21

—¡Católicos y protestantes! —bramó una voz que se oyó de un lado a otro del pasillo. Danny y Nick estaban esperando junto a la puerta, mientras Big Al roncaba plácidamente, confirmando su enraizada convicción de que si estás dormido no estás en la cárcel. La pesada llave giró en la cerradura y la puerta se abrió. Danny y Nick se sumaron a una multitud de presos que se dirigían hacia la capilla de la cárcel.

—¿Crees en Dios? —preguntó Danny, mientras bajaban por la escalera de caracol a la planta baja.

—No —dijo Nick—. Soy agnóstico.

—¿Qué es eso?

—Alguien que cree que no podemos saber si existe Dios; en contraposición al ateo, que está convencido de que no existe. De todos modos, es una buena excusa para salir de la celda una hora todos los domingos por la mañana; además, me gusta cantar. Sin embargo, aunque los sermones del capellán son estupendos, da la impresión de que dedica una cantidad de tiempo inusitada al remordimiento.

—¿Capellán?

—Es el término que utiliza el ejército para sacerdote —explicó Nick.

—¿Inusitada?

—Excesiva, desacostumbrada. ¿Y tú? ¿Crees en Dios?

—Sí, antes de que todo esto pasare.

—Pasara —dijo Nick.

—Pasara —repitió Danny—. Yo y Beth somos católicos.

—Beth y yo somos católicos. No se puede decir «yo» en primer lugar.

—Beth y yo somos católicos, así que nos sabemos la Biblia casi de memoria, aunque yo no la leyera.

—¿Beth vendrá esta tarde?

—Por supuesto —dijo Danny, y una sonrisa apareció en su cara—. Estoy impaciente por verle.

—Verla —corrigió Nick.

—Verla —repitió Danny.

—¿No te cansa que te esté corrigiendo todo el día?

—Sí —admitió Danny—, pero sé que a Beth le gustará, porque siempre quería que me superara. De todos modos, me enciendo en deseos de que llegue el día en el que pueda corregirte a ti.

—Ardo en deseos.

—Ardo en deseos —repitió Danny cuando llegaron a la entrada de la capilla, donde esperaron haciendo cola a que les cachearan para poder entrar.

—¿Por qué se molestan en registrarnos antes de entrar? —preguntó Danny.

—Porque es una de las escasas ocasiones en la que los presos de los cuatro bloques pueden congregarse en un mismo lugar, y así gozar de la oportunidad de intercambiar drogas o información.

—¿Congregarse?

—Reunirse. Una iglesia tiene una congregación.

—Deletréalo —pidió Danny.

Llegaron a la cabeza de la cola, donde dos guardias se estaban encargando de los registros, una mujer menuda que tendría más de cuarenta años y debía de haber sobrevivido gracias a una dieta de comida de la cárcel, y un joven que daba la impresión de haber pasado mucho tiempo calentando el banquillo. Parecía que casi todos los presos preferían ser registrados por la mujer.

Danny y Nick entraron en la capilla, otra amplia sala rectangular, pero en este caso llena de largos bancos de madera, colocados de cara a un altar con una cruz plateada. En la pared de ladrillo que se alzaba detrás del altar un enorme mural plasmaba la Última Cena. Nick contó a Danny que lo había pintado un asesino, y que los modelos de los discípulos habían sido reclusos.

—No está mal —dijo Danny.

—Solo porque seas un asesino no quiere decir que no poseas otros talentos —dijo Nick—. Piensa en Caravaggio.

—Creo que no le conozco —admitió Danny.

—Buscad la página ciento veintisiete de vuestro cantoral —dijo el capellán—, y cantaremos todos «He Who Would Valiant Be».

—Te presentaré a Caravaggio en cuanto volvamos a la celda —prometió Nick, mientras el pequeño órgano atacaba los primeros compases.

