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Danny se levantó de su asiento y se sumó al público que aplaudía puesto en pie; de no haberlo hecho habría sido una de las escasas personas que aún continuaban sentadas en el teatro. Esta segunda vez había disfrutado aún más de la obra, pero tal vez porque había tenido la oportunidad de leerla.

Estar sentado en la tercera fila, entre familiares y amigos de la compañía, fue motivo de más satisfacción todavía. A un lado tenía al director artístico, y a la esposa del productor al otro. Le invitaron a ir a tomar una copa con ellos durante el descanso. Escuchó cómo hablaban de teatro, aunque pocas veces se sintió lo bastante seguro para dar su opinión. Al parecer, daba igual, pues cada uno mantenía puntos de vista inflexibles sobre todo, desde la interpretación de Davenport hasta por qué se representaban tantos musicales en el West End. Por lo visto, Danny solo tenía una cosa en común con la gente de la farándula: ninguno de ellos parecía saber cuál sería su siguiente trabajo.

Después de que Davenport hubiera salido a saludar en incontables ocasiones, el público fue desalojando poco a poco el teatro. Como la noche era despejada, Danny decidió ir a pie al Dorchester. El ejercicio le sentaría bien; además, no podía permitirse gastar en un taxi.

Empezó a caminar hacia Piccadilly Circus, cuando una voz detrás de él dijo: «¿Sir Nicholas?». Se volvió y vio al encargado de la taquilla, que le saludaba con una mano, mientras con la otra mantenía abierta la puerta de un taxi.

—Si va a la fiesta, ¿por qué no viene con nosotros?

—Gracias —dijo Danny.

Subió al taxi y vio a dos mujeres jóvenes sentadas en el asiento de atrás.

—Este es sir Nicholas Moncrieff dijo el encargado de la taquilla, mientras abatía un asiento y se sentaba ante ellos.

—Nick —insistió Danny, al tiempo que se sentaba en el otro asiento plegable.

—Nick, te presento a mi novia, Charlotte. Trabaja en atrezo. Y esta es Katie, que es suplente. Yo soy Paul.

—¿A quién suples? —preguntó Nick a Katie.

—A Eve Best, que interpreta a Gwendolen.

—Pero esta noche no —dijo Danny.

—No —admitió Katie, al tiempo que cruzaba las piernas—. En realidad, solo he actuado una vez en toda la temporada. Una matinal, cuando Eve tuvo un compromiso con la BBC.

—¿No es un poco frustrante? —preguntó Danny.

—Ya lo creo, pero es peor estar sin trabajo.

—Todos los suplentes viven con la esperanza de que les descubrirán cuando el protagonista se sienta indispuesto —dijo Paul—. Albert Finney sustituyó a Larry Olivier cuando interpretaba a Coriolano en el Stratford, y se convirtió en una estrella de la noche a la mañana.

—Bien, eso no pasó la tarde que estuve en el escenario —se lamentó Katie—. ¿A qué te dedicas tú, Nick?

Danny no contestó de inmediato, en parte porque hasta entonces nadie le había hecho esa pregunta, salvo la agente de libertad condicional.

—Era soldado —dijo.

—Mi hermano es soldado —dijo Charlotte—. Me preocupa que puedan enviarlo a Irak. ¿Has estado destinado allí? Danny intentó recordar las anotaciones pertinentes de los diarios de Nick.

—Dos veces —contestó—. Pero eso fue ya hace mucho tiempo —añadió.

Katie sonrió a Danny mientras el taxista paraba ante el Dorchester. Recordaba muy bien a la última chica que le había mirado así. Danny fue el último en bajar del taxi. Se oyó decir: «Yo pago», esperando que la respuesta de Paul fuera: «De ninguna manera».

—Gracias, Nick —dijo Paul, mientras Charlotte y él caminaban hacia el hotel.

Danny sacó el billetero y se desprendió de otras diez libras que apenas podía permitirse. Una cosa era segura, esa noche volvería a casa a pie. Katie se rezagó y esperó a Nick.

—Paul ha dicho que esta es la segunda vez que ves la obra —observó la joven, mientras se dirigían al hotel.

—Vine por si te tocaba interpretar a Gwendolen —dijo Danny con una sonrisa.

Ella sonrió y le besó en la mejilla. Otra cosa que Danny no experimentaba desde hacía mucho tiempo.

—Eres un amor, Nick —dijo Katie, mientras tomaba su mano y le guiaba hasta la sala de baile.

—¿Qué vas a hacer ahora? —preguntó Danny, que casi tuvo que gritar para hacerse oír por encima de la multitud.

—Tres meses de teatro de repertorio con la English Touring Company.

—¿Suplente otra vez?

—No, no pueden permitirse suplentes mientras están de gira. Si alguien cae enfermo, el vendedor de programas le sustituye. Será mi oportunidad de pisar el escenario, y tu oportunidad de ir a verme.

—¿Dónde actuarás? —preguntó Danny.

—Tú eliges: Newcastle, Sheffield, Birmingham, Cambridge o Bromley.

