26
El coadjutor estaba esperando a sir Nicholas en la sacristía. Inclinó la cabeza antes de acompañar al nuevo cabeza de familia por un pasillo hasta el banco delantero del lado derecho. Pascoe y Jenkins ocuparon sus sitios en la fila de atrás.
Nick se volvió a su izquierda, donde el resto de la familia estaba sentado en las tres primeras filas, al otro lado del pasillo. Nadie miró en su dirección; sin duda su tío Hugo les había dado instrucciones de no hacerlo. Eso no impidió que el señor Munro se sentara a su lado. El órgano empezó a sonar, y el párroco, acompañado del capellán del regimiento, guió al coro por el pasillo a los compases de «The Lord is My Shepherd».
Los tiples ocuparon la primera fila del coro, seguidos de los tenores y los bajos. Unos momentos después, entró el ataúd a hombros de seis soldados de los Cameron Highlanders, que lo depositaron con delicadeza sobre una plataforma situada delante del altar. Durante la ceremonia, se cantaron todos los himnos favoritos del coronel, concluyendo con «The Day Thou Gavest Lord is Ended». Nick inclinó la cabeza y rezó por un hombre que creía en Dios, la reina y la patria.
Cuando el párroco terminó el responso, Nick recordó una de las expresiones de su padre, que siempre repetía cuando asistía a un funeral del regimiento: «El capellán se ha lucido».
En cuanto el capellán terminó las últimas oraciones y el sacerdote hubo administrado la bendición final, la congregación de familia, amigos, representantes del regimiento y vecinos del pueblo se reunieron en el cementerio para asistir al entierro.
Por primera vez, Nick reparó en la imponente figura de un hombre que debía de pesar más de ciento cincuenta kilos, y que no parecía sentirse a sus anchas en Escocia. Sonrió. Nick le devolvió la sonrisa e intentó recordar dónde se habían visto por última vez. Después, se acordó: en Washington. La inauguración de la exposición en el Smithsonian, con la que se celebraban los ochenta años de su padre, cuando se había expuesto al público su legendaria colección de sellos. Pero Nick no podía recordar el nombre del sujeto.
Después de que bajaran el ataúd a la fosa y se celebraran los últimos rituales, el clan Moncrieff se marchó, sin que ni uno solo de sus miembros diera el pésame al hijo y heredero del fallecido. Uno o dos vecinos de la localidad, cuyo sustento no dependía de su tío Hugo, se acercaron y estrecharon la mano de Nick, mientras el oficial de mayor rango que representaba al regimiento se ponía firmes y saludaba. Nick levantó el sombrero.
Cuando estaba a punto de abandonar el cementerio, Nick vio que Fraser Munro hablaba con Jenkins y Pascoe. Munro se acercó.
—Han accedido a que pase una hora conmigo para hablar de asuntos familiares, pero no permiten que me acompañe a mi despacho en coche.
—Comprendo.
Nick dio las gracias al capellán, y después subió al asiento trasero del coche de la policía. Un momento después, Pascoe y Jenkins se sentaron uno a cada lado de él. Cuando el coche se puso en marcha, Nick miró por la ventanilla y vio que el hombretón encendía un puro.
—Hunsacker —dijo Nick en voz alta—. Gene Hunsacker.
—¿Por qué querías verme? —preguntó Craig.
—Me he quedado sin material —dijo Leach.
—Pero te di suficiente para seis meses.
—No, después de que un guardia corrupto se quedara su parte.
—En ese caso, será mejor que vayas a la biblioteca.
—¿Por qué habría de ir a la biblioteca, señor Craig?
—Saca el último ejemplar de la Law Review, la edición encuadernada en piel, y encontrarás todo cuanto necesitas pegado con celo dentro del lomo. Craig cerró el maletín, se levantó y se encaminó hacia la puerta.
—No llegaremos a tiempo —dijo Leach sin moverse de la silla.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Craig, con la mano sobre el pomo de la puerta.
—El amigo de tía Maisie se ha apuntado al programa de desintoxicación.
—Entonces, tendrás que disuadirle, ¿no crees?
—Tal vez eso no solucione su problema —dijo Leach con calma. Craig volvió con parsimonia a la mesa, pero no se sentó.
—¿Qué quieres decir?
—Un pajarito me ha dicho que el amigo de tía Maisie ha empezado a cantar como un canario.
—Pues ciérrale la boca —soltó Craig.
—Puede que ya sea demasiado tarde.
—Déjate de jueguecitos, Leach, y dime qué estás insinuando.
—Me han dicho que hay una cinta.
Craig se dejó caer en la silla y clavó la vista en el recluso.
—¿Y qué hay en esa cinta? —preguntó en voz baja.
—Una confesión completa… con nombres, fechas y lugares. —Leach hizo una pausa, consciente de que había logrado toda la atención de Craig—. Cuando me dijeron los nombres sentí la necesidad de consultar con mi abogado.
Craig guardó silencio un rato.
—¿Crees que puedes apoderarte de esa cinta? —preguntó por fin.
—Por un precio.
—¿Cuánto?
—Diez de los grandes.
—Eso es mucho.
