sistema completo. Sistema que, en el caso de los romanos, era tanto táctico como moral y, por decirlo en una sola palabra, vital. La traducción latina de aquel versículo del libro de Job, Militia es vita hominis super terram, «La vida del hombre en la tierra es milicia», no era una metáfora en el caso de los romanos, sino la pura realidad.
En dos días Macedonia se rindió a los romanos. Perseo huyó a la isla de Samotracia con quinientos arqueros cretenses y el tesoro que pudo reunir. Allí se vio rodeado por la flota del pretor Cneo Octavio. Aunque éste no se decidía a asaltar el santuario donde se había refugiado el rey, Perseo decidió que era inútil seguir adelante y se entregó.
Tras la victoria, el senado decretó la disolución de Macedonia. Aquel reino orgulloso que con el gran Alejandro llegó a dominar medio mundo conocido desapareció, dividido en cuatro regiones independientes.
Todos los que habían colaborado con Perseo sufrieron las consecuencias. Iliria fue partida en tres fragmentos que se convirtieron en la provincia de Illyricum. El Epiro fue entregado al saqueo mediante un engaño muy poco ético, y ciento cincuenta mil de sus habitantes fueron vendidos como esclavos y setenta de sus poblaciones arrasadas.
Cuando Emilio Paulo volvió a Roma, se llevó consigo a Perseo como trofeo de guerra. También lo acompañaban mil rehenes de la Liga Aquea.
El cónsul se encontró con ciertos problemas para celebrar su triunfo, algo que parecía la norma por aquel entonces. Uno de los tribunos que él mismo había elegido, Servio Sulpicio Galba, presentó una propuesta para negárselo, y muchos soldados la secundaron. En parte se debía al rencor por la severa disciplina que les había impuesto Emilio, y en parte a que pensaban que no habían recibido suficiente parte del botín conseguido en Epiro: tras tomar aquellas setenta ciudades, a cada uno de ellos tan sólo le habían correspondido once dracmas.
En cualquier caso, Emilio Paulo pudo celebrar al final sus tres días de triunfo. Durante el primero exhibió doscientos cincuenta carros cargados con obras de arte saqueadas durante la guerra. En las demás jornadas mostró las armas capturadas al enemigo, y por último desfiló la propia familia real.
Al menos, Perseo no fue ejecutado como el galo Vercingetórix, y pudo pasar sus últimos años como cautivo en Alba.
En cuanto a Emilio Paulo, la frase que pronunciaba el esclavo que lo acompañaba en el carro, «Recuerda que eres mortal», le debió de sonar dolorosamente irónica. Cinco días antes del triunfo, el hijo mayor que tenía con su segunda esposa murió y, apenas una semana después, falleció el otro. Tenían catorce y doce años respectivamente. Por lo que sabemos, Emilio sentía un grandísimo amor por ellos y había dedicado los años anteriores a su consulado a educarlos personalmente. Ahora, sin embargo, sólo le quedaban los hijos de Papiria, su primera mujer, que legalmente pertenecían a otras familias.
A pesar de todo, el cónsul se tomó aquella desgracia con el estoicismo de un auténtico romano…, y también de un padre que vivía en una época, como ya hemos mencionado, de altísima mortalidad infantil. Años después, en 164, fue elegido censor, honor que, como hemos visto, no alcanzaban más que unos cuantos elegidos. Cuando murió en 160, legó su fortuna a los dos hijos de su primera esposa, lo que demuestra que ser adoptados por otra familia no rompía los vínculos de sangre. Escipión Emiliano, que pertenecía ahora a una familia más adinerada, renunció a su parte y se la entregó a su hermano.
Antes hablé de los mil rehenes griegos que Emilio Paulo se trajo de Grecia. Entre ellos viajaba un noble de Megalópolis llamado Polibio, que por aquel entonces tenía treinta años. Emilio Paulo lo nombró tutor de sus hijos, y Polibio trabó gran amistad con la familia; sobre todo con el adoptado Escipión Emiliano, a quien acompañó en Cartago y en Hispania.
Como ya he comentado a menudo, Polibio es la fuente más fiable que tenemos para las guerras púnicas y macedónicas. El leitmotiv de su obra, las Historias, es el mismo que el de este libro: cómo una ciudad como Roma, que en nada parecía distinguirse de las demás, consiguió en poco tiempo pasar de ser una potencia regional a dominar medio mundo.