—Creo que tendrá que ser Bromley —señaló Danny, mientras el camarero les ofrecía champán.

Paseó la vista por la sala abarrotada. Daba la impresión de que todo el mundo hablaba a la vez. Los que no estaban bebiendo champán se desplazaban sin cesar de una persona a otra, con la esperanza de impresionar a directores, productores y agentes en una búsqueda incesante del siguiente trabajo.

Danny soltó la mano de Katie cuando recordó que, al igual que los actores en paro, había ido allí con un propósito. Escudriñó detenidamente la sala en busca de Lawrence Davenport, pero no vio ni rastro de él. Danny supuso que haría su aparición más tarde.

—¿Ya te has cansado de mí? —preguntó Katie, mientras se apoderaba de otra copa de champán de un camarero que pasaba.

—No —repuso Danny de manera poco convincente. Un hombre joven se unió a ellos.

—Hola, Katie —dijo, y la besó en la mejilla—. ¿Ya tienes nuevo trabajo, o estás descansando?

Danny cogió una salchicha de una bandeja, pensando que aquella noche no comería nada más. Inspeccionó de nuevo la sala en busca de Davenport. Sus ojos se posaron en un hombre cuya presencia tendría que haber previsto. Estaba en el centro de la sala, charlando con un par de chicas que estaban pendientes de todas y cada una de sus palabras. No era tan alto como Danny recordaba de su último encuentro, pero claro, había sido en un callejón mal iluminado, y su único interés en aquel momento era salvar la vida de Bernie.

Danny decidió examinarle más de cerca. Avanzó un paso hacia él, y luego otro, hasta reducir distancias. Spencer Craig le miró. Danny se quedó paralizado, pero después se dio cuenta de que Craig estaba mirando por encima de su hombro, seguramente a otra chica.

Danny miró al hombre que no solo había asesinado a su mejor amigo sino que pensaba que se había librado.

—No mientras yo viva —dijo, en voz lo bastante alta para que Craig casi le oyera.

Avanzó otro paso, envalentonado por la falta de interés de Craig. Otro paso, y un hombre del grupo de Craig, que daba la espalda a Danny, se volvió instintivamente para ver quién estaba invadiendo su territorio. Danny miró a Gerald Payne. Había engordado tanto desde el juicio, que Danny tardó unos segundos en reconocerlo. Payne se volvió, desinteresado. Incluso cuando subió al estrado apenas miró a Danny, sin duda como parte de la táctica aconsejada por Craig.

Danny se sirvió un blini de salmón ahumado mientras escuchaba la conversación de Craig con las dos chicas. Estaba recreándose con una frase, sin duda bien ensayada, acerca de que la sala de un tribunal se parecía bastante al teatro, salvo porque nunca sabes cuándo caerá el telón. Ambas chicas rieron.

—Muy cierto —dijo Danny en voz alta.

Tanto Craig como Payne le miraron, pero sin reconocerle, pese a que le habían visto en el banquillo tan solo dos años atrás, pero en aquella ocasión llevaba el pelo mucho más corto, iba sin afeitar y vestido con ropa de presidiario. De todos modos, ¿por qué iban a pensar en Danny Cartwright? Al fin y al cabo, estaba muerto y enterrado.

—¿Cómo te va, Nick?

Danny se volvió y vio a Paul a su lado.

—Muy bien, gracias —dijo Danny—. Mejor de lo que esperaba —añadió sin más explicaciones. Danny se acercó un paso más a Craig y a Payne para que pudieran oír su voz, pero nada parecía distraerles de su conversación con las dos chicas.

Estallaron aplausos en la sala, y todas las cabezas se volvieron para contemplar la aparición de Lawrence Davenport. Sonrió y saludó como si estuviera ante la realeza. Atravesó con parsimonia la sala, mientras recibía aplausos y alabanzas a cada paso que daba. Danny recordó la inolvidable frase de Scott Fitzgerald: «Mientras el actor bailaba, no pudo localizar espejos, de modo que echó la cabeza hacia atrás para admirar su imagen en las arañas».

—¿Te gustaría conocerle? —preguntó Paul, que se había fijado en que Danny no le quitaba los ojos de encima.

—Sí —dijo Danny, intrigado por descubrir si el actor le trataría con la misma indiferencia que los demás Mosqueteros.

—Sígueme.

Empezaron a avanzar poco a poco a través de la atestada sala de baile, pero antes de que llegaran a Davenport, Danny paró de repente. Miró a la mujer con la que estaba hablando el actor. Estaba claro que eran íntimos.

—Qué hermosura —dijo Danny.

—Sí, es un tío guapo —reconoció Paul, pero antes de que Danny pudiera corregirle, añadió—: Larry, quiero presentarte a un amigo mío, Nick Moncrieff.

Davenport no se molestó en estrechar la mano a Danny. Era un rostro más entre la multitud que solicitaba audiencia. Danny sonrió a la novia de Davenport.

—Hola —dijo ella—. Soy Sarah.

—Nick. Nick Moncrieff —contestó—. Tú debes de ser actriz.