Mientras cantaban, Nick no pudo precisar si Danny estaba realmente leyendo la letra o si se la sabía de memoria, tras años de asistir a su parroquia…

Nick paseó la vista alrededor de la capilla. No le sorprendió ver que los bancos estaban tan atestados como las gradas de un campo de fútbol un sábado por la tarde. Un grupo de presos acurrucados en la fila de atrás estaban abismados en su conversación, sin ni siquiera tomarse la molestia de abrir los cantorales, mientras intercambiaban información sobre cuáles de los recién llegados necesitaban drogas. Ya habían descartado a Danny como «tierra de nadie». Incluso cuando se arrodillaron no fingieron rezar el padrenuestro. La redención estaba lejos de sus mentes.

La única vez que guardaron silencio fue cuando el capellán pronunció el sermón. Dave —su nombre estaba impreso en mayúsculas en una insignia prendida en su sotana— resultó ser un cura a la antigua usanza; eligió el asesinato como tema del día. Esto arrancó gritos de «¡Aleluya!», en las primeras tres filas, ocupadas sobre todo por bulliciosos afrocaribeños, que parecían saber un par de cosas sobre la cuestión.

Dave invitó a su público cautivo a coger la Biblia y buscar el libro del Génesis, y después les informó de que Caín fue el primer asesino.

—Caín estaba envidioso del éxito de su hermano —explicó por eso decidió acabar con él.

A continuación, Dave habló de Moisés, quien se había jactado de matar a un egipcio y pensaba que se iría de rositas, pero no fue así, porque Dios le había visto, de modo que fue castigado el resto de su vida.

—No me acuerdo de esa parte —dijo Danny.

—Ni yo —admitió Nick—. Pensaba que Moisés murió plácidamente en su cama a la edad de ciento treinta años.

—Ahora, quiero que busquéis el segundo libro de Samuel —siguió Dave—, donde encontraréis a un rey que fue un asesino.

—Aleluya —gritaron las tres primeras filas, casi al unísono.

—Sí, el rey David fue un asesino —prosiguió Dave—. Se cargó a Urías el hitita, porque deseaba a su mujer, Betsabé. Pero el rey David era muy astuto, y no quería aparecer como responsable de la muerte de su rival, así que, en la siguiente batalla, colocó a Urías en primera línea de combate para que lo mataran. Pero Dios vio lo que estaba tramando y le castigó, porque Dios ve cada asesinato y siempre castiga al que infringe Sus mandamientos.

—Aleluya —corearon las tres primeras filas.

Dave terminó el oficio con las últimas oraciones, en las que las palabras «comprensión» y «perdón» se repetían una y otra vez. Por fin, bendijo a la congregación, seguramente una de las más numerosas de Londres aquella mañana.

—Existe una gran diferencia entre este oficio y el de St. Mary —comentó Danny mientras salían de la capilla—. Aquí no pasan el cepillo.

Les registraron de nuevo al salir, y esta vez tres presos fueron apartados a un lado, antes de llevárselos por el pasillo púrpura.

—¿Qué pasa? —preguntó Danny.

—Van a incomunicación —explicó Nick—. Posesión de drogas. Les caerán al menos siete días en confinamiento solitario.

—No creo que valga la pena —dijo Danny.

—Deben de creer que sí —opinó Nick—, porque te aseguro que, en cuanto salgan, traficarán de nuevo.

Danny se ponía más nervioso a cada minuto que pasaba, pensando que iba a ver a Beth por primera vez desde hacía semanas.

A las dos, una hora antes de que llegaran las visitas, Danny paseaba de un lado a otro de su celda. Se había lavado y planchado la camisa y los vaqueros, y había pasado mucho rato en la ducha lavándose el pelo. Se preguntó cómo iría vestida Beth. Se sentía como el día de la primera cita.

—¿Qué aspecto tengo? —preguntó. Nick frunció el ceño—. ¿Tan horrible?

—Es que…

—¿Qué? —preguntó Danny.

—Creo que Beth habría deseado que te afeitaras.

Danny se miró en el pequeño espejo de acero que había encima del lavabo y echó un vistazo a su reloj.