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Solo hay una cosa que debes conseguir que admita el testigo —dijo sir Matthew—. Pero al mismo tiempo, no podemos permitir que el juez o Arnold Pearson se den cuenta de lo que estás tramando.

—Tranquilo —dijo Alex con una sonrisa, cuando el juez Hackett volvió a entrar en la sala y todo el mundo se levantó.

El juez inclinó la cabeza antes de sentarse en la silla de cuero rojo y respaldo alto. Abrió la libreta por el final de su análisis del alegato de Pearson, pasó a una página en blanco y escribió las palabras «primer testigo». Después, cabeceó en dirección al señor Pearson, que se levantó.

—Llamo al inspector jefe Fuller —dijo.

Alex no había visto a Fuller desde el primer juicio, cuatro años atrás, pero era imposible olvidar aquella ocasión, pues el inspector jefe le había dado sopas con onda. En cualquier caso, parecía todavía más seguro de sí mismo que entonces. Fuller prestó juramento sin molestarse en mirar la tarjeta.

—Inspector jefe Fuller —dijo Pearson—, haga el favor de decir su nombre completo y su profesión al tribunal.

—Me llamo Rodney Fuller. Formo parte de la Policía Metropolitana con base en Palace Green, Chelsea.

—¿Puedo dejar constancia de que también fue usted quien detuvo a Cartwright cuando cometió su delito anterior, por el que fue condenado a prisión?

—Exacto, señor.

¿Cómo averiguó que Cartwright podía haber escapado de la prisión de Belmarsh y se estaba haciendo pasar por sir Nicholas Moncrieff?

—El 21 de octubre del año pasado recibí una llamada telefónica de una fuente fidedigna; me dijo que necesitaba verme por un asunto urgente.

—¿Entró en detalles en aquel momento?

—No, señor. No es la clase de caballero que se comprometería por teléfono.

Sir Matthew anotó «caballero», una palabra que un policía no suele utilizar cuando se refiere a un soplón. El segundo desliz que pescaba la primera mañana. No esperaba muchos más, siempre que Arnold Pearson recondujera al inspector jefe hacia el terreno que le interesaba.

—Así que concertaron una cita —dijo Pearson.

—Sí, quedamos en reunimos a la mañana siguiente en un lugar y a una hora que él eligió.

—Y cuando se reunieron al día siguiente, le informó de que poseía cierta información relacionada con Daniel Cartwright.

—Sí. Lo cual me sorprendió —dijo Fuller—, porque yo creía que Cartwright se había ahorcado. De hecho, uno de mis agentes asistió al funeral.

—¿Cómo reaccionó a esta revelación?

—La tomé en serio, porque ese caballero ya había demostrado ser de confianza en el pasado. Sir Matthew subrayó la palabra «caballero».

—¿Qué hizo a continuación?

—Situé a un equipo de vigilancia ante el número 12 de The Boltons las veinticuatro horas del día, y no tardé en descubrir que el inquilino que afirmaba ser sir Nicholas Moncrieff se parecía mucho a Cartwright.

—Pero eso no debió de ser suficiente para decidirle a proceder a su detención.

—Desde luego que no —contestó el inspector jefe—. Necesitaba pruebas más tangibles.

—¿Y cuáles fueron esas pruebas tangibles?

—El tercer día de vigilancia, el sospechoso recibió la visita de la señorita Elizabeth Wilson, que se quedó a pasar la noche.

—¿La señorita Elizabeth Wilson?

—Sí. Es la madre de la hija de Cartwright, y le visitaba con regularidad cuando estaba encarcelado. Eso me confirmó que la información recibida era exacta.

—¿Fue entonces cuando decidió detenerle?

—Sí, pero como sabía que estábamos lidiando con un delincuente peligroso con antecedentes violentos, solicité apoyo de la policía antidisturbios. No deseaba que gente inocente corriera peligro.

—Muy comprensible —ronroneó Pearson—. ¿Quiere describir al tribunal cómo detuvo a este peligroso delincuente?

—A las dos de la madrugada siguiente, rodeamos la casa de The Boltons y llevamos a cabo una redada. Al detener a Cartwright, le leí sus derechos y le arresté por escapar de una cárcel de Su Majestad. Otro equipo detuvo a Albert Crann, que también vivía en la mansión, pues teníamos motivos para creer que era cómplice de Cartwright.

—¿Qué fue de las dos personas detenidas en aquel momento? —preguntó Pearson.

—Elizabeth Wilson fue puesta en libertad bajo fianza a la mañana siguiente, y más tarde fue condenada a seis meses en libertad condicional.

—¿Y Albert Crann?

—En aquel momento estaba en libertad condicional de modo que fue enviado a Belmarsh para acabar de cumplir su condena.

—Gracias, inspector jefe. No tengo más preguntas para usted en este momento.

—Gracias, señor Pearson —dijo el juez—. ¿Desea interrogar a este testigo, señor Redmayne?

—Desde luego, señoría —dijo Alex, al tiempo que se levantaba—. Inspector jefe, ha dicho al tribunal que fue un ciudadano quien le proporcionó la información que le permitió detener a Daniel Cartwright.

—Sí, exacto —dijo Fuller, mientras aferraba la barandilla del estrado de los testigos.