—No, algo mucho menos glamuroso. Soy abogada.

—No pareces abogada —dijo Danny.

Sarah no contestó. Estaba claro que ya había oído en otras ocasiones aquella aburrida respuesta.

—¿Tú eres actor? —preguntó.

—Seré lo que tú quieras que sea —replicó Danny, y esta vez ella sonrió.

—Hola, Sarah —dijo otro joven, al tiempo que rodeaba su cintura con el brazo—. Eres sin la menor duda la mujer más atractiva de la sala. —La besó en ambas mejillas. Sarah rio.

—Me sentiría halagada, Charlie, si no supiera que es mi hermano quien te gusta en realidad, no yo.

—¿Eres la hermana de Lawrence Davenport? —preguntó Danny con incredulidad.

—Alguien tenía que serlo —dijo Sarah—, pero he aprendido a vivir con esa carga.

—¿Y tu amigo? —preguntó Charlie, sonriendo a Danny.

—No lo creo —dijo Sarah—. Nick, te presento a Charlie Duncan, el productor de la obra.

—Qué pena —se lamentó Charlie, y devolvió su atención a los jóvenes que rodeaban a Davenport.

—Creo que le gustas —opinó Sarah.

—Pero yo no… —empezó Danny.

—Ya me he dado cuenta —dijo Sarah con una sonrisa. Danny continuó flirteando con Sarah, consciente de que ya no tenía que perder el tiempo con Davenport, puesto que su hermana le contaría todo cuanto necesitara saber.

—Tal vez podríamos… —sugirió Danny, cuando otra voz intervino.

—Hola, Sarah, me estaba preguntando si…

—Hola, Spencer —dijo ella con frialdad—. ¿Conoces a Nick Moncrieff?

—No —contestó el hombre, y después de un apretón de manos superficial, continuó su conversación con Sarah—. Venia hacia aquí para decirle a Larry lo brillante que ha estado, cuando te he visto.

—Bien, aquí lo tienes —dijo Sarah.

—Pero también confiaba en poder hablar contigo.

—Estaba a punto de marcharme —anunció Sarah, y consultó su reloj.

—Pero la fiesta acaba de empezar. ¿No puedes quedarte un poco más?

—Temo que no, Spencer. Tengo que repasar unos documentos antes de redactar un informe.

—Es que confiaba en…

—Igual que en la última ocasión en la que nos vimos.

—Creo que nos separamos con mal pie.

—Creo recordar que fue con mala mano —dijo Sarah, y le dio la espalda—. Lo siento, Nick. Algunos hombres no saben aceptar un no por respuesta, mientras que otros… —Le dedicó una cálida sonrisa—. Espero que volvamos a vernos.

—¿Cómo…? —empezó Danny, pero Sarah ya había recorrido la mitad de la sala de baile.

Ese era el tipo de mujer convencida de que, si quieres localizarla, lo conseguirás. Danny se volvió y vio que Craig lo estaba mirando fijamente.

—Me alegro de que hayas venido, Spencer —dijo Davenport—. ¿He estado bien esta noche?

—Mejor que nunca —le alabó Craig.

Danny pensó que había llegado el momento de irse. Ya no necesitaba hablar con Davenport, y al igual que Sarah, también tenía que preparar una reunión. Tenía la intención de estar muy despierto cuando el subastador anunciara la puja inicial por el lote 37.

—Hola, forastero. ¿Dónde te habías metido?

—Me he encontrado con un viejo enemigo —respondió Danny—. ¿Y tú?

—La pandilla habitual. Muy aburrido —dijo Katie—. Ya estoy harta de la fiesta. ¿Y tú?

—Iba a marcharme.

—Buena idea —opinó Katie, y le tomó la mano—. ¿Por qué no desaparecemos juntos?

Atravesaron la sala de baile y se encaminaron hacia las puertas giratorias. En cuanto Katie salió a la calle, paró un taxi.

—¿Adónde, señorita?

—¿Adónde vamos? —preguntó Kate a Nick.

—The Boltons, 12.

—Muy bien, jefe —dijo el taxista. Esa palabra trajo malos recuerdos a Danny.

Danny aún no se había sentado cuando notó una mano sobre el muslo. Con el otro brazo, Katie le rodeó el cuello y lo atrajo hacia ella.

—Estoy harta de ser suplente —se sinceró—. Para variar, voy a tomar la iniciativa. Se inclinó hacia él y lo besó.

Cuando el taxi paró delante de casa de Nick, quedaban pocos botones por desabrochar. Katie saltó del taxi y subió corriendo por el camino de entrada, mientras Danny pagaba el segundo taxi de la noche.

—Ojalá tuviera su edad —comentó el taxista.

Danny rio y se reunió con Katie ante la puerta principal. Tardó un rato en introducir la llave en la cerradura, y cuando entraron dando tumbos en el vestíbulo, ella le quitó la chaqueta. Dejaron un rastro de ropa desde la puerta principal hasta el dormitorio. Ella le arrastró hacia la cama y le empujó encima de ella. Otra cosa que Danny no experimentaba desde hacía mucho tiempo.