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A puerta cerrada» era una expresión que Danny desconocía, hasta que el señor Munro le explicó con todo lujo de detalles porqué él y el señor Desmond Galbraith habían decidido recurrir a esta opción para dirimir el litigio.

Ambas partes habían admitido que no sería prudente airear conflictos familiares en público. Galbraith llegó a reconocer que su cliente detestaba la prensa, y Munro ya había advertido a sir Nicholas que, si elegían una vista pública, el período que había pasado en la cárcel acabaría llenando más columnas que cualquier desacuerdo sobre el testamento de su abuelo.

Ambas partes habían acordado también que el caso se resolvería ante un juez del Tribunal Supremo, y que acatarían su decisión; ninguno de ellos apelaría. Sir Nicholas y el señor Hugo Moncrieff firmaron un acuerdo legal vinculante antes de que el juez aceptara ver su caso.

Danny se sentó a un extremo de la mesa al lado del señor Munro, mientras Hugo y Margaret Moncrieff lo hacían junto al señor Desmond Galbraith en el otro. El juez Sanderson estaba sentado ante su escritorio, frente a ellos. Ninguno de los participantes iba vestido con indumentaria judicial, lo cual creaba una atmósfera mucho más relajada. El juez abrió la sesión recordando a ambas partes que, pese a que el caso se juzgaba en privado, todo el peso de la ley recaería sobre el resultado. Pareció complacido cuando vio que ambos letrados asentían.

El juez Sanderson no solo había sido aceptado por ambas partes, sino que, en palabras de Munro, era «más listo que el hambre».

—Caballeros —empezó—, tras haberme informado sobre los antecedentes del caso, soy consciente de lo mucho que se juegan ambas partes. Antes de empezar, debo preguntar si se ha intentado llegar a algún tipo de acuerdo.

El señor Desmond Galbraith se levantó y anunció que sir Alexander había escrito una carta tajante, en la cual dejaba claro que deseaba desheredar a su nieto después de que este fuera sometido a un consejo de guerra, y que su cliente, el señor Hugo Moncrieff, solo deseaba cumplir los deseos de su difunto padre.

El señor Munro se levantó y declaró que su cliente no había interpuesto la primera demanda y que nunca había querido enzarzarse en aquella querella, pero que, al igual que el señor Hugo Moncrieff, consideraba su deber que se cumplieran los deseos de su abuelo. Hizo una pausa.

—Al pie de la letra.

El juez se encogió de hombros, resignado a no poder llegar a ninguna forma de acuerdo entre ambas partes.

—Procedamos, pues —dijo—. He leído todos los documentos puestos a mi disposición, y también he estudiado todos los alegatos presentados por ambas partes como prueba. Teniendo eso en cuenta, es mi intención afirmar desde el principio lo que en este caso considero relevante y lo que no lo es. Ninguna de las partes pone en duda que sir Alexander Moncrieff otorgó testamento el 17 de enero de 1997, en el cual dejaba el grueso de su patrimonio a su nieto Nicholas, que entonces estaba destinado en Kosovo.

Levantó la vista en busca de confirmación. Tanto Galbraith como Munro asintieron.

—Sin embargo, lo que el señor Galbraith afirma en nombre de su cliente, el señor Hugo Moncrieff, es que ese documento no fue el último testamento de sir Alexander, y que en fecha posterior… —el juez consultó sus papeles—, el 1 de noviembre de 1998, sir Alexander otorgó un segundo testamento en el que dejaba todas sus propiedades a su hijo Angus. Sir Angus falleció el 20 de mayo de 2002, y en su testamento legó todo a su hermano mayor, Hugo.

»El señor Galbraith, en nombre de su cliente, también presenta una carta firmada por sir Alexander en la cual explica los motivos de este cambio de opinión. El señor Munro no discute la autenticidad de la firma de la segunda página de esta carta, pero afirma que la primera página fue redactada en fecha posterior. Afirma que, si bien no presenta ninguna prueba que apoye su alegación, su verdad se demostrará cuando se declare no válido el segundo testamento.

»El señor Munro también ha informado al tribunal de que se abstendrá de insinuar que sir Alexander no estaba, utilizando la expresión legal, en plena posesión de sus facultades mentales en la época pertinente. Al contrario, pasaron una velada juntos tan solo una semana antes de que sir Alexander muriera, y confiesa que después de cenar su anfitrión le ganó una partida de ajedrez». Por consiguiente, debo comunicar a ambas partes que, en mi opinión, la única cuestión que se debe dirimir en esta disputa es la validez del segundo testamento, el cual, según afirma el señor Galbraith en nombre de su cliente, recoge las últimas voluntades de sir Alexander Moncrieff, mientras que el señor Munro declara, sin entrar demasiado en detalles, que es una falsificación. Espero que ambas partes consideren que mi exposición es un análisis imparcial de la actual situación. Si ese es el caso, pediré al señor Galbraith que exponga su caso en nombre del señor Hugo Moncrieff.

