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Danny dedicó los días siguientes a instalarse en The Boltons, aunque pensaba que jamás se sentiría a gusto en Kensington. Hasta que conoció a Molly.

Molly Murphy procedía del condado de Cork[11], y Danny tardó un tiempo en entenderla cuando hablaba. Debía de medir treinta centímetros menos que Danny, y era tan delgada que se preguntó si tendría fuerzas para trabajar más de un par de horas al día. No tenía ni idea de cuál era su edad, aunque parecía más joven que su madre y mayor que Beth. Sus primeras palabras fueron:

—Cobro cinco libras por hora, en metálico. No quiero pagar impuestos a esos hijos de puta ingleses —añadió con firmeza, después de averiguar que sir Nicholas procedía del norte de la frontera—, y si cree que no estoy a la altura de sus exigencias, me iré al terminar la semana.

Danny vigiló a Molly los dos primeros días, pero pronto tuvo claro que había sido forjada en el mismo horno que su madre. Al final de la semana podía sentarse en cualquier sitio sin levantar una nube de polvo, entrar en el baño sin ver ninguna mancha de agua y abrir la nevera para sacar algo sin peligro de morir envenenado.

Al final de la segunda semana, Molly había empezado a preparar las comidas, así como a lavar y planchar su ropa. Al llegar la tercera semana, se preguntó cómo había sobrevivido hasta entonces sin ella.

La dedicación de Molly permitió a Danny concentrarse en otras cosas. El señor Munro habia escrito para informarle de que había interpuesto una demanda contra su tío. El abogado de Hugo había dejado que pasaran los veintiún días legalmente permitidos antes de acusar recibo.

El señor Munro advertía a sir Nicholas de que Galbraith tenía fama de no actuar con prisas, pero le aseguraba que seguiría acosándole siempre que se presentara la oportunidad. Danny se preguntó cuánto le costaría este acoso. Lo descubrió cuando pasó la página. Adjunta a la carta de Munro había una factura de cuatro mil libras, que cubrían todo el trabajo del abogado desde el funeral, incluida la presentación de la demanda.

Danny consultó su estado de cuentas, que había llegado, acompañado de la tarjeta de crédito, con el correo de la mañana. Cuatro mil libras significarían una gran pérdida en su cuenta; se preguntó cuánto tiempo sobreviviría antes de tener que arrojar la toalla. Podía ser un tópico, pero esa expresión le recordó tiempos más felices en Bow.

Durante la semana anterior, Danny había comprado un ordenador portátil y una impresora, un marco de foto plateado, varios archivadores, diversos bolígrafos, lápices y gomas de borrar, así como una gran cantidad de folios. Ya había empezado a reunir una base de datos sobre los tres hombres responsables de la muerte de Bernie, y había dedicado casi todo el primer mes a entrar todo cuanto sabía sobre Spencer Craig, Gerald Payne y Lawrence Davenport. No era gran cosa, pero Nick le había enseñado que es más fácil aprobar exámenes si has llevado a cabo una investigación adecuada. Estaba a punto de iniciar la investigación, cuando recibió la factura de Munro, lo cual le recordó al instante que sus fondos estaban menguando. Después, se acordó del sobre. Había llegado el momento de solicitar una segunda opinión.

Cogió Tifie Times (que Molly traía cada mañana) y buscó un artículo que había visto en las páginas de Arte. Un coleccionista estadounidense había comprado un Klimt por cincuenta y un millones de libras en una subasta celebrada en un lugar llamado Sothebys.

Danny abrió el ordenador portátil y buscó «Klimt» en Google. Descubrió que era un pintor simbolista austríaco, que vivió entre 1862 y 1918. Después, concentró su atención en Sotheby’s, que resultó ser una casa de subastas especializada en arte de calidad, antigüedades, libros, joyas y otros objetos de coleccionista. Después de varios clics del ratón, descubrió que entre los objetos de los coleccionistas se incluían los sellos. Quienes deseaban asesoramiento podían llamar a Sotheby’s o acudir a sus oficinas de New Bond Street.

Danny pensó que los pillaría por sorpresa, pero no ese día, porque iba al teatro, aunque no a ver la obra. La obra no era lo importante.

Danny nunca había ido a un teatro del West End, sin contar aquella vez, cuando Beth cumplió veintiún años, en la que fue a ver Los Miserables en el Palace Theatre. No lo pasó muy bien, y pensó que nunca más vería otro musical.

Había telefoneado al Garrick el día anterior con el fin de reservar una butaca para una representación matinal de La importancia de llamarse Ernesto. Le habían dicho que recogiera su entrada en la taquilla quince minutos antes de que se levantara el telón. Danny llegó un poco pronto, y descubrió que el teatro estaba casi desierto. Recogió su entrada, compró un programa y, con la ayuda de un acomodador, fue a la platea, donde localizó su asiento al final de la fila H. Solo había un puñado de personas.

Abrió el programa y leyó por primera vez que la obra de Oscar Wilde había sido un éxito fulminante en 1895, cuando se representó por primera vez en el St. James’s Theatre de Londres. No paraba de levantarse para dejar pasar a la gente que tenía asiento en la fila H, ahora que un torrente de espectadores empezaba a entrar en el teatro.