—Por tanto, no fue un ingenioso trabajo policial realizado sin ayuda de nadie, como ha afirmado mi colega.

—No, pero como estoy seguro que sabrá, señor Redmayne, la policía cuenta con una red de informadores, sin la cual la mitad de los delincuentes encarcelados en la actualidad estarían en las calles cometiendo más fechorías todavía.

—¿De modo que ese caballero, como usted le ha descrito, le llamó a su despacho? —El inspector jefe asintió—. ¿Y usted concertó una cita al día siguiente, a una hora conveniente para ambos?

—Sí —replicó Fuller, decidido a no revelar nada.

—¿Dónde tuvo lugar ese encuentro, inspector jefe?

Fuller se volvió hacia el juez.

—Preferiría no revelar el lugar, señoría.

—Muy comprensible —dijo el juez Hackett—. Continúe, señor Redmayne.

—Por tanto, sería absurdo preguntarle el nombre de su informador a sueldo, ¿verdad, inspector jefe?

—No estaba a sueldo —dijo Fuller, pero se arrepintió de sus palabras al instante.

—Bien, al menos sabemos ahora que era un caballero no remunerado.

—Bien hecho —dijo el padre de Alex en un susurro que oyó todo el mundo. El juez frunció el ceño.

—Inspector jefe, ¿cuántos agentes consideró necesario desplegar con el fin de detener a un hombre y a una mujer que estaban acostados a las dos de la madrugada? —Fuller vaciló—. ¿Cuántos, inspector jefe?

—Catorce.

—¿No serían veinte? —preguntó Alex.

—Si cuenta el equipo de apoyo, quizá fueron veinte.

—Parece un poco excesivo para un hombre y una mujer —insinuó Alex.

—Podía haber ido armado —dijo Fuller—. Era un riesgo que no deseaba correr.

—¿Iba armado? —preguntó Alex.

—No, no iba…

—Tal vez no era la primera vez… —empezó Alex.

—Ya basta, señor Redmayne —le interrumpió el juez a mitad de la frase.

—Otra vez será —dijo el padre de Alex, en voz lo bastante alta para que toda la sala se enterara.

—¿Desea intervenir, sir Matthew? —preguntó con brusquedad el juez.

El padre de Alex abrió los ojos, como un animal de la selva que despertara de un sueño profundo. Se levantó con parsimonia.

—Muy amable por preguntarlo, señoría, pero no, en este momento no. Tal vez más tarde.

Volvió a dejarse caer en su asiento.

Los bancos de la prensa entraron en acción cuando el primer tanto subió al marcador. Alex se humedeció los labios por temor a estallar en carcajadas. El juez Hackett apenas pudo contenerse.

—Continúe, señor Redmayne —ordenó el juez, pero antes de que Alex pudiera responder, su padre se levantó.

—Le pido disculpas, señoría —dijo en tono ingenuo— pero ¿a qué Redmayne se refería?

Esta vez, el jurado se echó a reír. El juez no hizo el menor intento de replicar, y sir Matthew se hundió en su silla, cerró los ojos y susurró:

—Tírate a la yugular, Alex.

—Inspector jefe, ha dicho al tribunal que después de ver que la señorita Wilson entraba en la casa se convenció de que era Daniel Cartwright, y no sir Nicholas Moncrieff, quien vivía en ella.

—Sí, exacto —dijo Fuller, sin soltar la barandilla del estrado de los testigos.

—Pero una vez detenido mi cliente, inspector jefe, ¿no tuvo ni un momento de duda por si se había equivocado de persona?

—No, señor Redmayne, sobre todo después de haber visto la cicatriz de su…

—Sobre todo después de haber visto la cicatriz de su… de haber comprobado su ADN en el ordenador de la policía —dijo el inspector jefe.

—Siéntate —susurró el padre de Alex—. Tienes todo cuanto necesitas, y Hackett no se ha dado cuenta de la importancia de la cicatriz.

—Gracias, inspector jefe. No hay más preguntas, señoría.

—¿Desea volver a interrogar a este testigo, señor Pearson? —preguntó el juez Hackett.

—No, gracias, señoría —dijo Pearson, que estaba anotando las palabras «sobre todo después de haber visto la cicatriz de su…» mientras trataba de comprender su significado.

—Gracias, inspector jefe —dijo el juez—. Puede abandonar el estrado de los testigos. Alex se inclinó hacia su padre, mientras el inspector jefe salía de la sala.

—Pero no he conseguido que admitiera que el «caballero profesional» era Craig —susurró.

—Ese hombre no estaba dispuesto a revelar el nombre de su contacto, pero has conseguido que cayera en una trampa dos veces. No olvides que otro testigo sabe quién denunció a Danny a la policía, y no va a sentirse nada cómodo en la sala del tribunal, de modo que deberías acorralarle mucho antes de que Hackett adivine cuál es tu auténtico propósito. No olvides que no podemos permitirnos el lujo de cometer el mismo error que con el juez Browne y con la cinta que no aceptó.

Alex asintió, mientras el juez Hackett devolvía su atención al banco de los letrados.

—Tal vez sería un buen momento para tomarse un descanso.

—Todo el mundo en pie.