Desmond Galbraith se levantó.

—Señoría, mi cliente y yo aceptamos que el único desacuerdo entre las dos partes concierne al segundo testamento, del cual, como usted ha dicho, no nos cabe la menor duda que expresa las últimas voluntades de sir Alexander. Ofrecemos el testamento y la carta adjunta como prueba de nuestra reclamación, y también nos gustaría presentar a un testigo que, según nuestro parecer, aclarará este asunto de una vez por todas.

—Desde luego —acordó el juez Sanderson—. Llame a su testigo, por favor.

—Llamo al profesor Nigel Fleming —dijo Galbraith, y miro hacia la puerta. Danny se inclinó hacia delante y preguntó a Munro si conocía al profesor.

—Solo por su fama —contestó Munro.

Un hombre alto y elegante, con una mata de pelo gris, entró en la sala. Cuando prestó juramento, Danny pensó que el profesor le recordaba a uno de esos distinguidos visitantes que se presentaban en el Clement Atdee una vez al año para entregar los premios… aunque él nunca recibió ninguno.

—Por favor, siéntese, profesor Fleming —dijo el juez Sanderson. Galbraith siguió de pie.

—Profesor, creo que es importante informar al tribunal de su experiencia y autoridad en lo referente a este caso, así que espero que me perdone si le hago algunas preguntas relativas a su formación.

El profesor hizo una leve inclinación.

—¿Cuál es su actual empleo?

—Profesor de Química Inorgánica en la Universidad de Edimburgo.

—¿Ha escrito usted un libro sobre la importancia de esa especialidad en relación a la delincuencia, que ha llegado a ser una obra de referencia sobre la cuestión, y que ahora forma parte del programa de estudios de casi todas las universidades?

—No puedo hablar en nombre de casi todas las universidades, señor Galbraith, pero sí en el caso de Edimburgo.

—En el pasado, profesor, ¿ha representado a varios gobiernos para aconsejarles sobre disputas de esta naturaleza?

—No desearía exagerar mi autoridad, señor Galbraith. En tres ocasiones he sido llamado por gobiernos para asesorar sobre la validez de documentos, cuando se ha producido un desacuerdo entre dos o más naciones.

—En efecto. Permítame preguntarle, profesor, si alguna vez ha declarado en los tribunales, cuando la validez de un testamento se ha puesto en entredicho.

—Sí, señor, en diecisiete ocasiones.

—¿Quiere decir al tribunal, profesor, en cuántos de estos casos la sentencia confirmó su valoración?

—Ni por un momento querría dar a entender que los veredictos dependieron de mi testimonio.

—Muy bien dicho —acotó el juez, con una sonrisa irónica—. Sin embargo, profesor, la pregunta es: ¿cuántos de estos diecisiete veredictos respaldaron su opinión?

—Dieciséis, señor —contestó el profesor.

—Continúe, por favor, señor Galbraith —dijo el juez.

—Profesor, ¿ha tenido la oportunidad de estudiar el testamento del finado sir Alexander Moncrieff, que constituye el meollo de este caso?

—He estudiado ambos testamentos.

—¿Puedo hacerle algunas preguntas sobre el segundo testamento? —El profesor asintió—. ¿El papel en el que está escrito es de unas características existentes en aquella época?

—¿A qué época se refiere, señor Galbraith? —preguntó el juez.

—Noviembre de 1998, señoría.

—Sí —contestó el profesor—. Es mi opinión, basada en pruebas científicas, que el papel es de la misma época que el utilizado en el primer testamento, otorgado en 1997. El juez enarcó una ceja, pero no le interrumpió.

—¿La cinta roja sujeta al segundo testamento era también de la misma época? —preguntó Galbraith.

—Sí, llevé a cabo el análisis de ambas cintas, y el resultado fue que habían sido fabricadas en la misma época.

—¿Pudo llegar, profesor, a alguna conclusión sobre la firma de sir Alexander que aparece en ambos testamentos?

—Antes de responder a su pregunta, señor Galbraith, debe comprender que no soy un experto en caligrafía, pero puedo decirle que la tinta negra utilizada por el firmante fue fabricada cierto tiempo antes de 1990.

—¿Está diciendo al tribunal que es capaz de fechar la fabricación de un frasco de tinta —preguntó el juez—, con un margen de un año?

—A veces, con un margen de un mes —dijo el profesor—. De hecho, afirmo que la tinta utilizada en la firma de ambos testamentos procedía de un frasco fabricado por Waterman en 1985.

