Prólogo

Sí —dijo Beth.

Intentó aparentar sorpresa, pero no resultó nada convincente, pues cuando iban al instituto de enseñanza secundaria ya decidió que se casarían. Sin embargo, se quedó asombrada cuando Danny hincó la rodilla en mitad del atestado restaurante.

—Sí —repitió Beth, con la esperanza de que se levantara antes de que todo el mundo dejara de comer y se volviera a mirarlos.

Pero él no se movió. Danny siguió con una rodilla doblada y, como un mago, sacó una diminuta caja de la nada. La abrió y reveló una sencilla alianza de oro, con un único diamante mucho más grande de lo que Beth había esperado, aunque su hermano ya le había dicho que Danny se había gastado la paga de dos meses en el anillo.

Cuando Danny se levantó por fin, volvió a sorprenderla. Empezó a teclear de inmediato un número en su móvil. Beth sabía muy bien quién contestaría.

—¡Ha dicho que sí! —anunció Danny con expresión triunfal. Beth sonrió mientras alzaba el diamante a la luz y lo examinaba con más detenimiento—. ¿Por qué no te reúnes con nosotros? —añadió Danny antes de que ella pudiera interrumpirlo—. Estupendo, nos encontraremos en el bar de Fulham Road, ese al que fuimos después del partido del Chelsea el año pasado. Nos vemos allí, tío.

Beth no protestó. Al fin y al cabo, Bernie no solo era su hermano, sino un viejo amigo de Danny, y ya debía de haberle pedido que fuera su padrino. Danny cerró el teléfono y pidió la cuenta a un camarero. El maître se acercó enseguida.

—Invita la casa —anunció, al tiempo que les dedicaba una sonrisa cordial. Iba a ser una noche de sorpresas.

Cuando Beth y Danny entraron en el Dunlop Arms, encontraron a Bernie sentado a una mesa en un rincón con una botella de champán y tres copas.

—Fantástica noticia —saludó, antes de que tuvieran tiempo de sentarse.

—Gracias, tío —dijo Danny, y estrechó la mano de su amigo.

—Ya he telefoneado a papá y mamá —anunció Bernie, mientras descorchaba la botella y llenaba las tres copas—. No parecieron muy sorprendidos; en realidad, era el secreto peor guardado de Bow.

—No me digas que también van a venir —protestó Beth.

—Ni por asomo —aseguró Bernie, y alzó su copa—, esta vez solo estaré yo. Por una larga vida y que el West Ham gane la copa.

—Bien, al menos una de las dos cosas es posible —dijo Danny.

—Creo que, si pudieras, te casarías con el West Ham —aventuró Betty, y sonrió a su hermano.

—Podría ser peor —replicó Bernie. Danny rio.

—Estaré casado con los dos hasta el fin de mis días.

—Salvo los sábados por la tarde —le recordó Bernie.

—Aunque es posible que tengas que sacrificar algunos en cuanto sustituyas a papá —dijo Beth.

Danny frunció el ceño. Había ido a ver al padre de Beth aprovechando la hora de comer, y le había pedido la mano de su hija. Algunas tradiciones se resisten a morir en el East End. El señor Wilson no pudo mostrarse más entusiasmado porque Danny fuera a convertirse en su yerno, pero después le dijo que había cambiado de opinión sobre algo que Danny ya creía acordado entre ambos.

—Y si crees que te llamaré jefe cuando sustituyas a mi viejo —intervino Bernie, interrumpiendo sus pensamientos—, ya puedes olvidarlo. Danny no hizo comentarios.

—¿Ese es quien yo creo? —preguntó Beth.

Danny examinó a los cuatro hombres que bebían en la barra.

—Se parece, desde luego.

—¿A quién se parece? —pregunto Bernie.

—Al actor que interpreta al doctor Beresford en La receta.

—Lawrence Davenport —susurró Beth.

—Podría ir a pedirle un autógrafo —dijo Bernie.

—Ni se te ocurra —le prohibió Beth—. Aunque mamá nunca se pierde un episodio.

—Creo que te gusta —bromeó Bernie, mientras llenaba sus copas.

—No —dijo Beth en voz demasiado alta, lo cual provocó que uno de los hombres de la barra se volviera—. Y en cualquier caso —añadió, sonriendo a su prometido—, Danny es mucho más guapo que Lawrence Davenport.

—Sigue soñando —se burló Bernie—. Aunque, para variar, Danny se haya afeitado y se haya lavado el pelo, no creas que va a convertirlo en una costumbre, hermanita. Ni hablar. Recuerda que tu futuro marido no trabaja en la City, sino en el East End.

—Danny podría ser lo que quisiera —aseguró Beth, y cogió su mano.

—¿En qué piensas, hermanita? ¿Magnate o gilipollas? —preguntó Bernie, y golpeó a Danny en el brazo.

—Danny tiene unos planes para el taller que te van a…

—Chist —la interrumpió Danny, mientras volvía a llenar la copa de su amigo.

—Más le vale, porque casarse no sale barato —advirtió Bernie—. Para empezar, ¿dónde viviréis?

—Hay un sótano en venta justo en la esquina —dijo Danny.

—Pero ¿tenéis suficiente pasta? —preguntó Bernie—. Porque los apartamentos en los sótanos no son baratos, ni siquiera en el East End.

—Entre los dos hemos ahorrado lo suficiente para la entrada —dijo Beth—, y cuando Danny sustituya a papá…

—Brindemos por ello —propuso Bernie, pero descubrió que la botella estaba vacía—. Será mejor que pida otra.

—No —negó Beth con firmeza—. Mañana por la mañana he de ir a trabajar, aunque tú no vayas.