—Los guardias corruptos no salen baratos —dijo Leach—. En cualquier caso, apuesto a que tía Maisie no tiene un plan B, de modo que sus alternativas son limitadas.
Craig asintió.
—De acuerdo, pero hay un plazo. Si no se halla en mi poder antes del 31 de mayo, no cobrarás.
—Es fácil adivinar qué apelación se ve ese día —dijo Leach con una sonrisa de suficiencia.
—Su padre hizo testamento, que esta firma ejecutó —anunció Munro, mientras tamborileaba con los dedos sobre el escritorio—. Un juez de paz actuó de testigo, y debo aconsejarle que, sea cual sea su opinión sobre su contenido, no debería oponerse a la decisión.
—No me ha pasado por la cabeza oponerme a los deseos de mi padre —dijo Nick.
—Creo que es una decisión sensata, sir Nicholas, si me permite decirlo. Sin embargo, tiene derecho a conocer los detalles del testamento. Como el tiempo obra en contra nuestra, permítame resumírselo. —Tosió—. El grueso del patrimonio de su padre va a parar a su hermano, el señor Hugo Moncrieff. Donaciones y rentas vitalicias de menor valor serán distribuidas entre otros miembros de la familia, el regimiento y algunas organizaciones de caridad locales. A usted no le ha dejado nada, salvo el título, del cual no podía disponer, por supuesto.
—Le aseguro que no me sorprende, señor Munro.
—Me tranquiliza saberlo, sir Nicholas. Sin embargo, su abuelo, un hombre astuto y práctico a quien, por cierto, mi padre tuvo el honor de representar, dejó ciertas provisiones en su testamento, de las cuales es usted el único beneficiario. Su padre presentó una solicitud para que fueran abrogadas, pero los tribunales rechazaron su petición.
Munro sonrió mientras buscaba entre los papeles que cubrían su escritorio, hasta encontrar lo que buscaba. Lo alzó en señal de triunfo.
—El testamento de su abuelo —anunció—. Solo le leeré la cláusula que le importa. —Pasó varias páginas—. Ah, aquí está lo que buscaba. —Se caló unas gafas de media luna en el extremo de la nariz y leyó poco a poco—: «Dejo mi finca de Escocia, conocida como Dunbroathy Hall, así como mi residencia de Londres en The Boltons, a mi nieto Nicholas Alexander Moncrieff, que en la actualidad presta sus servicios en un regimiento en Kosovo. Sin embargo, mi hijo Angus podrá disfrutar sin limitaciones de ambas propiedades hasta su fallecimiento, cuando entrarán en posesión del mencionado nieto». —Munro dejó el testamento sobre la mesa—. En circunstancias normales —dijo—, esto le habría garantizado una inmensa herencia, pero por desgracia debo informarle de que su padre se aprovechó de las palabras «sin limitaciones» y, hasta pocos meses antes de morir, pidió enormes préstamos poniendo como aval ambas propiedades.
»En el caso de la finca de Dunbroathy, recibió una cantidad de… —Munro se caló de nuevo las gafas para consultar la cifra— un millón de libras, y por la de The Boltons, algo más de un millón. Según el testamento de su padre, una vez se haya validado, el dinero pasará directamente a su tío Hugo.
—De manera que, pese a las buenas intenciones de mi abuelo, he terminado sin nada.
—No necesariamente —dijo Munro—, porque creo que está en condiciones de reclamar a su tío el dinero que consiguió con este pequeño subterfugio.
—No obstante, si esos eran los deseos de mi padre, no me opondré a ellos —anunció Nick.
—Creo que debería reconsiderar su postura, sir Nicholas —dijo Munro, y de nuevo tamborileó sobre la mesa—. Al fin y al cabo, hay en juego una enorme cantidad de dinero, y estoy seguro…
—Puede que tenga razón, señor Munro, pero no pondré en duda el buen juicio de mi padre.
Munro se quitó las gafas.
—Como usted quiera —dijo a regañadientes—. También debo informarle de que he mantenido correspondencia con su tío, Hugo Moncrieff, que es muy consciente de sus actuales circunstancias, y se ha ofrecido a liberarle del peso de ambas propiedades, y con ellas de la responsabilidad de ambas hipotecas. También ha accedido a cubrir todos los gastos, incluidos los costes legales, relacionados con las transacciones.
—¿Representa usted a mi tío Hugo? —preguntó Nick.
—No —contestó Munro con firmeza—. Aconsejé a su padre que no solicitara hipotecas por ninguna de las propiedades. De hecho, le dije que lo consideraba contrario al espíritu de la ley, si no de la letra, llevar a cabo tales transacciones sin el conocimiento o la aprobación previos de usted. —Munro tosió—. No siguió mi consejo, y decidió buscarse otro abogado.
—En ese caso, señor Munro, ¿puedo preguntarle si desea representarme?
—Su pregunta me halaga, sir Nicholas, y permítame asegurarle que esta firma se sentirá orgullosa de continuar su larga asociación con la familia Moncrieff.
—Teniendo en cuenta mis circunstancias, señor Munro, ¿cómo me aconseja proceder?