—Ahora, deberíamos ocuparnos de la máquina de escribir utilizada en el segundo testamento —dijo el señor Galbraith—. ¿Qué marca era, y cuando salió al mercado por primera vez?

—Es una Remington Envoy II, que salió al mercado en 1965.

—Solo a modo de confirmación —añadió Galbraith—, ¿el papel, la tinta, la cinta y la máquina de escribir existían ya antes de noviembre de 1998?

—Sin duda, en mi opinión —dijo el profesor.

—Gracias, profesor. Si es tan amable de esperar aquí, tengo la sensación de que el señor Munro querrá formularle algunas preguntas. El señor Munro se levantó lentamente de su asiento.

—No tengo preguntas para este testigo, señoría.

El juez no reaccionó. Sin embargo, no podía decirse lo mismo de Galbraith, que miro a su contrincante con incredulidad. Hugo Moncrieff pidió a su esposa que le explicara el significado de la decisión de Munro, mientras Danny clavaba la vista en el frente, sin demostrar la menor emoción, tal como Munro le había especificado.

—¿Va a presentar a algún otro testigo, señor Galbraith? —preguntó el juez.

—No, señoría. Solo puedo suponer que la negativa de mi distinguido colega a interrogar al profesor Fleming significa que acepta su opinión. —Hizo una pausa—. Sin la menor duda.

Munro no se inmutó.

—Señor Munro —dijo el juez—, ¿desea iniciar su alegato?

—Desde luego, con permiso de su señoría —respondió Munro—. El profesor Fleming ha confirmado que el primer testamento de sir Alexander a favor de mi cliente es auténtico. Aceptamos su opinión al respecto. Como usted mismo dijo al principio de la vista, señoría, la única cuestión que concierne a este juicio es la validez del segundo testamento, que…

—Señoría —interrumpió Galbraith, que se había puesto en pie de un salto—, ¿está insinuando el señor Munro que la experiencia del profesor en relación al primer testamento puede descartarse a conveniencia cuando se trata del segundo?

—No, señoría —dijo Munro—. Si mi distinguido colega hubiera tenido un poco de paciencia, habría descubierto que no es eso lo que estaba insinuando. El profesor ha dicho al tribunal que no era un experto en la autenticidad de firmas…

—Pero también ha declarado, señoría —intervino Galbraith, de pie otra vez—, que la tinta utilizada para firmar ambos testamentos procedía del mismo frasco.

—Pero no de la misma mano —matizó Munro.

—¿Va a llamar a un experto en caligrafía? —preguntó el juez.

—No, señoría.

—¿Tiene alguna prueba de que la firma sea una falsificación?

—No, señoría —repitió Munro. Esta vez, el juez enarcó una ceja.

—Señor Munro, ¿va a llamar a algún testigo que apoye su teoría?

—Sí, señoría. Al igual que mi estimado colega, solo llamaré a un testigo. —Munro hizo una pausa, consciente de que, excepto Danny, que ni siquiera parpadeó, todos los presentes sentían curiosidad por saber quién iba a ser el testigo—. Llamo al señor Gene Hunsacker.

La puerta se abrió y el corpachón del texano entró con parsimonia en la sala. Danny pensó que algo no encajaba, pero enseguida se dio cuenta de que era la primera vez que veía a Hunsacker sin su inseparable puro.

Cuando Hunsacker prestó juramento su voz atronó en la pequeña estancia.

—Haga el favor de sentarse, señor Hunsacker —pidió el juez—. Como somos pocos los congregados, quizá podríamos conversar en un tono más sosegado.

—Lo siento, señoría —dijo Hunsacker.

—Sus disculpas son innecesarias —señaló el juez—. Proceda, señor Munro, por favor. Munro se levantó de su asiento y sonrió a Hunsacker.

—Para que conste en acta, ¿sería tan amable de decirnos su nombre y ocupación?

—Me llamo Gene Hunsacker III y estoy jubilado.

—¿Qué hacía antes de jubilarse, señor Hunsacker? —preguntó el juez.

—Poca cosa, señor. Mi padre, al igual que mi abuelo antes que él, era ganadero, pero a mí nunca me interesó, sobre todo después de que descubrieran petróleo en mis tierras.

—Así que es usted petrolero —aventuró el juez.

—No exactamente, señor, porque a la edad de veintisiete años lo vendí a una empresa inglesa, BP, y desde entonces he dedicado mi vida a mi principal afición.

—Muy interesante. ¿Puedo preguntarle cuál…? —inquirió el juez.

—Ya llegaremos a su afición dentro de un momento, señor Hunsacker —intervino Munro con firmeza. El juez se reclinó en el asiento con expresión de disculpa—. Señor Hunsacker, ha declarado que, tras amasar una fortuna después de vender sus tierras a BP, abandonó el negocio del petróleo.