—Al infierno —dijo Bernie—. No ocurre cada día que mi hermana pequeña se prometa con mi mejor amigo. ¡Otra botella! —gritó.

El camarero sonrió, mientras sacaba una segunda botella de champán de la nevera que había debajo de la barra. Uno de los hombres sentados a la barra leyó la etiqueta.

—Pol Roger —dijo, y añadió en voz alta—: No se hizo la miel para la boca del asno. Bernie saltó de su silla, pero Danny le obligó a sentarse de nuevo al instante.

—No les hagas caso —le aconsejó—, no vale la pena. El camarero se acercó enseguida a su mesa.

—Evitemos problemas, chicos —dijo mientras descorchaba la botella—. Uno de ellos está celebrando su cumpleaños, y la verdad es que quizá han bebido demasiado.

Beth examinó a los cuatro hombres, mientras el camarero volvía a llenar sus copas. Uno de ellos la estaba mirando. Guiñó un ojo, abrió la boca y se pasó la lengua por los labios. Beth apartó al instante la vista, y se sintió aliviada cuando comprobó que Danny y su hermano estaban charlando.

—¿Dónde iréis de luna de miel?

—A Saint-Tropez —respondió Danny.

—Eso os costará una pasta.

—Y esta vez no vendrás —aseguró Beth.

—Esa puta está muy presentable hasta que abre la boca —dijo una voz desde la barra.

Bernie se puso en pie de un salto; dos de los hombres le estaban mirando con aire desafiante.

—Están completamente borrachos —dijo Beth—. No les hagas caso.

—Hum, no sé —se oyó argumentar al otro hombre—. Hay ocasiones en las que quizá me gusta que una puta tenga la boca abierta.

Bernie agarró la botella vacía, y Danny tuvo que recurrir a toda su fuerza para contenerle.

—Quiero irme —dijo Beth con firmeza—. No quiero que una pandilla de pijos estropee mi fiesta de compromiso.

Danny se levantó al instante, pero Bernie siguió sentado, bebiendo champán.

—Vamos, Bernie, salgamos de aquí antes de que hagamos algo de lo que nos arrepintamos —intervino Danny.

Bernie se puso en pie a regañadientes y siguió a su amigo, pero sin apartar la vista ni un momento de los cuatro hombres de la barra. Beth se alegró de ver que les habían dado la espalda y parecían absortos en su conversación.

Pero en cuanto Danny abrió la puerta de atrás, uno de ellos giró en redondo.

—¿Así que nos vamos? —dijo. Sacó la cartera—. Cuando hayáis acabado con ella, a mis amigos y a mí nos queda bastante para una cama redonda.

—Estáis hasta las cejas —espetó Bernie.

—¿Por qué no salimos a la calle y lo discutimos?

—Con mucho gusto, capullo —respondió Bernie, mientras Danny le empujaba al callejón antes de que pudiera añadir nada más. Beth cerró la puerta a su espalda y empezó a caminar. Danny asió a Bernie por el codo, pero solo habían avanzado un par de pasos cuando se soltó—. Volvamos a darles su merecido.

—Esta noche no —dijo Danny, sin soltar el brazo de Bernie, y continuó arrastrando a su amigo.

Cuando Beth llegó a la calle principal vio al hombre al que Bernie había llamado capullo, con una mano oculta tras la espalda. La miró con lascivia y volvió a humedecerse los labios, al tiempo que su amigo doblaba corriendo la esquina, sin aliento. Beth se volvió y vio a su hermano, con las piernas separadas y la mirada desafiante. Estaba sonriendo.

—Volvamos dentro —gritó Beth a Danny, pero en ese momento vio que los otros dos hombres de la barra estaban junto a la puerta bloqueando el paso.

—Que les den por el culo —dijo Bernie—. Es hora de dar una lección a esos hijos de puta.

—No, no —suplicó Beth, mientras uno de los hombres corría por el callejón hacia ellos.

—Tú ocúpate del capullo —dijo Bernie a su amigo—, y yo me encargaré de los otros tres.

Beth vio horrorizada cómo el capullo golpeaba a Danny en la barbilla y le lucía tambalearse. Se recuperó a tiempo de parar el segundo golpe, hizo una finta y lanzó un puñetazo que pilló por sorpresa al capullo, que dobló una rodilla, pero se puso en pie enseguida y propinó otro puñetazo a Danny.

Como los otros dos hombres que estaban junto a la puerta trasera no parecían dispuestos a intervenir, Beth supuso que la pelea terminaría enseguida. Vio que su hermano propinaba un gancho al otro hombre, que a punto estuvo de perder el conocimiento. Mientras Bernie esperaba a que se pusiera en pie, gritó a Beth:

—Haznos un favor, hermanita, para un taxi. Esto durará poco, pero tendremos que salir pitando.

Beth volvió a centrar su atención en Danny, y comprobó que estaba atizando de lo lindo al capullo. Este se hallaba tendido en el suelo, con Danny encima de él y controlando la situación. Les dirigió una última mirada y obedeció a su hermano de mala gana. Corrió por el callejón y, en cuanto llegó a la calle principal, empezó a buscar un taxi. Solo tuvo que esperar un par de minutos hasta ver el familiar letrero amarillo de libre.

Beth hizo señales al taxista, justo cuando el hombre al que Bernie había derribado pasaba tambaleante a su lado y desaparecía en la noche.

—¿Adónde, cariño? —preguntó el taxista.

—Bacon Road, Bow —dijo Beth—. Dos amigos míos subirán de un momento a otro —añadió, mientras abría la puerta de atrás. El taxista miró hacia el callejón.

—No creo que sea un taxi lo que necesitan, cariño —dijo—. Si fueran mis amigos, yo llamaría a una ambulancia.