Cuando las luces se apagaron, el Garrick estaba casi lleno; la mayoría de asientos parecían ocupados por jovencitas. Cuando subió el telón, Danny no vio a Lawrence Davenport, pero no tuvo que esperar mucho, porque hizo su entrada unos momentos después. Un rostro que jamás olvidaría. Una o dos personas se pusieron a aplaudir de inmediato. Davenport hizo una pausa antes de declamar la primera frase, como si fuera lo mínimo que esperara.

Danny estuvo tentado de lanzarse en tromba sobre el escenario y decir al público qué tipo de hombre era en realidad Davenport, y lo que había ocurrido en el Dunlop Arms la noche en la que su héroe se quedó mirando cómo Spencer Craig asesinaba a puñaladas a su mejor amigo. De qué manera tan diferente se había comportado en el callejón; no tenía nada que ver con el hombre altivo y seguro de sí mismo que ahora encarnaba. En aquella ocasión, había interpretado con mucha más convicción el papel de un cobarde.

Como las jovencitas del público, los ojos de Danny no se apartaban de Davenport. A medida que avanzaba la función, quedó claro que, si había algún espejo en el que admirarse, Davenport lo descubriría. Cuando cayó el telón para el descanso, Danny pensó que ya había visto lo suficiente a Lawrence Davenport para saber que le sentarían de maravilla algunas matinales en la cárcel. Danny habría regresado a The Boltons y habría actualizado su expediente, de no haber descubierto con sorpresa lo mucho que le gustaba la obra.

Siguió a la multitud hasta el bar abarrotado y esperó en una larga cola, mientras el único camarero intentaba servir a todos los clientes. Por fin, Danny desistió y decidió aprovechar el tiempo para leer el programa y averiguar más cosas sobre Oscar Wilde. Ojalá hubiera formado parte del programa de estudios de bachillerato. Le distrajo una conversación a voz en grito entre dos chicas que estaban en una esquina de la barra.

—¿Qué opinas de Larry? —preguntó la primera.

—Es maravilloso —fue la respuesta—. Es una pena que sea gay.

—Pero ¿te gusta la obra?

—Oh, sí. Volveré la noche de la última representación.

—¿Cómo has conseguido entradas?

—Un operario del escenario vive en nuestra calle.

—¿Significa eso que irás a la fiesta de después?

—Solo si accedo a salir con él esa noche.

—¿Crees que conocerás a Larry?

Es el único motivo de que haya accedido a ir con él. Sonó tres veces un timbre y varios espectadores terminaron sus bebidas a toda prisa antes de volver a la sala y tomar asiento. Danny les siguió.

Cuando el telón volvió a levantarse, Danny se quedó tan absorbido por la obra que casi olvidó el verdadero motivo que le había llevado al teatro. Mientras las chicas seguían con toda su atención concentrada en el doctor Beresford, Danny esperaba averiguar cuál de los dos hombres sería Ernesto.

Cuando cayó el telón y la compañía saludó, el público se puso en pie, chillando y gritando, como Beth había hecho aquella noche, pero los chillidos eran distintos. Solo consiguió reforzar la determinación de Danny de que aquellos admiradores debían descubrir la verdad sobre su ídolo de barro.

Cuando el telón cayó por última vez, la multitud salió del teatro. Algunos se dirigieron hacia la entrada de artistas, pero Danny volvió a la taquilla. El encargado de la taquilla sonrió.

—¿Le ha gustado?

—Sí, gracias. ¿No le quedará por casualidad una entrada para la noche de la última representación?

—Temo que no, señor. Está todo vendido.

—¿Ni una sola? —preguntó Danny esperanzado—. No me importa dónde esté. El hombre consultó la pantalla y estudió la distribución de asientos para el último día.

—Tengo un único asiento en la fila W.

—Me la quedo —dijo Danny, y le entregó la tarjeta de crédito—. ¿Eso me permite acudir a la fiesta de después?

—No, me temo que no —respondió el hombre con una sonrisa—. Eso es solo por invitación. —Pasó la tarjeta de Danny—. Sir Nicholas Moncrieff —leyó, y le miró con más detenimiento.

—Sí, exacto —confirmó Danny.

El empleado imprimió una entrada, sacó un sobre de debajo del mostrador e introdujo la entrada dentro.

Danny siguió leyendo el programa en el metro de vuelta a South Kensington, y después de devorar cada palabra sobre Oscar Wilde y leer sobre las demás obras que había escrito, abrió el sobre para echar un vistazo a la entrada. C9. Tenía que ser una equivocación. Miró dentro del sobre y extrajo una tarjeta que rezaba:

EL TEATRO GARRICK

Le invita a la fiesta de final de temporada de

La importancia de llamarse Ernesto en el Dorchester

Sábado, 14 de septiembre de 2002

Admisión solo con entrada

Desde las 11 de la noche hasta Dios sabe cuándo

Danny comprendió de repente la importancia de llamarse Nicholas.