—Exacto, señor.

—También me gustaría dejar claro, a fin de que lo sepa el tribunal, en qué más no es experto. Por ejemplo, ¿es usted experto en testamentos?

—No, señor.

—¿Es usted experto en papel y tecnología de la tinta?

—No, señor.

—¿Es experto en cintas?

—Intenté desanudar algunas del pelo de las chicas cuando era más joven, pero tampoco era muy hábil en eso —dijo Gene. Munro esperó a que las carcajadas cesaran antes de continuar.

—Entonces, ¿es experto tal vez en máquinas de escribir?

—No, señor.

—¿Ni siquiera en firmas?

—No, señor.

—Sin embargo —dijo Munro—, ¿me equivoco si digo que está considerado la mayor autoridad mundial en sellos de correos?

—Creo que puedo decir sin temor a equivocarme que la cosa está entre Tomoji Watanabe y yo —contestó Hunsacker—, según con quién hable. El juez ya no pudo controlarse más.

—¿Quiere explicar qué quiere decir con eso, señor Hunsacker?

—Ambos somos coleccionistas desde hace más de cuarenta años, señoría. Mi colección es más grande, pero para ser justo con Tomoji, solo se debe a que soy muchísimo más rico que él, y siempre estoy dando sopas con onda al pobre desgraciado. —Ni siquiera Margaret Moncrieff pudo reprimir una carcajada—. Soy miembro de la junta de Sotheby’s, y Tomoji es asesor de Philips. Mi colección se ha exhibido en el Instituto Smithsonian de Washington, y la suya en el Museo Imperial de Tokio. Así que no puedo decirle cuál es la mayor autoridad mundial, pero si uno de nosotros es el número uno, el otro es el número dos.

—Gracias, señor Hunsacker —dijo el juez—. Me alegro de que el testigo sea un experto en la especialidad que eligió, señor Munro.

—Gracias, señoría —dijo Munro—. Señor Hunsacker, ¿ha visto los dos testamentos de los que trata este caso?

—Sí, señor.

—¿Y cuál es su opinión, su opinión profesional, sobre el segundo testamento, el que deja la fortuna de sir Alexander a su hijo Angus?

—Es una falsificación.

Desmond Galbraith se puso en pie al instante.

—Sí, sí, señor Galbraith —dijo el juez, y le indicó con un ademán que volviera a sentarse—. Espero, señor Hunsacker, que pueda proporcionar al tribunal alguna prueba concreta de esta afirmación. Y cuando digo «prueba concreta» no me refiero a otra demostración de su filosofía de estar por casa.

La sonrisa jovial de Hunsacker se esfumó. Esperó un momento antes de hablar.

—Demostraré, señoría, como creo que se dice en este país «más allá de toda duda razonable», que el segundo testamento de sir Alexander es una falsificación. A este fin, le pediré que observe el documento original. —El juez Sanderson se volvió hacia Galbraith, quien se encogió de hombros, se levantó y entregó el segundo testamento al juez—. Ahora, señor —continuó Hunsacker—, si es tan amable de mirar la segunda página del documento, vera la firma de sir Alexander estampada sobre un sello.

—¿Está insinuando que el sello es falso? —preguntó el juez.

—No, señor.

—Pero antes ha declarado que no es un experto en firmas, señor Hunsacker. ¿Qué está insinuando exactamente?

—Salta a la vista, señor —dijo Hunsacker—, siempre que se sepa lo que hay que buscar.

—Ilumíneme, por favor —pidió el juez, un poco exasperado.

—Su Majestad la reina ascendió al trono de Inglaterra el 2 de febrero de 1952 —dijo Hunsacker—, y fue coronada en la abadía de Westminster el 2 de junio de 1953. La Royal Mail emitió un sello para conmemorar la ocasión. De hecho, soy el orgulloso poseedor de una hoja de la primera impresión. El sello muestra a la reina de joven, pero debido a la notable duración del reinado de Su Majestad, la Royal Mail ha tenido que emitir una nueva edición cada ciertos años, para reflejar que la monarca ha ido envejeciendo. El sello pegado a este testamento fue emitido en marzo de 1999.

Hunsacker giró en su silla y miró a los Moncrieff, mientras se preguntaba si habrían comprendido el significado de sus palabras. No estaba seguro, aunque parecía que Margaret Moncrieff le había entendido, ya que tenía los labios fruncidos y había palidecido.

—Señoría —continuó Hunsacker—, sir Alexander Moncrieff murió el 17 de diciembre de 1998, tres meses antes de que el sello fuera emitido. Así que una cosa es segura: la firma estampada sobre Su Majestad no puede ser la de él.