Munro inclinó la cabeza.
—Anticipándome a la posibilidad de que me pidiera consejo, he puesto en movimiento una serie de investigaciones en su nombre. —Nick sonrió cuando las gafas volvieron a la nariz del anciano abogado—. Me han informado de que el precio de una casa en The Boltons es en la actualidad de unos tres millones de libras, y mi hermano, que es concejal de la localidad, me ha dicho que, hace poco, su tío Hugo fue a preguntar al ayuntamiento sobre la posibilidad de que concedieran los permisos necesarios para construir una urbanización en la finca de Dunbroathy, pese a que su abuelo confiaba en que usted donaría la finca al National Trust for Scotland.
—Sí, me lo dijo —contestó Nick—. Tomé nota de la conversación en el diario que llevaba en aquella época.
—Eso no impedirá que su tío siga adelante con sus planes, y con eso en mente, pregunté a un primo que es socio de una agencia de bienes raíces locales, cuál podría ser la actitud del ayuntamiento hacia dicha petición. Me informa de que, según las últimas disposiciones de urbanismo de la ley del Gobierno Local de 1997, cualquier parte de la finca en la que ya existan edificios, incluidos la casa, graneros, cobertizos o establos, recibiría permiso de obra provisional. Me dice que esto podría sumar unas cinco hectáreas. También me informó de que el ayuntamiento está buscando tierra en la que construir pisos asequibles o un geriátrico, y hasta podrían aprobar la solicitud de un hotel. —Munro se quitó las gafas—. Habría podido descubrir esta información leyendo las minutas del comité de obras del ayuntamiento, que se cuelgan en la biblioteca local el último día de cada mes.
—¿Su primo pudo calcular el valor de la propiedad? —preguntó Nick.
—Oficialmente no, pero dijo que similares bolsas de tierra poseen un valor actual cercano a las doscientas cincuenta mil libras la media hectárea.
—Con lo cual el valor de la finca alcanzará los tres millones —dedujo Nick.
—Sospecho que estará más cerca de cuatro y medio, si incluye las quinientas hectáreas de terreno rural. Pero, y siempre hay un «pero» cuando interviene su tío Hugo, no debe olvidar que la finca y la propiedad de Londres se hallan ahora gravadas con elevadas hipotecas, que deben ser satisfechas cada trimestre. —Nick supuso que iba a abrir otro expediente, y no se quedó decepcionado—. La casa de The Boltons tiene gastos, que incluyen impuestos de bienes inmuebles, gastos de comunidad e hipoteca, de unas tres mil cuatrocientas libras al mes, a las que hay que sumar otras dos mil novecientas al mes por la finca de Dunbroathy, lo cual da como resultado una suma de unas setenta y cinco mil libras al año. Es mi deber advertirle, sir Nicholas, de que si uno de esos pagos se retrasa más de tres meses, las compañías hipotecarias están autorizadas a sacar a la venta las propiedades de inmediato. Si eso ocurriera, estoy seguro de que su tío se propondría adquirirlas.
—Debo decirle, señor Munro, que mis actuales ingresos como bibliotecario de la cárcel son de doce libras a la semana.
—¿Sí? —dijo Munro, y tomó nota—. Esa cantidad no haría mucha mella en setenta y cinco mil libras —bromeó, en un raro destello de humor.
—Tal vez, dadas las circunstancias, deberíamos recurrir a otro de sus primos —insinuó Nick, incapaz de disimular una sonrisa.
—Por desgracia, no es posible —contestó Munro—. Sin embargo, mi hermana está casada con el director de una sucursal local del Royal Bank of Scotland, y él me ha asegurado que no habría ningún problema en encargarse de los pagos si usted acepta solicitar un segundo préstamo por ambas propiedades en el banco.
—Ha sido usted muy solícito en mi nombre, y le estoy muy agradecido —reconoció Nick.
—Debo confesar —admitió Munro—, y usted comprenderá que lo que voy a decir es confidencial, que si bien sentía gran admiración, e incluso afecto, por su abuelo, y fue un placer representar a su padre, jamás sentí la misma confianza en lo tocante a su tío Hugo, que es… —Alguien llamó a la puerta—. Adelante —dijo Munro.
Pascoe asomó la cabeza.
—Lamento interrumpirles, señor Munro, pero debemos irnos dentro de pocos minutos si queremos tomar el tren de vuelta a Londres.
—Gracias —dijo Munro—. Seré lo más breve posible. —No habló hasta que el señor Pascoe volvió a cerrar la puerta—. Temo que, pese a que apenas me conoce, tendrá que confiar en mí —agregó, y dejó varios documentos sobre la mesa delante de él—. Tendré que pedirle que firme estos acuerdos, aunque no tenga tiempo de examinarlos en detalle. Sin embargo, si debo proceder mientras usted cumple…
Tosió.
—Mi condena —dijo Nick.
—En efecto, sir Nicholas —confirmó el abogado, mientras sacaba una pluma del bolsillo y la entregaba a su cliente.
—Yo también traigo un documento que deseo que examine —dijo Nick. Sacó varias hojas de papel rayado de la prisión y se las dio al abogado.